REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LITERATURA Y MODA: LA INDUMENTARIA FEMENINA A TRAVÉS DE LA NOVELA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX
María Ángeles Gutiérrez García
(Universidad de Murcia)


§         INTRODUCCIÓN.

§         CAPÍTULO I. PRECEDENTES HASTA EL SIGLO XIX.

I.1. EL VESTIDO EN LOS TEXTOS ANTIGUOS.

I.2. LA EDAD MEDIA.

I.3. LA MODA A TRAVÉS DE LA LITERATURA DEL RENACIMIENTO.

I.4. EL SEISCIENTOS.

I.5. EL SIGLO XVIII.

§         CAPÍTULO II. EL REFLEJO DE LA MODA EN LA NARRATIVA ESPAÑOLA DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX.

II.1. ROMANTICISMO VERSUS COSTUMBRISMO.

II.2. EL ROMANTICISMO.

II.3. EL COSTUMBRISMO.

§         CAPÍTULO III. REALISMO Y NATURALISMO: LA NOVELA COMO DOCUMENTO PARA EL ESTUDIO DE LA MODA FEMENINA DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX.

III.1. INTRODUCCIÓN.

III.2. EL MUNDO BURGUÉS Y LA MODA.

III.3. LA NARRATIVA FINISECULAR: DECADENTISMO Y MODERNISMO.

III.4. MODAS Y ECOS BURGUESES EN LAS CLASES POPULARES.

III.5. OTROS ESTEREOTIPOS.

§         GLOSARIO

§         BIBLIOGRAFÍA



LITERATURA Y MODA: LA INDUMENTARIA FEMENINA A TRAVÉS DE LA NOVELA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX

 

 

INTRODUCCIÓN

El término “moda”[1], su concepto y significado, es un sugestivo fenómeno que desde la antigüedad aparece en la literatura, que en sí constituye una importante fuente documental, un punto de referencia indiscutible desde la “Biblia”, “La Odisea”, la “Geografía” de Estrabón, los “Cantares de Gesta”, hasta la narrativa contemporánea. Todo ello nos ofrece un muestrario completo de cómo se vestían los hombres en determinados momentos históricos. Una amplia recopilación de elementos suntuarios y de gala, vestimentas y fórmulas decorativas en torno al adorno personal, trascienden  al historiador y estudioso que accede así a una base de datos imprescindible.

Fue precisamente en el s. XIX cuando los artistas, especialmente los pintores, realizaron intensos estudios acerca de todas las fórmulas de atrezzo, entre ellas el vestido, que convenían, según el periodo histórico, a determinados argumentos compositivos. Los resultados fueron enjoyadas escenas historicistas que resolvieron con ampuloso prurito arqueológico la reconstrucción del pasado; para ello también se sirvieron de la literatura, y desde ella se iniciaría un nuevo concepto de “historia” como reflexión y exaltación y, aparte de diferentes lecturas estéticas, como reflejo de un modus vivendi ya que la reconstrucción del tiempo histórico también se manifestaría a través de modelos específicos de ambientación.[2]

      La boga del teatro romántico y, sobre todo, de la pintura de historia infundió en nuestros pintores y artistas el estímulo suficiente para documentarse sobre ciertas costumbres suntuarias y adquirir noticias referentes a personajes históricos; documentación que desde finales del siglo XVIII contaba con obras tan importantes como la ”Historia Universal” de Mr.  Anquetil, las “Memorias de las Reynas Cathólicas” del Padre Florez, o las aportaciones gráficas de Carderera o Poleró.[3]

Los antiguos villancicos, jarchas, romances…, ofrecen un muestrario diverso de fórmulas y usos en los aditamentos y ropajes como acercamiento a una realidad concreta y cotidiana. Fue en el siglo pasado cuando los pintores, sobre todo, estudiaron todos aquellos resortes que servían para enriquecer y referenciar el espacio y el tiempo de cualquier discurso histórico a través de una pintura o una escenografía; todo ello constituía un eslabón más en la reconstrucción de la Historia.

