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ESCRIBIR CON
LOS SOLITARIOS.
TRAS LAS
HUELLAS DE KIERKERGAARD Y NIETZSCHE
Mauro
Jiménez
(Colegio Santo Tomás de Villanueva. Valencia)
0. PRELIMINAR
La lectura como diálogo activo exige la
escritura, reclama su aparición. Durante muchísimo tiempo la filología ha
sabido aprovechar el venero inagotable de las fuentes textuales. La
hermenéutica, desde este punto de vista, sería la disciplina filológica por
excelencia dedicada a la lectura atenta, incluso como pedía Schleiermacher
con el objetivo de conocer el texto mejor que su mismo autor. La filosofía, que
como en tantas otras ocasiones aguarda en su atalaya para cubrir desde su saber
omnímodo los recovecos de lo humano y de lo mundano, dio el paso necesario para
transformar un saber cercano a lo histórico-museístico en un modo de vida.
La visión de la hermenéutica como
hecho constitutivo de la vida da el salto de lo textual a lo ontológico, de ahí
que la hermenéutica filosófica aproveche el caudal filológico y trate de
superarlo en aras de una hermenéutica ontológica. Lo positivo de esta
superación hermenéutica estriba precisamente en que adopta la forma de la
lógica dialéctica hegeliana: un movimiento de superación integrador. Este
interés por lo textual y su integración en un horizonte de mayor amplitud
provoca una convergencia entre la filología y la filosofía cuya relación
todavía está por estudiar con profundidad. En este ámbito de cosas, la
filosofía moderna supera la escolástica precisamente por la inclusión de lo
vital en el ejercicio de la interpretación. Montaigne,
Nietzsche, Dilthey, Ortega
y Gasset, Heidegger, y Gadamer, pero también Derrida,
son los referentes ineludibles de este diálogo entre la filología y la
filosofía. En el contexto de la filosofía cuyo instrumento de expresión es el
español no podemos precisamente sentirnos huérfanos a este respecto, porque el
magisterio de Ortega ha encontrado una magnifica sucesión en la escritura
lectora –tanto textual como ontológica– de Emilio Lledó,
José María Ripalda, Eugenio Trías y Ángel Gabilondo, cada uno en su respectivo registro y voz.
El ensayo de escritura filosófica que
sigue a estas líneas pretende continuar la senda de esta tradición para la que
pensar es no sólo interpretar la lectura, sino también introducir el texto en
el horizonte vital de su receptor para descubrir su posibilidad histórica.
Ortega conocía este modo de presentarse ante el mundo como actitud deportiva,
porque en él no hay nada paralizador, por el contrario con este actuar lo leído
busca enfrentarse con la vida como la mejor certeza convalidadora.
Nietzsche solía citar unas líneas de una carta de Goethe a Schiller para expresar
la necesidad de crecimiento vital como hecho constitutivo de una naturaleza
sana: «Uebrigens ist mir Alles verhasst,
was mich bloss belehrt, ohne meine Thätigkeit
zu vermehren, oder unmittelbar zu beleben.» Consecuente a este
propósito goethiano –tan querido tanto por Nietzsche
como por Ortega–, he rehuido en la escritura que sigue todo lo que pueda
parecer mera ‘instrucción’ dejando más bien a la lectura que creciera y se
animara hasta encontrar su plasmación en la escritura, mientras que el tono
varía en el enfrentamiento con Kierkergaard y Nietzsche porque cada interlocutor provoca una respuesta
diferente. El resultado de esta actividad es algo que, sin duda, ya pertenece
al diálogo con sus posibles lectores.
