El sendero de Heidegger

La revista cordobesa Konvergencias reproduce en uno de sus números recientes el escrito El Sendero de Campo (Der Feldweg) de Martin Heidegger , traducido al castellano por Sobine Langenheim y Abel Posse. Este texto parece casi a medida para ilustrar la crítica de Levinas al telurismo de Heidegger, especialmente los argumentos desarrollados en Heidegger, Gagarin y nosotros (1961).

Heidegger comienza evocando un recuerdo de niñez. El camino que comienza en el porton de jardin, y corre hacia Ehnried. La traducción castellana dice ‘el Ehnried’, mistificando el simple nombre de un lugar cercano al pueblo natal de Heidegger en un lugar pleno de sentidos ocultos. Si vamos a Google podemos rápidamente encontrar el mapa de Messkirch, y allí el sector correspondiente, y hasta el propio Am Feldweg famoso. Como se alegraría Levinas si pudiera comprobar como la luz serena de la razón y de la colaboración internacional despejan las tinieblas.

Ese camino Heidegger lo recuerda como fuente de sentido y de sabiduría. Como todo niño, recuerda vagamente su debilidad e ignorancia ante un mundo adulto remoto y sabio. Heidegger no parece haber hecho el descubrimiento común en la adolescencia que la distancia entre el joven y el adulto es solo provisoria, y que el joven tiene frente al adulto no solo la ventaja de la vida aun disponible sino también la flexibilidad que le permite asimilar lo nuevo como una esponja seca absorbe el agua. Así recuerda junto al camino un banco rustico (el padre de Heidegger era un artesano y sacristán en la iglesia local) donde a veces había “algún escrito de grandes pensadores” que el Heidegger niño no podía descifrar. Los enigmas que los adultos no podían o no querían resolver, el camino se los resolvía,

“el sendero del campo ayudaba, pues guiaba serenamente el pie en lo sinuoso, a través de la amplitud de la sobria campiña”.

Esta memoria parece fundadora; cuando el Heidegger adulto vuelve a esos mismos escritos, o cuando escribe los propios, “retoma la huella que el sendero traza a través de los campos”. Es el sendero quien guía sus pasos, como guía los pasos del campesino ‘que en la madrugada sale a guadañar’.

Solo que si Heidegger hubiera interrogado a uno de sus vecinos sobre el origen del sendero, hubiera recibido de esos espíritus prácticos y probablemente poco afectos a la especulación una explicación de tipo histórica. Esas tierras pertenecían a untel, y al ir a sembrar (se siembra antes de cosechar), y luego a desmalezar, y solo luego a cosechar, campesinos y sus animales crearon ese simpático caminito que a Heidegger se le antoja tan profundo, y que aun hoy podemos comprobar mediante la imagen satelital que Google nos ofrece existe como camino de campaña, que en nada se diferencia de otros similares que existen en la región. O en cualquier otro lugar donde se practique la agricultura. Salvo que hoy esta asfaltado.

Este mundo se le aparece a Heidgegger como el jardín de Adan y Eva previo al descubrimiento de la sexualidad y del conocimiento. Como en aquel, la naturaleza se nos ofrece sin esfuerzo ni mediación. Un árbol caía bajo los golpes del hacha, la madera le es asignada [al padre de Heidegger], sin que sepamos que secreto se oculta bajo esa tala o esa asignación. ¿Vivimos aun en un mundo feudal, o ya estamos en un régimen capitalista de propiedad privada? Heidegger parece aludir a algún tipo de apropiación comunal, ya que de los restos del roble cortado los niños fabricaban barcos con remo y timón. No es casual que esta sea la única imagen de producción que figura en el relato, y aun así el verbo usado sea ‘cortar’, cuando en realidad estamos hablando de una operación relativamente compleja. Aun esta producción más bien lúdica que utilitaria funcionaba en un jardín adánico bajo la supervisión de la madre, que permitía que estos viajes por el arroyo o la fuente “llegaban todavía fácilmente a su meta y lograban encontrar de vuelta las costas”. Y agrega: “Era como si su tácito cuidado abrigara toda esencia”.