Las fuentes literarias aportaron una prolija documentación para evocar el pasado, no hay que olvidar, por ejemplo, el importante papel de la literatura del Siglo de Oro en el teatro romántico. La literatura española del siglo XIX desarrolló un concepto de historia vinculado a los ideales del Romanticismo  basados en la coherencia de valores expresados a través de esa “cotidianeidad” aprendida y estudiada, y que se materializó en aspectos descriptivos y concretos de ambientación.

Desde el Iluminismo, las corrientes clasicistas y prerrománticas apostaron por un determinado modelo estético configurado a través de las Poéticas de “lo pintoresco” y de “lo sublime” aunque ambas tendencias adoptarían posturas diferentes con respecto a la Historia; Winckelmann y Lodoli establecen rígidos y condenatorios principios, pero el Romanticismo histórico ya desarrollado, precisamente en el primer tercio del XIX, viene a reforzar el sentimiento de lo concreto, de la historia más enraizada y cercana al hombre.[4]

 

CAPÍTULO I. PRECEDENTES HASTA EL SIGLO XIX

 

I.1. EL VESTIDO EN LOS TEXTOS ANTIGUOS

 

La literatura antigua revela la importancia y el valor simbólicos del vestido. Los textos sagrados (La Biblia) y los poemas épicos (La Ilíada y La Odisea) marcan hitos en la configuración y valoración del traje como expresión y emblema no sólo del aspecto, fisonomía o status de los personajes y protagonistas sino de su calidad moral, su configuración externa, sus sentimientos o su religiosidad.

Al hacer un somero recorrido por el contenido de “La Iliada” y, sobre todo, de “La Odisea”, se advierten las siguientes consideraciones:                

El vestido es unas veces considerado como elemento de ofrenda a los dioses; expresivo es el ofrecimiento realizado por Hécuba, madre de París, a Atenea para que ésta se apiade de Ilión. Para ello, la madre del héroe troyano ofrece a la diosa un peplos de lujosa confección:

 “Después entró en su perfumada cámara nupcial, donde poseía peplos varios y pintados, obras de las mujeres sidonenses que el divino Alejandro llevó consigo de Sidón cuando condujo por el alto mar a Helena, la descendiente del divino padre. Y Hécuba tomó uno, el más hermoso, el más variado y el mayor…”[5].

Al vestido le corresponderán ciertas facultades, como la de deificar a los humanos. En “La Odisea se advierte el poder transformador del vestido que vincula directamente al hombre con los dioses. En el Canto III, Telémaco, hijo de Odiseo, desembarca en tierra de Néstor ayudado por la diosa  Atenea. El anfitrión acogerá al hijo del héroe errante, pero antes de iniciar la búsqueda de su padre, Telémaco es dispensado por Policasta, una de las hijas de Néstor, que después “…que lo hubo lavado y ungido con pingüe aceite, vistióle un hermoso manto y una túnica y Telémaco salió del baño con el cuerpo parecido al de los inmortales…”[6]

Constituye al mismo tiempo una ejemplar visualización de la importancia de todas aquellas labores relacionadas con el bordado y tejeduría de paños vinculados a la hija de Zeus, Atenea. Al entrar  Ulises en el palacio de Alcínoo, se narra la fabricación de lienzos por parte de las mujeres, arte inspirado por Atenea que “… les ha concedido que sepan hacer bellísimas labores y posean excelente ingenio…” [7]

Paradigmáticas son las labores de Penélope, expresión de la fidelidad materializada a través del tapiz que teje y desteje sistemáticamente, y de otras mujeres como Circe que labra “…una tela grande, divinal y tan fina, elegante y espléndida como son las labores de las diosas…”[8], o Helena, esposa de Menelao, que regalaría un recamado peplo a Telémaco  (Canto XV, p.285).   

También se alude a la propia forma de los vestidos, a sus características visuales: “…Telémaco se sentó en la cama, desnudose la delicada túnica y diósela en las manos a la prudente anciana y después de componer los pliegues la colgó de un clavo…” o a veces se destacan valores táctiles y texturas diversas“… y ella se puso amplia vestidura fina y hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro, veló su cabeza…”.[9] En ocasiones se plasma el quehacer cotidiano y la vida doméstica centrada en la figura de la mujer, tanto reinas como siervas, a través de las labores de hilado y tejido, como la escena en la que Nausíca acude a casa de sus padres y halla a su madre junto al fuego hilando lana de color púrpura (Canto VI. Llegada de Odiseo al país de los feacios).

