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A la hora de analizar las últimas elecciones vascas, de lo que se trata, en mi opinión, es de ver la aritmética electoral cumo un discurso que se relaciona con otro de igual orden, el comportamiento electoral expresado en ese ámbito en procesos electorales antecedentes tanto del mismo orden (elecciones vascas) como de un orden distinto (elecciones generales). Porque en ese ejercicio aparecen dimensiones que el criterio de interpretación dominante está pasando por alto.

Es un lugar común que el sistema político del País Vasco (el sub-sistema más específico que tenemos) se caracteriza esencialmente por la especial relevancia que tiene como eje de comportamiento electoral el cleavage del nacionalismo/no nacionalismo. Es menos conocido que la intensidad de ese cleavage se ha manifestado de forma distinta en función de la clase de elecciones de que se tratara. Así, en las elecciones autonómicas siempre ha predominado el cleavage nacionalista/no nacionalista como eje de división de los campos políticos, en tanto que en elecciones generales ha predominado más el eje convencional de división izquierda/derecha, o por lo menos, ha tenido tanta importancia relativa como el otro eje de división. La consecuencia ha sido que se podía distinguir un comportamiento dual de los electores en función de la clase de elección. Esto se puede ver gráficamente en la consideración de que mientras los partidos nacionalistas siempre han sido mayoritarios en elecciones autonómicas, los partidos de ámbito estatal (por no hablar de constitucionalistas, dada la postura intermedia de IU-EB) han predominado electoralmente en las dos últimas consultas generales (1996 y 2000). El gráfico 1 expresa la historia participativa desde 1982 hasta 2001 y la fuerza respectiva en cada proceso, medida en términos de penetración electoral bruta (peb, en adelante, es decir, % de los votos sobre censo) de los bloques nacionalista y no nacionalista1.

La mayor parte de las interpretaciones acerca de la existencia de este doble patrón de voto han reposado en la hipótesis de que la falta de identificación con la arena competitiva autonómica de un sector de los votantes de los partidos de ámbito estatal les llevaba a abstenerse en las consultas de este ámbito, facilitando así el claro decantamiento nacionalista que -a todo lo largo de los 80 y buena parte de los 90- se produce en ese tipo de elecciones. Daba crédito a esa interpretación el hecho de que el patrón abstencionista, salvo la excepción de 1986, año de elecciones generales frías y de elecciones autonómicas calientes, tras la salida de Garaikoetxea del PNV y la fundación de EA, era consistente en el sentido de la mayor movilización de los votantes en elecciones generales que en autonómicas. Sucede así que en las elecciones generales de 1982 vota más frente que en las autonómicas de 1984; que en las generales je 1989 hay más votantes que en las autonómicas de 1990; quede nuevo en 1993 vota más gente en las generales que en las autonómicas del año siguiente y, por último, que aunque muy ligeramente, también hay más votantes en las elecciones generales de 1996 que en las autonómicas de 1998.

Sin embargo, estas últimas elecciones, las de 1998, mandaron la señal Je que algo estaba cambiando, con un niveí de participación casi idéntico a! de las generales precedentes: de nuevo nos encontrábamos ante una elección crítica en la arena autonómica, marcada por la tregua de ETA y ia deriva soberanista adoptada por el PNV. La consecuencia fue que el nivei de participación se aproximó mucho al de las elecciones generales precedentes. Un segundo resultado fue que la distancia entre los bloques se acortó considerablemente respecto al precedente de 1994.

En las elecciones generales de 2000 hay un factor nuevo que atañe a la configuración de la oferta, el desistimiento electoral de EH. Qué influencia puede ello tener en el descenso de la participación que se produce (desde el 71% en 1996 al 65% en 2000) es, desde luego, un preterible, en el que las conclusiones no dejan de tener un acusado componente conjetural. Pero lo que sí es un dato es que el descenso de participación relativo (un 9%) es inferior al que se produce en el conjunto de España (10%) y que una hipótesis conservadora acerca del impacto que pudo tener ese desistimiento en términos de la participación (apoyada además por el dato inequívoco de que el descenso de participación por territorios guarda una alta correlación con la implantación electoral de EH) llevaría a pensar que sin ese desistimiento la participación habría superado el nivel de 1996, a contrapelo de la tendencia nacional.