I. KIERKEGAARD
Querer no ver es tan peligroso como
querer ver demasiado. La afirmación contundente puede tener la misma
repercusión que la pregunta desde la sospecha, dos manchas sobre el muro de la
medianía: un límite que de forma implícita la costumbre ha venido a colocar en
nuestro modo de pensar. Pero ¿a quién se engaña con esos límites?, ¿acaso no se
dijo ya que todo respondía a un escondido y voluntarioso deseo de albergar el
poder aunque para ello hiciera falta invertir nuestro mundo? Kierkegaard demuestra por reducción al absurdo la miseria
de los que trampean con la doctrina para engrandecer su opulencia con palabras
opuestas. Porque molesta tanto la negación desenmascaradora
como la afirmación que da el gran salto y apuesta por lo infinito. No son los
extremos los que crean inseguridad; en el extremo también puede existir el
equilibrio, en el extremo no falta el cálculo, en el extremo, precisamente, se
mantiene una postura exacerbada y no hay corrientes por las que dejarse llevar.
La inseguridad la crea la vulnerabilidad de lo descubierto, como cuando el
timbre delata el arma bajo el detector de metales, y del semblante falsamente
tranquilo se precipita el miedo y el nerviosismo. Pero hay asuntos sobre los
que no alcanza detector de metales alguno, armas que no necesariamente son
pistolas, y enemigos del sujeto y de la sociedad que públicamente no son
terroristas —hay terroristas de estado como hay vulgo que sabe latín según
decía Feyjoo—.
Pero es tan dura la soledad de quién
se enfrenta a lo transmitido. Su descubrimiento será objeto de risas y de
bromas. No importa tan siquiera el hallazgo, porque si tuviéramos que realizar
una crítica del pensamiento actual a propósito de Kierkegaard
deberíamos decir que lo único trascendental es la apariencia, que lo único
común, eso sí, tras la captación de lo sensible, es no precisamente el hecho de
la intuición aparente, sino el deseo de aparentar. Miro en derredor cuando
camino, quizá haya alguien que no desee aparentar, que se muestre tal como es,
probablemente sea ese mendigo que se ha visto arrojado a la calle para arañar
unas monedas en nuestro bolsillo. Acaso convendremos ahora con Marx que es la razón económica la verdadera estructura del
hombre, de manera que la apariencia se ve desgarrada ante la carestía de
valores crematísticos.
Pero
hoy, ¿de qué nos puede servir la lectura de Kierkegaard?
Salvo la voluntad de convertirlo todo en más difícil, salvo la continua
pregunta por el sentido, salvo el vivir los días en la herida de la existencia
sin tratar de cubrirse con el envilecimiento de la sociedad que le rodea,
¿vamos a abrazar el fundamentalismo? ¿hemos llegado al punto de que no queda
otra salida al tinglado que hemos ido
construyendo desde la modernidad que la de escapar por la escotilla del
irracionalismo? Lo triste es que quizá no quepa otra salida más que la negación
—Adorno en Kierkegaard—. Si el cojo danés tiraba
piedras contra la acorazada apisonadora absolutista de Hegel,
también hoy deberíamos lanzar nuestros dardos hacia todo lo que no hace más que
negar la estructura básica del individuo y lo convierte en mercancía, en
muñeco, en objeto paciente paradójicamente telespectador del envilecimiento
creciente del que participa orgulloso. Salvamos de Kierkegaard
entonces ese espíritu de ir a la contra.
Pero, aun así, repele el fundamentalismo que se halla tras su vida. Kierkegaard establece en su escritura una «razón» distinta
de la razón especulativa, de la razón práctica y de la razón instrumental; su
razón es propia de una voluntad anti-racionalista
fruto de la propia naturaleza de lo sentido y de la imposibilidad de expresarlo
directamente mediante el lenguaje. El humor, la ironía, expresiones oblicuas
como las de elegir pseudónimos son modos de evocar o referir el Absoluto o Dios
mediante un juego de espejos que aceptan de entrada la imposibilidad de su
cometido. El esquema lógico que impera en el mundo no está en consonancia con
las líneas mayores de la fe. El drama de Abraham es el de superar la barrera de
la ética para lanzarse a la aceptación de un mandato divino que por lo demás,
carecía de certidumbre apelativa y cuya asunción implicaba no ya sólo la fe,
sino también una negación del mundo fenoménico en virtud de un más allá creído.