El vestido expresa además la bonanza en las relaciones de hospitalidad “Odiseo: …y me dejaron en Ítaca habiéndome dado espléndidos presentes (bronce, oro en abundancia, vestiduras tejidas)…”.[10] La historia del traje reseña como prendas fundamentales de la cultura griega el peplos, chitón, himatión, tejidos en lana y fibras vegetales (lino preferentemente) teñidos de vistosos colores o en tonalidad natural de la materia. La policromía y un gran sentido narrativo y decorativo se advierten en algunos pasajes de “La Ilíada”, donde Helena teje una doble tela que narra “…las batallas que los troyanos domadores de caballos y los aqueos revestidos de bronce sostuvieron a causa de ella por mano de Ares…”[11] y Andrómaca, un paño adornado de flores para Héctor (raps.XXII).

A través de la estatuaria, la cerámica y la evocación literaria, sobre todo en las dos gestas del siglo VIII, aunque también podrían incluirse piezas de gran interés como la “Lisístrata” de Aristófanes o“Ion” de Eurípides, trasciende a lo largo de la historia una de las manifestaciones estéticas más influyentes en sucesivas etapas artísticas; el vestido griego que sintetiza elementos cretenses, de Asia Menor (Jonia) y de la propia península (aqueos), expresará el ideal de equilibrio y sentido práctico que heredarán sucesivamente otras culturas.

Para algunos pueblos semitas la palabra revelada a través de las Sagradas Escrituras constituye un corpus a través del cual se fundamenta la vida espiritual y los asuntos cotidianos. La primera referencia al vestido se refleja en el Génesis “…Yahveh Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió…” (Gén. 3, 21-22 ).

He querido aquí exponer la evocación o relación de elementos suntuarios relacionados con el traje bajo dos conceptos distintos; por una parte el sentido simbólico expresado a través de los ornamentos y vestimentas sacerdotales, y por otra, la función del vestido en determinadas acciones de trascendental importancia.

 “…harás las vestiduras siguientes: un pectoral, un efod, un manto, una túnica bordada, una tíara y una faja; harás, pues a tu hermano Aarón y a sus hijos para que ejerzan mi sacerdocio. Tomarán para ello oro, púrpura, violeta y escarlata, carmesí y lino fino…” (Éxodo 28, 4-5) 

La funcionalidad religiosa de estas ropas  entronca y se relaciona con las culturas egipcia y mesopotámica en las cuales el ritual religioso conllevaba unas precisas normas en el vestir. Entronca todo el Pentatéuco con otros códigos del Oriente antiguo donde se produce una íntima fusión entre lo sagrado y lo profano[12] :

“…el pectoral será cuadrado y doble, de un palmo de ancho y otro de largo. Lo llenarás de pedrería, poniendo cuatro filas de piedras; en la primera fila, un sardio, un topacio y una esmeralda; en la segunda, un zafiro, un rubí y un diamante; en la tercera, un ópalo, una ágata y una amatista ; en la cuarta, un crisólito, un ónice y un jaspe; todas ellas engastadas en oro. Las piedras corresponderán a los hijos de Israel…” (Éxodo 28, 16-21)

Constituye el Pentateuco el código por excelencia del pueblo judío, el canon que establece las relaciones entre Dios y el hombre, el precepto no sólo en materia espiritual sino también cotidiana: uso de determinadas prendas, la observancia de específicas reglas para la utilización de adornos…, como por ejemplo, el precepto para el pueblo de adornar con flecos sus vestimentas. 

“…Yahveh dijo a Moisés: habla a los hijos de Israel y diles que ellos y sus descendientes se hagan flecos en los bordes de sus vestidos y pongan en el fleco un hilo de púrpura violeta. Tenderéis, pues, flecos para que cuando los veáis os acordéis de todos los preceptos de Yaveh…” (Números 15, 37-42).