Y llegamos al último episodio, las elecciones autonómicas del pasado 13 de mayo. En ellas se produce la más alta participación jamás registrada en elecciones autonómicas en el País Vasco y casi la más alta en cualquier tipo de elecciones, apenas un punto porcentual por debajo de la que se registró en las elecciones generales de 1982.

Y, como en el gráfico se pone de manifiesto, en este contexto de movilización que empíricamente cabe calificar de excepcional, mientras el nacionalismo no llega a su techo de peb -que había alcanzado en las elecciones autonómicas de 1986, con una participación 10 puntos inferior a la de ahora- los partidos de ámbito estatal obtienen su mejor registro histórico en cualquier clase de elecciones en el País Vasco.

Este dato, que pudiera parecer sorprendente al conventional wisdom que se limita a examinar superficialmente los resultados, nos aconseja hacer un zoom sobre los tres últimos procesos electorales, las elecciones autonómicas de 1998 y 2001 y las elecciones generales que tienen lugar en 2000. Las diferencias censales en los tres casos son casi irrelevantes (apenas quince mil electores más en 1998 que en 2000 y 2001) lo que nos permite un tipo de comparación especialmente pertinente (y poco frecuente en estos análisis), la de los votos absolutos de unos y otros. El cuadro 1 expresa las dimensiones esenciales de esta comparación.

¿Qué nos está señalando este cuadro? Varias cosas en distintos planos. Atañen tanto a la dimensión desagregada de cada partido como a la agregada de los espacios electorales.

Lo primero es que la formación ganadora, la coalición constituida por PNV y EA, obtiene en efecto una votación muy abultada con crecimientos relativos de más del 30% respecto a la suma de los votos de los dos partidos en las dos elecciones anteriores. De hecho, es también la más alta peb de PNV y EA, antes o después de la escisión, lo que, como veremos, apenas indica otra cosa que una insólita concentración en esta oferta dentro del espacio nacionalista.

Por lo que se refiere a la segunda fuerza, el PP, su incremento respecto a las pasadas elecciones autonómicas (que, a su vez, constituían su mejor resultado histórico y le habían hecho pasar de la cuarta a la segunda posición en el ranking) es de magnitud similar al que en esa misma comparación experimenta la coalición PNV-EA. Constituye esta votación el mejor resultado jamás obtenido por ningún partido de implantación nacional en comicios autonómicos vascos, ya que la peb del 18.1% obtenida supera en casi tres puntos al 15.2% de peb que en 1986 consiguiera el PSE. Es verdad que no supera apenas el número de votos que consiguiera en las elecciones generales del año 2000, pero ese benchmark era casi una barrera inédita en el historial de los partidos de ámbito estatal en el País Vasco que no había sido superada en elecciones generales más que por el PSE en las históricas elecciones de 1982.

El resultado del PSE es algo menos rotundo que el del PP en estos términos pero también, contra lo que se ha dicho, susceptible de una lectura positiva: en un contexto de extraordinaria fortaleza del polo dominante del espacio no nacionalista consigue incrementar significativamente su apoyo sobre el conseguido en las últimas elecciones autonómicas y mantener casi el apoyo de las elecciones generales. Hay que tener en cuenta que ni siquiera en 1986, prácticamente sin competencia en el espacio no nacionalista -y cuando obtuvo el PSE su mejor resultado histórico en este tipo de elecciones- había retenido tanto nivel de apoyo en relación con su voto de generales.

Pocas ambigüedades admite la lectura de los resultados de Euskal Herritarrok. El contexto es contundente: pierde el 36% de peb, pero pierJe aún mucho más espacio electoral, el 43% en votos y el 50% en escaños. Y no se trata sólo de la comparación con la última elección: nunca basta ahora HB había obtenido menos de 11 escaños ni había bajado prácticamente del 15% del voto. No es una exageración calificar de histórico este retroceso de los independentistas violentos ni en términos aritméticos ni, desde íuego, en términos políticos. Es una de las principales variables con las que es preciso contar en el análisis.