La lógica de lo alógico de Kierkegaard
trata de derribar la racionalización hegeliana de lo totalmente otro. Tras
haberle leído, escuchamos como eco: ‘La verdad es el cristianismo. El hombre
tiene el lenguaje para comunicarse. Pero el lenguaje engaña, es mentiroso. Sólo
la vida, la existencia del individuo comunica. Luego sólo mediante la
existencia se puede ser cristiano’.
El sistema hegeliano edulcoraba y
diluía el rigor existencialista que Kierkegaard
hallaba en el cristianismo. La especulación hegeliana actuaba como
racionalización secular de la revelación y por ello abarataba el precio de ser
cristiano. La dificultad es algo inherente a la voluntad del decir sí a
Jesucristo. La secularización es una adaptación de la palabra a la sociedad —en
nuestros días ahí están las últimas páginas de Gianni
Vattimo para comprobarlo—, cuando para Kierkegaard es el individuo —y no ya la sociedad pues de
ser ésta estaríamos en el estadio ético— quien ha de modelar su existencia al
dictado de la fe, así Abraham... Lo totalmente otro que aceptando el salto de
la fe puede explicar y fundamentar el mundo no permite ser transcrito
o traducido a la especulación filosófica. O se da el salto o no se da. El salto
existencial cristiano radica en aceptar lo inexpresable a costa de lo
referible, amar el infinito teniendo los pies en la finitud. La aceptación de
Dios no puede racionalizarse, sólo puede vivirse, no admite estructuras
lógicas, quizá sólo fácticas, vitales. El cristianismo propuesto por Kierkegaard se ha aceptado como existencialismo porque
sitúa al individuo en la soledad del abismo. El salto es existencialmente
individual. Kierkegaard llega a Dios por el camino de
la fe absoluta y no de la razón absoluta. El desgraciado, el pecador alcanza la
verdad o al menos prepara su camino o anuncio.
Trazo
una recta que pasa por dos puntos y entiendo su forma, pretendo comprender y
saber el entender, pero cómo soy capaz de aceptar lo no explicable, aunque al
yacer en mi interior sea tan verdad como una estructura lógica. Kierkegaard asume el cristianismo absoluto, aquél que se
explica por la vida y no por la doctrina racionalizada precisamente por lo que
tiene de absurdo. Su credo quia absurdum es un grito
contra la sociedad en la que vive, a la vez que con la fe encuentra asidero un
sujeto rechazado y marginado. Por todo ello, Kierkegaard
hace feo lo embellecido y rebajado por la sociedad, refuta la secularización
como proceso de falsificación. La secularización es para él lo que la compasión
para Nietzsche. El individuo tiene una morbosa
tendencia a la nadería, a la vaporosidad de lo
inmóvil, a la nada que no implique sufrimiento. Pero Kierkegaard
lucha contra la levedad del espíritu muelle y propone una existencia
descarnada.
Paradójicamente,
el vitalismo existencialista de Kierkegaard radica de
la autonegación en la afirmación de lo absolutamente
otro. El filósofo danés salva la crítica al cristianismo como consuelo y
compasión al mostrar una actitud de desafío. No es cómodo permanecer recluido y
burlado y persistir en un modo de vida que navega a contracorriente. Su
cristianismo es un requerimiento, un desafío, una lucha por aceptar a Dios y su
verdad en toda su radicalidad. La transformación del mundo revelada en la
existencia de Jesús, tan cercana a la marxista, no puede conjugarse con un
espíritu adormecido y laxo, porque el estadio religioso no puede convivir en su
total expresión con el ético, no puede conjugarse la renuncia con la ganancia,
si la renuncia es el rechazo de lo finito la recompensa habrá de ser la
incertidumbre de la fe y no el botín del mundo.