Nuevamente nos encontramos con un párrafo imbuido de simbología y profundo significado religioso. El distintivo de estos adornos tiene un sentido meramente religioso y una impronta de distinción con respecto a otras gentes o pueblos. De cualquier forma, el uso de flecos en el vestido es una característica afín a determinadas culturas de Mesopotamia donde, por ejemplo, el kaunakés era una prenda tejida que simulaba la disposición en mechones de las pieles[13]. Tallas escultóricas como la que representa a Asurbanipal II nos ofrece una imagen completa del ropaje de aquellos grupos elitistas donde la guarnición de flecos constituye un importante elemento decorativo.

El libro de Judith constituye en sí una fuente sugestiva y hermosa que muestra la victoria del pueblo elegido contra el enemigo, en este caso el ejército de Holofernes. Tras ser sitiados en Betulia emerge la figura de la heroína, prefiguración de María, hermosa “…porque este atavío no se inspiraba en la sensualidad sino en el valor…” (Vulgata 15, 4-5) y piadosa mujer, viuda de Manasés que vence el mal, asesinando al opresor por la causa de Dios.

Uno de los pasajes más sugestivos relata los preparativos suntuarios al ir a enfrentarse al general enemigo. Tras sus oraciones, se despoja de sus vestidos de viuda  “…se bañó toda, se ungió con perfumes exquisitos, se compuso la cabellera poniéndose una cinta, y se vistió los vestidos que vestía cuando era feliz…” (Jud. 10, 1-3). Hay una cadencia casi musical en este párrafo en el cual in crescendo la joven dirige sus acciones a lo que será su gran obra. “…se calzó las sandalias, se puso los collares, brazaletes y anillos, sus pendientes y todas sus joyas, y realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen…” (Jud. 10,1- 4).

Se puede determinar a través de su lectura la importancia de los acicates y afeites tangibles, como peinados, cintas de adorno, brazaletes, pulseras y de aquellos más sutiles, pero fundamentales en cualquier historia del vestido, como el perfume y el valor intrínseco del mismo en la historia de la seducción y a la vez tan unido al concepto de moda.

Una realidad más tangible se recoge en la literatura clásica; Ovidio, Petronio, Apuleyo, son importantes transmisores de lo cotidiano a través del lenguaje poético. Ovidio en sus “Metamorfosis” nos acerca a la vida cotidiana de las deidades, a sus tribulaciones, alegrías y tristezas. No es un texto eminente a la hora de descubrir la indumentaria de sus personajes, más bien adopta una serie de arquetipos visuales basados en los esquemas trapísticos sobre mantos, túnicas, clámides “…esta ninfa (Calisto) bellísima no hilaba ni se acicalaba; una cinta blanca recogía sus cabellos; llevaba muy ceñida la túnica…”[14]

Sin embargo el texto latino por antonomasia es “El libro de las Sátiras” escrito por Cayo Petronio Turpilano, cortesano que se ganó el favor de Nerón y fue considerado “árbitro de la elegancia”, o Tito P. Arbiter, marsellés que vivió en tiempos de Nerón y Domiciano.[15] Nos interesa, sobre todo, hacer hincapié en el aspecto costumbrista, en la impronta de inusitado realismo basado en la expresión de un lenguaje coloquial o popular, jocoso y muy directo que servirá de antecedente a la literatura satírica medieval y a la narrativa renacentista; apuntemos como mera anécdota que, aunque conocido más o menos en los cenáculos artísticos, se publicó con censura a mediados del quinientos, apareciendo la primera edición en 1664.

Pocas son las referencias a la indumentaria del momento histórico reseñadas en “El Satiricón”, pese a constituir una auténtica novela costumbrista que describe con todo rigor distintos aspectos de la sociedad romana en provincias. Son inevitables las referencias al mundo de la esclavitud, a una sociedad decadente cuyas descripciones se resuelven en un estilo ligero y nada morboso. Uno de los párrafos significativos plasma el traje de Fortunata, esposa de Trimalcio, en un convite “…ésta llegó al pronto, vestida con una ligera túnica color cereza , levantada y sujeta de un lado por un cinturón verde claro, que dejaba sus ligas al descubierto y los muslos, que cubrían bordados del mismo material. Tras secarse las manos con un sudario que llevaba al cuello, se tendió en el mismo lecho que Escintila, la esposa de Habinas, comenzando ambas a besarse…”[16] 