Y finalmente, en este contexto de análisis de cada fuerza electoral, resta analizar el resultado de IU-EB, que también es ascendente. Las oscilaciones electorales de IU habían sido muy marcadas desde 1994, en que se convierte en la sorpresa de las elecciones al pasar de ninguno a seis escaños. En cambio, en 1998 vuelve a rozar la condición de extraparlamentario, hasta tal punto que fuerza un cambio del umbral de esterilidad (hasta el año pasado en el 5% de circunscripción) para evitar desaparecer de la escena. Paradójicamente, ese cambio ha resultado innecesario, ya que IU se ha mantenido (muy ligeramente, eso sí) por encima del listón del 5% en los tres territorios, con lo que ha obtenido un escaño más, a despecho de la tendencia que parecían dibujar los resultados tanto de 1998 como de 2000 y de lo que la propia polarización de la campaña sobre el eje del nacionalismo hubiera hecho presumible.

HACIA UN EQUILIBRIO DE BLOQUES

Ahora bien, en las condiciones en que ha tenido lugar este proceso electoral, es evidente que el análisis de sus resultados demanda también conclusiones en términos de la fuerza electoral agregada en los dos espacios que la fractura nacionalista dibuja, así como en el espacio intermedio que representa en estos términos IUEB. Y, en esos términos, lo que observamos es que estas elecciones -con una participación que la historia electoral vasca autoriza a calificar sobriamente de excepcional- han supuesto un eslabón más en la tendencia de fondo al reequilíbrio de la fuerza electoral de los dos bloques, en el sentido de un avance de las fuerzas no nacionalistas y un retroceso de las fuerzas nacionalistas. Solamente la -también excepcional- concentración del voto en la oferta electoral central del bloque nacionalista enmascara, eso sí, de forma muy potente, aquella realidad y hace pasar ese retroceso por un triunfo histórico del propio bloque.

En efecto, el cuadro 2 resume la dinámica esencial desde esta perspectiva.

Observamos en este cuadro que mientras los partidos inequívocamente constitucionalistas, el PP y el PSE, experimentan un crecimiento de su cuota electoral relativa de algo más de dos puntos, lo que supone un crecimiento relativo superior al 5%, los partidos nacionalistas ven descender su penetración electoral relativa en más de un punto, lo que supone un descenso del 2,5% (no se equilibran ganancias y retrocesos, dado que disminuyen los votos en blanco y votos a partidos extraparlanientartos). Por tanto, no estamos ante un resultado que dinámicamente quepa interpretar como un triunfo determinante de los nacionalistas (como, insisto, se viene haciendo de forma mayoritaria por quienes atienden sólo al desenlace en términos de gobernabilidad, por quienes comparan el resultado con el preferible de una victoria de los partidos constitucionalistas, o por quienes usan ambas referencias únicamente). Si ensanchamos algo el horizonte de la mirada hacia la historia electoral, tendríamos que recordar que apenasen 1986 la fuerza electoral rela* tiva de los partidos inequívocamente nacionalistas (los actuales más la desaparecida Euskadiko Eskerra, aún muy lejos de la convergencia con el PSE) vino a suponer el 68.8% de los votos válidos, mientras que los partidos constitucionalistas apenas consiguieron el 30.4%. Y aún más: entonces, con un censo inferior en más de 130.000 votantes al actual, los partidos nacionalistas obtuvieron mayor número de votos que en 2001.

ULTIMOS RESULTADOS

Pero, volviendo a la historia próxima, la conclusión es que la movilización electoral nueva ha producido un resultado neto algo más favorable a los partidos constitucionalistas que a los nacionalistas, aunque el balance es bastante parejo para ambos. La distribución del voto en función del tamaño del hábitat presenta algunas evidencias interesantes. El cuadro 3 muestra cómo se distribuye el apoyo a las ofertas electorales (y los tres campos en que las agrupamos) en los municipios mayores y menores de 50.000 habitantes.