Sucede
que si en la antigüedad la posibilidad de conocimiento, la fe en el
conocimiento mismo, era una consecución propia de toda una vida de denodada
inquisición en la duda que después Descartes se encargaría de elevar a método
de razonamiento personal, sucede, decía, que si el conocimiento era el fruto de
una vida de lucha por conquistar la fe, en la época en la que Kierkegaard escribe se da por hecho el tramo de mayor
envergadura y de mayor dificultad personal: el de la duda, pues si ésta es
planteada con firmeza trastoca los cimientos del sentido de la vida misma, de
ahí que Kierkegaard no dejará de proclamarse, como
Descartes, un hombre que sigue una senda totalmente personal alejada de las
grandes autopistas que vendrían a ser las construcciones filosóficas con
voluntad de sistema. De modo que, salvando el camino de la inquisición
dubitativa, el hombre moderno trata de ir más allá tras una fulgurante asunción
de la fe. Pero es el caso que Kierkegaard huye de esa
asunción impersonal que se hace de la fe al comulgar con un sistema determinado
—y aquí no es difícil descubrir que la flecha se dirige sobre todo hacia Hegel—. Cuando suceden acciones relativas a un movimiento
impulsado por la fe nos hallamos ante el absurdo. La fe promueve una suspensión
teleológica de lo ético, porque el deber, entonces, pasa a ser el mandato
divino que ha de actualizarse mediante la prueba del particular haciendo caso
omiso de lo ético que ahora es visto como tentación. Claro que habría que tener
muy en cuenta que la paradoja entre lo ético y lo divino sucede cuando ambos
puntos de vista están disociados, así, por ejemplo, no existía paradoja en los
héroes trágicos del mundo clásico, mas sí que existe ésta en la época moderna donde
la religiosidad sólo es vivida en la intimidad bajo la capa de la tolerancia
liberal. Pero no ha de extrañarnos que esta relación entre lo ético laico y la
fe religiosa traiga no pocos problemas, y de ello algo vemos en nuestros días
con el creciente multiculturalismo.
Es,
precisamente, la voluntad antisistemática del
pensador danés y su intención de no ser considerado un filósofo, sino más bien
un escritor diletante, una de las causas por las que Kierkegaard,
a pesar de su agónico ascetismo vital, resulta sumamente atractivo; siendo por
ello, además, uno de los fundadores de todo ese pensamiento moderno que fluctúa
en su forma ensayística en una maleabilidad que escapa de las cribas del positivismo o del sistema. Su prosa actúa como
índice de su vivencia.
La angustia aparece en la inocencia
del ser. La inocencia para Kierkegaard es ignorancia,
no discernimiento ni del bien ni del mal, un estado de laxa preocupación en
donde se genera la angustia, pero y qué del desencanto, del desengaño, del
desvelamiento, todos ellos —referidos también en el sentido de pérdida de la
inocencia y por ello toma de conciencia— generan angustia ante el abismo en el
que se instala la existencia. Pero sobre esto sólo hay silencio en la obra de Kierkegaard. El sujeto al estar ajeno a las vicisitudes
entre el bien y el mal, según el danés, halla la angustia. Entonces, el
espíritu, que es el tercer elemento que une el ámbito psicológico y el
corporal, se encuentra más agazapado y avizora la nada en ausencia de bien y
mal. Pero también la libertad genera angustia porque nos sitúa de nuevo ante el
misterio de la existencia al darnos conciencia de nuestra vida en nuestras
acciones.
Kierkegaard, en definitiva, quisiera que le viéramos tras sus libros como uno de
esos caballeros del espíritu de los que habla tan apasionadamente. Los
caballeros del infinito, los hombres entregados a la fe experimentan la verdad
de la existencia y ello al precio del temor y del temblor, de la miseria y de
la angustia. Aquel que por la fe en su existencia individual niega lo general
ético recibe, en consecuencia, el rechazo de la gente que le rodea. Hoy hace
falta un blindaje especial para sobrevivir a la corriente de lo absoluto creado
alrededor de una democracia totalitaria fundamentada en la loca espiral de lo tecno-económico. Pero qué se gana si huyendo de lo
mecánico-publicitario nos vemos aherrojados a un totalitarismo todavía mayor.
La lección de Kierkegaard debiera ser la soledad de la náusea y la existencia
tenuemente sostenida en el difícil juego de la ironía... mas ¿quién va a querer
ser hoy día un caballero del infinito?