La enseñanza que recoge Heidegger no tiene a primera vista nada de excepcional:

“que crecer significa abrirse a la amplitud del cielo y -al mismo tiempo- estar arraigado en la oscuridad de la tierra, que todo lo sólidamente acabado prospera sólo cuando el hombre es de igual manera ambas cosas: dispuesto a la exigencia del cielo supremo y amparado en la protección de la tierra sustentadora”.

El árbol sirve aquí de midrash, para expresar una idea convencional y contra la cual no tendríamos nada que decir. Esta verdad que Heidegger piensa primordial, no es el pensador quien la descubre sino el sendero que la moviliza y transmite a toda una demografía idealizada por el cual circulan madre (en singular), leñadores, carros que traen la cosecha y niños que recogen flores.

Si para crecer hacia el cielo debemos previamente estar enraizados en la tierra, si tenemos que haber sido niños para poder ser adultos, es también cierto que para ser adultos tenemos que dejar de ser niños. Pero dejar de ser niños es dejar de creer en la voz de los robles, y comprender que el roble que nos fascinaba en el bosque y nos susurraba los secretos del universo es el mismo que papa Heidegger convirtió en tonel para poner brot y koteletten en la mesa familiar. El problema con creer en los misterios de los robles cuando uno es ya grandecito es que nos distrae de las posibilidades reales del presente. Como las sirenas de Ulises, el peligro del “camino” es la disolución de nuestro ser en el pasado. Adorno y Horkheimer muestran en la Dialectica del Iluminismo que esta compulsión se resuelve en el proceso civilizatorio convirtiéndola en materia prima para la elaboración artística. Pero antes de sublimarse en arte, las sirenas saben todo lo que paso en la esta fructífera tierra, incluyendo los eventos en los que Odiseo mismo participó. Las sirenas conocen todo lo que aconteció, pero el precio que demandan por este conocimiento es el futuro. La promesa de un feliz retorno es el embuste con la cual el pasado atrapa a quien por el languidece (Dialéctica del Iluminismo).

Este saber de las sirenas, que para adquirirlo tenemos que hipotecar nuestro futuro como Fausto su alma, es según Heidegger “la serenidad campesina. No la adquiere quien no la posea. Los que la poseen, la tienen del sendero del campo”. La geografía es destino. La elección pasa por haber nacido en el lugar correcto. Quizás sea más cierto decir lo contrario. La perdición pasa por haber nacido en el lugar incorrecto, como muchos judíos, gitanos, o simples habitantes de países ocupados descubrieron azorados.

Este conocimiento ilusorio, seria solo fantasía inocente, lujo de intelectual en suma. Pero en 1949, cuando sus conciudadanos se debatían aun entre las ruinas que su propio frenesí había creado, Heidegger no tiene mejor diagnóstico que ofrecer que el siguiente:

“Cuando el hombre no está en el orden del buen consejo del camino del campo, trata en vano de ordenar el globo terráqueo con sus planes. Amenaza el peligro que los hombres de hoy permanezcan sordos a su lenguaje. A sus oídos llega sólo el ruido de los aparatos que toman por la voz de Dios. El hombre deviene así distraído y sin camino. Al distraído lo sencillo le parece uniforme. Lo uniforme harta. Los hastiados encuentran solo lo indistinto. Lo sencillo escapó. Su quieta fuerza está agotada”.

Critica de la modernidad, critica a los medios de comunicación devenidos en oráculos y en dioses, que embotan nuestra sensibilidad y requieren siempre una dosis más fuerte para excitarlos. Son lugares comunes, ciertos quizás hasta cierta medida. Pero irrelevantes. Porque desdeñan analizar el verdadero problema, la compleja dialéctica entre acción y el exceso que la acción instrumental produce. Por eso, el único consejo que Heidegger, heredero de los druidas conversadores con los robles puede darnos es la abstinencia:

“Todo habla de la renuncia en lo mismo. Esta renuncia no quita. La renuncia da. Da la inagotable fuerza de lo sencillo. Ese buen consejo hace morar en un largo origen”.

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