Lo que el cuadro nos muestra es que los partidos constitucionalistas son claramente mayoritarios en los hábitat urbanos, mientras que los partidos nacionalistas predominan de forma aún más contundente en los hábitat rurales e intermedios.

ANÁLISIS POLÍTICO

¿Cómo se relaciona todo esto con las cuestiones que planteábamos acerca de las enseñanzas políticas de la elección y, específicamente, con los términos del apoderamiento y el mandato recibidos por la coalición vencedora? Dejemos para ello los números atrás, como una referencia, y tratemos de hilar su sentido con una interpretación política de la elección.

Ese discernimiento del sentido de los resultados debe partir de una reconstrucción de la elección como entorno simbólico. ¿Qué estaba en juego en la misma? Sin duda, los actores principales del proceso coincidirían en pocas cosas, pero ciertamente en una: no era una elección convencional, una más en una secuencia. En ambos campos (y, de rebote, también en el evanescente tercer campo en el que ha jugado IU) hay conciencia de que las elecciones son excepcionales y voluntad de que sean percibidas por los electores como tales.

Lo son porque las mismas no cierran un ciclo ordinario, son elecciones arrancadas por los constitucionalistas al PNV y EA, soportes de un gobierno minoritario que había quedado sin respaldo parlamentario al romperse la tregua de ETA en 1999, y producirse el doble fenómeno de ruptura en las relaciones políticas de primer nivel entre PNV y EA por un lado y EH por otro, y de decaimiento institucional de esta última, en su pedisecuo seguimiento de la estrategia de ETA, cuando ésta da por finalizado el (supuesto) intento de arrancar la independencia sin (mucha) violencia. Se saldría de los límites de este trabajo un análisis de lo que en ese contexto significa la propia tregua, los compromisos previos con ETA de las direcciones de PNV y EA, la constitución de Udalbiltza y el resto de los pasos soberanistas impulsados por PNV, EA, y EHa lo largo de 1998 y 1999, Loque parece difícil de negar argumentalmente es que esa estrategia, la estrategia central de los nacionalistas gobernantes a lo largo del período que las recientes elecciones implícitamente valoraban, ni sus propios valedores la presentarían como un éxito, al menos en sus frutos visibles: el viaje soberanista se convirtió enseguida en el viaje a ninguna parte.

De tal suerte que, en términos estratégicos, el PNV (y su secuela electoral, la EA, post-Garaikoetxea) tenían que jugaren un terreno ciertamente delicado. Por un lado, estaba el inconveniente de que ese proceso que había sido el núcleo de la estrategia no podía esgrimirse precisamente como un logro; por el otro, rectificarlo en la propuesta electoral era inviable, equivalía a reconocer la razón de quienes desde el campo constitucionalista reprochaban la deriva soberanista adoptada desde el 98 y planteaba un escenario electoral muy negativo.

¿Cómo salir de ese atolladero? Claramente, mediante un cambio de punto de vista. Había que hablar de otras cosas, evocar otras emociones, suscitar otros temores y, tal vez menos, despertar otras esperanzas que las que, respectivamente, se buscaban desde el otro campo.

Ese guión incluía, en primer lugar, envolverse en la ikurriña y hacer sonar la txalaparta hasta el confín más remoto del último valle de Euskadi. Parafraseando, en su escala, el manifiesto de Andrés Torrejón ante el invasor francés, la llamada del PNV-EA ha sido más o menos ésta: «La patria está en peligro… ¡Vascos!: Acudid a salvarla ».