II. NIETZSCHE
La vida era un sueño que se tornaba
por momentos pesadilla mientras cerrábamos los ojos a la vez que asíamos con
fuerza la mano que nos daba seguridad. Pero el trueno es imprevisto y sacude
con violencia; su verdad tiene la triste certeza de la ironía y la orgullosa
configuración de un sofisma que pretende aplicar la certidumbre a la mentira
del compacto silogismo lógico. Por las grandes avenidas de la inteligencia se
adormecen en los bancos las inveteradas figuras de la filosofía, no son más que
estultas estatuas merced a las cuales poder
clasificar el mundo de un modo recto y burgués. Un jardín inglés semeja su
pensamiento y el adagio de que el mundo está bien hecho encuentra su sentido
cuando hacen una copia de la realidad en sus respectivos modelos de mundo. La
fe que concedemos a la verdad tradicional es tan extrañamente tenue que nos
tiene aterida el alma, pero su frío nos da paradójicamente el calor de la
costumbre, y por eso seguimos caminando por los senderos trillados. Sólo el
relámpago que acompaña al trueno ilumina nuevos caminos en la noche sin fin.
Ese individuo que camina a la contra de la muchedumbre por la calle principal
está buscando los vericuetos de las callejuelas poco transitadas. No abandona
la lucha de la vida porque ha vivido precisamente la mentira que representa la
común verdad. No es un resentido que busca sin más un cómodo lugar desde el que
lanzar la hiel de su ironía como si fuera la transcripción de su imposibilidad
de triunfo. Sus pasos, sin embargo, tienen el eco de quien ha caminado mucho,
de quien ha ido madurando su pensamiento en el pasear mesurado. Nadie que se
cruzara con el paseante podría adivinar la ferocidad de las ideas que bullen en
su mente. ¿Acaso podemos no creer nosotros que albergaríamos la misma inquina
si nos transmitiera esa su verdad? Porque ya no existe verdad sólo perspectiva.
Habito
una ciudad sin nombre y sin ley. Decapitaron al rey y a sus jueces, sólo nos
queda la palabra y su facultad de embaucar. Pero ahora tenemos la seguridad de
su límite, que es el nuestro. Me hablaron de un caminante converso, de alguien
que incluso transitó por las curvas de los signos y se remontó a la altiva aristocracia
de lo helénico. Se paseó por los salones de la filología griega, dicen. Mas
acabo de flâneur
de la filosofía, porque descubrió la mascara de la palabra, que era una verdad
convenida que oculta transmite el veneno de una verdad inyectada de una
suculenta voluntad de poder. Habito su reino, los despojos de una realidad que
no es ni el campo geométrico anterior a su aparición, ni el campo de batalla
que él hubiera gustado legar. Pero tampoco acepto su verdad porque la estimo
cercenada. Cabe entender la violencia, la necesaria virulencia de un decir que
busca la similitud del trueno, que quiere, como el martillo, filosofar con decisión, porque las máscaras
de la verdad son numerosas y hay que descubrirlas espantándolas.
No
puedo decir que el paseo haya sido abandonado por los viandantes, ni tan
siquiera que no hayan abandonado sus extrañas verdades. Es posible que incluso
hayan acentuado su desidia por la vida y consigan vender sus minutos forzados
por el pago de una hipoteca que no tiene fin. Son los transmundanos.
No
hay verdad absoluta y la misma ciencia cae en contradicción cuando habla desde
la certeza de su cientificismo, porque no se puede criticar la paradoja
esgrimiendo el principio de no contradicción como si fuera un crucifijo para
defenderse del mismísimo diablo, si luego resulta que están a horcajadas de lo
negado y de lo positivo. Quien niega la verdad absoluta no puede pretender
fundar su verdad desde la infalibilidad. Acaso queda la verdad que se impone,
como siempre ha sucedido, pero ahora al descubierto, porque la voluntad de
verdad finaliza cristalizando hasta el punto de hacer transparente sus métodos
nada puros. Algo de esto nos dejó el paseante tras su marcha.
La
ciudad está desierta en su esplendorosa saciedad. Si queda espacio, algún
resquicio que decorar con la hedionda idiocia de la banalidad, allí se arroja
el producto animalizador, luego viene el hombre que
se ha tornado animal a deborarlo. La estulticia
estriba en la no conciencia de la realidad, del ser, pero encarar la pregunta
es tan atrevido que acometerla supone auparse al mismo filo del abismo. Pero no
hay verdad y la fe misma ha quedado hundida necesariamente. De resucitar la fe
tiene que nacer de la propia interioridad del hombre individual, ya no cabe
esperar el abrazo fraternal que medie con dios. No hay tampoco verdad en el
relativismo y a ello, sin embargo, nos empujó el paseante de Röcken.
Después
de haber leído a Nietzsche, después de que su figura
haya recorrido de un modo fantasmal las galerías de nuestro jardín interior,
crece un desierto inevitablemente. Hay una voz que retumba en el fondo, pero
estamos solos. La realidad es un yo absoluto que aplasta la otredad
con el peso de su vida.
Ahora
nadie puede afirmar con seguridad un más allá, es ineludible explorar lo
superficial. Y quizá haya sido ésta una verdad de la que haya que estar en buen
grado agradecido al paseante de Röcken. ¿Pero en qué
medida nos conviene ser particularmente seguidistas a
un nuevo dogma? Después de haber leído a Nietzsche
cabe una filosofía más sospechosa, menos inocente. Un pensar inquieto que no se
conforma con lo dado, sino que auspicia sospechas allí donde la mente común
inserta lo tradicional, y da como verdadero lo recibido. Pero concretemos, por
ejemplo, en el caso de la religión, ¿no será una particular lectura de la misma
la que realiza Nietzsche? Alabanzas merece su
desenmascaramiento de dogmas como transcripción de una voluntad de poder
disfrazada de verdad. Mas también la religión admite otras lecturas, y me
resisto a admitir la extremosa realidad de un ser en exceso cruel, exento de
caridad. Después de Nietzsche cabe otra lectura de lo
sagrado que sin olvidar los atributos espirituales de lo humano no por ello
caiga en la debilidad; y es que ¿no cercenamos al ser del ente humano
privándole de sus más íntimas esperanzas? Claro que podríamos por ello ser
rápidamente criticados por el filosofar a martillazos de débiles y místicos.
Estimo que no dejo sin embargo por ello de ser un nietzscheano, en el sentido
claro está no dogmático de la expresión. El ser nietzscheano es un ser asesino
que impone dominio proclamando verdad en los recovecos más voraces del hombre y
anulando, por tanto, el polo amable y fraterno bajo el supuesto de decadencia y
enfermedad. Pero, ¿cómo aceptar de raíz tal polaridad, tal concepción sesgada
del ser? Ciertamente con el superhombre Nietzsche
pretende una superación del hombre hacia el camino de la aniquilación de la
existencia débil mediante una afirmativa voluntad de poder. Domeñar el ser o,
más bien, configurarlo de nuevo, no supone en sí más que de entrada una utopía,
y, en el fondo, un nuevo absolutismo, porque la voluntad de poder nietzscheana
que nace de una simpatía escéptica se torna dogmática en última instancia. No
cabe, en puridad, como solución el aniquilamiento del enfermo, y sí su sanación, su toma de conciencia vital, pues ¿en qué medida
cabe hablar del ser si se rechaza de raíz cuestiones inherentes a su esencia?
Pero
si no es doctrina de lo que interesa reflexionar, sino de escribir sobre ese
inquietante poso que queda tras la lectura del pensamiento intempestivo, asoma
entonces la desnudez de la soledad de un yo que advierte planteadas las grandes
preguntas sin ningún recato dogmático. Y la expresión que nace libre, porque
ahora ya está justificada la escritura libre, fragmentaria: tras Nietzsche, después de habérsele encarado, la escritura nace
incluso aforística y juega con la mimesis, esto es, no se espanta de la
posibilidad de la expresión ficcional si de lo que se
trata es en definitiva de sacar a la luz la pretendida libertad de un sujeto
que quiere afirmar su yo. Nietzsche, sin embargo, se
opondría al pensamiento de ese neue Denken dialógico, porque su
voluntad de poder no admite más verdad que la que impone la fuerza persuasiva
de las palabras enunciadas por un yo que se torna absoluto objetivando el mundo
—las cosas y las personas—. Quizá podemos decir con Adorno que es el ensayo, el
fragmento, el lugar del pensamiento que quiere escapar del cedazo del
positivismo, porque su estructura de no-estructura, su total libertad responde
a un pensamiento que opera desde la negación de lo dado como verdadero, con la
ilusión de que aún es posible buscar los caminos de la utopía aunque sea en
principio desde la peligrosa inocencia de la escritura.