Pero no sólo eso. El PNV y EA sabían que contaban con un clima de opinión extraordinariamente favorable sobre la situación económica de la Comunidad que podría ser capitalizado por ellos. Por vez primera desde los años 70, los vascos ven superados los fantasmas de la desindustrialización y la pérdida de importancia económica relativa que arrastraban desde mediados de los 70. Hay que pensar que en 1975, en términos de PIB per cápita (índice de referencia de convergencia real), el País Vasco disfrutaba de un nivel del 108,1% respecto a la media de la UE, mientras en España la media era entonces de 81,4%. En 1985, la media española había bajado al 70,6%, pero la vasca era el 80,0%, es decir, mientras el retroceso relativo español era del 13%, el vasco era del 26%. En 1998, la media española había ascendido al 81,5% de la media UE, y la vasca se situaba en el 90,7%2. En realidad, por tanto, la visión optimista de la situación, que las encuestas acreditan contundentemente, tiene algo de espejismo: más bien el País Vasco ha congelado su ventaja relativa respecto al conjunto de España cerca del nivel históricamente más bajo de esa diferencia. Pero, en la medida en que lo que cuenta es la imagen ascendente de estos últimos años respecto a la abrupta caída de los segundos setenta y ochenta, el efecto óptico es positivo.

A estos dos ingredientes, hay que añadir probablemente el más importante de los tres, la activación de un temor atávico a una variedad de cosas que podrían derivarse, verosímilmente para la sensibilidad media del votante vasco, de la eventual victoria de los partidos coristitucionalistas. Cosas, como digo, variadas y algunas no del todo compatibles entre sí: el retroceso del autogobierno, la persecución del euskera, la multiplicación de la actividad terrorista de ETA, la presencia de una represión policial indiscriminada, la desaparición de las señas de identidad…

EL VOTO CONTRA LA INCERTIDUMBRE

Sobre este telar de emociones y percepciones, el PNV y EA montan el compromiso apócrifo de la campaña del Bai. Con ella, se soslayaba el problema central que, en el cuadro político vasco, suscitaba una propuesta de continuidad, a saber, cuál era el desenlace de la misma, si Estella o la vuelta al autonomismo. El énfasis se repartía entre el progreso económico y la defensa de las raíces. El mensaje estaba claro: el voto al PNV-EA era el voto seguro que afianzaba el progreso y evitaba la incertidumbre.

Esta estrategia, sin duda, ha provocado dos efectos, de movilización y de concentración. El segundo es claro: más de un tercio de los votantes de EH -electorado entre el que, como agudamente ha recordado Patxo Unzueta, según las encuestas era mayor el miedo a que el PNV dejara de gobernar que entre el propio electorado del PNV3– parecen haber considerado a la coalición PNV-EA como un vehículo más seguro de afianzamiento de un gobierno nacionalista. En ausencia de información basada en las encuestas sobre las razones de este trasvase, no deja de ser una conjetura, por más que parezca razonable, el pensar que el mismo deviene de un rechazo a la actitud complaciente de EH respecto a la violencia de ETA. Pero sea el que sea el trasfondo moral, lo que es evidente es el fruto político: los diputados que EH traspasa a la coalición vencedora le permiten gobernar con muy pocas hipotecas.

El efecto de movilización se refiere a que, aun asumiendo que todo el voto perdido por EH haya ido a parar a la coalición PNV-EA, lo que estadísticamente es poco verosímil, dado que además algunos parecen haberse dirigido a IU-EB, quedarían aun 63.000 votantes adicionales a los anteriores votos de los coligados y los votos migrados desde EH. Eso quiere decir que se ha producido alguna movilización nueva a favor de la coalición PNV-EA y además en una entidad no desdeñable. La interpretación de las razones de esos votantes sería una clave de desciframiento del mandato obtenido por los ganadores.

No me parece descabellado imaginar que una buena parte de ese apoyo (como una parte igualmente del apoyo retenido de anteriores votantes) haya respondido a una movilización reactiva de personas, generalmente poco activas, políticamente sensibles al riesgo de involución nacionalista que se evocaba en la hipótesis de un triunfo de los partidos constitucionalistas. El que el PNV y EA hayan sido capaces de despertar esa emoción advierte sobre la especial naturaleza del vínculo entre el nacionalismo y la sociedad vasca. Su dinámica, sin embargo, advierte sobre sus límites.

En cuanto a lo primero, asistimos a una paradoja difícil de explicar en un contexto político distinto: los electores han premiado de forma desusada a los partidos cuya estrategia política última (en el tema fundamental que afecta a la politeia vasca) ha fracasado. La factura íntegra del fracaso la han pagado otros, concretamente EH, y sólo en una medida pequeña (la que marca su retroceso relativo) el conjunto de la oferta nacionalista. Pero ese retroceso no trae causa de pérdida de apoyo a estos partidos, sino de que ha sido mayor el nuevo apoyo concitado por los partidos constitucionalistas.

Interpretar el apoyo conseguido por la coalición ganadora como un endoso de la estrategia soberanista es, ciertamente, posible y hasta argumentable. También es, probablemente, equivocado. Sinceramente pienso que, en la construcción simbólica de la elección realizada por los votantes que han sido decisivos en el triunfo de la coalición PNV-EA, han pesado sobre todo dos factores. Primero, una consideración emocional e identitaria, asociada a la visión del PNV como el partido natural de los vascos y, por tanto, la mejor garantía frente al riesgo de desvasquización que evocaba el hipotético gobierno constitucionalista, desacreditado preventivamente como el gobierno Mayor Oreja. Segundo, un cálculo de utilidad/riesgo vinculado a la percepción de que ese eventual triunfo de los constitucionalistas aparejaría una intensificación de la acción de los terroristas, que pondrían al propio entramado institucional vasco en el punto de mira (algo que sólo muy excepcionalmente ha sucedido con los sucesivos gobiernos del PNV desde 1980).

Pero, interpretable en un sentido o en otro, lo cierto es que el triunfo del PNV-EA tiene límites, o, más bien, señala los límites menguantes del territorio nacionalista. Una vez más es preciso invocar la historia electoral para reclamar atención sobre el dato de que la menor tasa de penetración electoral relativa del nacionalismo en cualquier elección autonómica celebrada desde 1980 coincida con el episodio -de largo- de mayor participación electoral. El reequilibrio de los espacios nacionalista y no nacionalista adquiere una especial significación en el contexto de una elección probablemente irrepetible en cuanto a su nivel de participación.

CONCLUSIONES

Así las cosas, la interpretación del mandato de los ganadores debe tener en cuenta el doble mensaje que le mandan tanto el reparto de los votos dentro del campo nacionalista, como la intensidad de los apoyos recabados por el campo opuesto.

En el primero de los aspectos, cualquiera que hayan sido las motivaciones subjetivas del trasvase de electores, lo que es evidente es que transfieren un capital político importante de la causa de la violencia a la causa de la paz. En manos del PNV y EA está el hacer un uso de ese capital favorable a esa causa, lo que, en el cuadro actual, también quiere decir favorable a la consecución de ese mínimo status libertatis del que hoy no disfrutan buen número de representantes políticos, periodistas, intelectuales y otras gentes de buen vivir (habría que preguntarse si gozan siquiera del mínimo status civitatis).

Y esto nos lleva de la mano al segundo de los temas, el destino de utilidad política de la fuerza obtenida por los no ganadores (no quiero llamar perdedores a quienes, tanto desde el PP como desde el PSE, han puesto a contribución lo mejor de sí mismos en un empeño que trascendía los legítimos intereses de parte). Creo que de cuanto se ha escrito y hablado tras las elecciones, lo más grave ha sido el olvido en que muchos han caído de las circunstancias -excepcionales desde el punto de vista de cualquier democracia digna de tal nombre- en que los representantes de estos dos partidos de cualquier nivel y, por supuesto, sus candidatos a estas elecciones, se desenvuelven cotidianamente. La decepción que confesaba Mayor Oreja en su desgarradoramente franca comparecencia de la noche electoral la hemos compartido muchos que ni somos antinacionalistas, ni practicamos cualquier género de fundamentalismo, ni menos nos embarcamos en cruzadas del signo que sean. Pensamos simplemente que el derecho a defender ideas democráticas, sin que ello suponga un riesgo cierto de la vida y una pérdida segura de cualquier atisbo de calidad de la misma, es una conditio sine qua non en cualquier sociedad política civilizada.