¿Acaso
no es posible una moral que no implique una idea de la divinidad? Neguemos a
dios, ¿entonces no hay moral? Si toda moral, si todo comportamiento ético
respetuoso con cierto valores que no se atengan a la mera individualidad fijan
su mirada en la creencia de una razón extraterrena, entonces diríamos con Nietzsche que no cabe moral alguna. Pero es tan absurdo ser
especialmente ciego con la verdad que habita en nuestro interior. Sigo
recorriendo cabizbajo la calles de esa ciudad atestada por gentes sin
conciencia, y ello no me lleva a odiarles, ni a intentar su aniquilamiento.
Quisiera, sin embargo, que si de existir la razón absoluta ésta se les mostrara
con la actuación humana a lo largo de la historia, pero es difícil buscar una
moneda de oro entre tanta vileza; quede, pues, la ilusión de la esperanza. Y la
pregunta del sentido no puede abstraerse a la misma verdad del hecho del
cuestionamiento, ¿cabe mayor sentido que el hecho de atisbar el sin sentido,
que el hecho de mi búsqueda denodada de sentido, que mi constante empeño de
derribar el absurdo? No es solución cercenar el ser, porque el ser precisamente
es susceptible de evolución: hay que hacer conscientes a los sujetos mundanos
de su propia individualidad y de ésta en relación con el resto de individuos
que conforman el mundo. Ni idealismo absoluto, ni su traducción positivista
científica. Caído el dios del terror y del dominio, resta el dios de nuestra
verdad interior, una verdad que no encuentra su certidumbre en la violencia.
Dado fue el ser del ente, pero ya antes se encontraba configurada la realidad
del mundo, ¿cabe entonces como solución la negación de aquél y la totalidad
afirmación de éste? La moral que viene dada por una instancia ultraterrena
puede ser objeto de nuestra sospecha, pero ¿no lo es más aún aquella que
reniega de la verdad del otro que le otorga la existencia? Si lícito fue la
plena afirmación de la vida en un momento dado como respuesta a una excesiva
imposición del todo, salvadas las diferencias no puede continuar presentándose
como solución una vida en sentido eminentemente solipsista.
Cabe sobre esta nueva ética que respeta la alteridad fundar una filosofía que
no proponga como respuesta la violencia del dominio, sino la comprensión del
ser y su concienciación. Por otra parte, este después de leer a Nietzsche no le niega, sino que le supera, trata de
realizar una lectura positiva, y por ello no queda fuera de estas líneas el
mismo perspectivismo nietzscheano. Sólo que resulta
un tanto equívoco afirmar la negación de la verdad absoluta, del en sí, de la razón pura, del objetivismo
cientificista, si luego se afirma una voluntad que pretende imponerse mediante
su poder vitalista. Es necesario un perspectivismo
coherente que desde la multiplicidad subjetiva construya una respuesta global
que no atienda a intereses particulares, de lo contrario el perspectivismo
anunciado no sería más que un brindis al sol.
Libertad
y ausencia de cadenas, estructuras abiertas y desenmascaramiento de interesadas
construcciones de sentido, pero no una individualidad exacerbada y violenta en
su poder como solución. De un óptimo vitalismo es la comprensión y la
concienciación del ser en el ámbito de la vida general, que la violencia y la cercenación de los aspectos más estrictamente humanos
alejados de una falsa suplantación de debilidad. Después de Nietzsche
digamos sí desde una comprensiva visión del otro.
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