Probablemente derivamos de esa creencia la idea de que habría una recompensa electoral distinta a quienes habían dado el paso al frente en esas condiciones. No fuimos capaces de anticipar la dimensión que podría llegar a tener la movilización reactiva del nacionalismo ni tampoco llegamos a calibrar la dificultad de atraer un voto moderado del espacio nacionalista una vez que se activara aquella movilización. Tal vez incluso confundimos los deseos de una reacción moral con la evidencia de raíces de otro tipo en la elécción política. Sencillamente, muchos electores a los que probablemente les repugna, en el plano moral, la condición que sufren los defensores del constitucionalismo, no trasladan esa actitud al campo del voto y han seguido votando al nacionalismo, disociando esas dos esferas y/o tratando de resolver esa disonancia de otro modo.

Así son las cosas. Pero aun en el campo político, la interpretación que del conjunto del resultado electoral (y no sólo de su propia fuerza electoral) deberían hacer los vencedores integraría su propia victoria con los mensajes que el descalabro de EH y el reforzamiento constitucionalista le están enviando. E incluso con lo que los propios electores han transmitido en las encuestas: que los objetivos importantes que el gobierno vasco debe abordar son la recomposición de la unidad de los demócratas, la lucha contra el terrorismo y la kale borroka, y la garantía de la vida y la seguridad de los vascos. En cambio, no parecen tan importantes a los ciudadanos otras cuestiones políticas, tales como impulsar la construcción nacional de Euskadi4.

Si Ibarretexe fuera capaz de esa lectura -tanto inteligente como generosa- de su victoria, las cosas podrían irse enderezando. Si no sabe, no puede, o no quiere encaminarse por ahí, cualquier pesimismo se mostrará una vez más como optimismo bien informado…

GRAFICO l

PARTICIPACIÓN ELECTORAL Y FUERZA DE LOS BLOQUES
EN LAS ELECCIONES AUTONÓMICAS Y GENERALES EN EL PAÍS VASCO

(en % sobre censo)

lqanshd1.jpg

Fuente: Ministerio del Interior, Gobierno Vasco y elaboración propia.

 

CUADRO 1

EVOLUCIÓN ELECTORAL 1998-2001
(datos en miles)

lqanshd2.jpg

*: incluye los votos de UA
Fuente: Ministerio del Interior. Gobierno Vnsco y elaboración propia. Los datos de 2001 no incluyen el cómputo de los votos remitidos por los residentes en el extranjero (CERA).

 

CUADRO 2

EVOLUCIÓN ELECTORAL AGREGADA 1998-2001
(datos en % sobree voto válido)

lqanshd3.jpg

*: incluye los votos de UA
Fuente: Gobierno Vasco y elaboración propia.

 

CUADRO 3

DISTRIBUCIÓN DEL VOTO EN FUNCIÓN DEL TAMAÑO DE POBLACIÓN
(Datos en % sobre vtito válido)

lqanshd4.jpg

Fuente: Gobierno Vasco y elaboración propia

NOTAS
1· A los efectos de este análisis, hemos considerado como nacionalistas al PNV, HA (desde 1986), EE (hasta su integración en el PSE) y HB/EH. Como no nacionalistas hemos considerado al PP (Coalición Popular hasta 1989), UCD, CDS, UA, PSE e IU-EB.
2· Fundación BBVA, Renta nacional de España y su distribución provincial. Año 1995 y avances 1996-1999, Fundación BBVA, Bilbao, 2000, pág. 44.
3· El dato de encuesta se refiere a la de DEMOSCOPIA para El País publicada el 7 de mayo de 2001, p. 18. Cír. Patxo Unzueta «Las razones de los perdedores », El País, 24 de mayo.
4· Encuesta de DEMOSCOPIA para El País, 7 de mayo de 2001, p.18.