Juvenal y Petronio llevaron a la palestra de las letras la decadencia de la sociedad imperial a través de sus escritos. En el anterior texto se trasluce, sin duda, la degradación y vulgaridad de ciertos estratos sociales a través del aspecto chillón de la túnica de Fortunata o del aspecto indiscreto de sus aditamentos. Una de las características fundamentales a partir de la dinastía Julio-Claudia será el cambio fluctuante y variado del peinado así como la sofisticación en el diseño de joyas y complementos: medias, calzado, tocados y estolas. En el capítulo LXVII, el autor describe someramente algunos adornos portados por Fortunata, tales como ricos brazaletes, ligas y redecilla para sujetar los cabellos; el transformismo jocoso y desvergonzado también hace acto de presencia en un preclaro fragmento “…cuando una de las sirvientas de Trifena apareció con Giton completamente transformado. Se lo había llevado al extremo del barco y, tras lavarle bien el rostro y colocarle una peluca de su ama, le puso unas cejas postizas con tanta habilidad que semejaban naturales…me llevó aparte y me puso una cabellera no menos bonita que la de Giton y también me colocó unas cejas postizas; mi semblante resultaba así más agradable que antes, pues la peluca era rubia…”[17]

Los libros de viajes constituyen un género literario expresivo porque reúnen dos fórmulas bien determinadas; por un lado, el afán descriptivo del autor, por otro, la emergencia de gestos subjetivos y personales del mismo. Por ello, el resultado es siempre enriquecedor para el lector.

Las primeras referencias sobre la Península Ibérica aparecen en la Biblia:”…así como el viento del este desbarata los navíos de Tarsis…” “…ululad naves de Tarsis porque ha sido destruida vuestra fortaleza…”;[18] más adelante otros autores latinos como Plinio, Estrabón o Aviano en su “Ora marítima”, describen todo el territorio peninsular, pueblos, costumbres, orografía, agricultura y costas de la Península Ibérica.

Las primeras noticias con referencias ya muy claras a la Península Ibérica, se obtienen principalmente a través de Plinio y Estrabón. Plinio (XVI, 32) recoge la importancia que tuvo en la Bética y Lusitania el comercio de la cochinilla, aludiendo al pago de tributos con dicho producto. Tanto la cochinilla como el quermes fueron animales indispensables en la industria textil del teñido.[19]

Estrabón, Plinio y Polibio abordan sus escritos desde el punto de vista geográfico-descriptivo, pero constituyen una interesantísima fuente; son importantes las referencias literarias en Estrabón, su “Geografía” es paradigmática en el estudio de fuentes y referencias a la vida cotidiana de los pueblos peninsulares. Nuestro autor informa, en primer lugar, de la importancia de las lanas de Turdetania o los tejidos fabricados por los saltietai, nombre este dudoso, según García Bellido (p. 80, III 2,6). Los lusitanos vestían de negro usando una prenda característica denominada sagós, una especie de manteo de lana mientras que las mujeres llevaban adornos florales (III 3,7). Es cierto que la mujer ibérica fuese quizá mucho más ornada y sofísticada que en principio podría parecer ; diversidad de tocados y peinados calificados por Estrabón como bárbaros por no seguir esquemas orientales (griegos) marcarían la pauta de una serie de culturas entrelazadas, cuyo nexo se halla perfectamente entramado. Describe Estrabón una serie de prendas y adornos femeninos de ciertas regiones peninsulares donde las mujeres “…llevan collares de hierro con garfios que se doblan sobre la cabeza, saliendo mucho por delante de la frente; en estos garfios pueden, a voluntad, bajar el velo, que al desplegarlo por delante sombrea el rostro, lo que tienen por cosa de adorno…”.[20] Schulten y Caro Baroja han visto en estas imágenes los antecedentes de los peinados tradicionales de las distintas regiones peninsulares aunque dichas teorías de raíz romántica e historicista tienen hoy escasa validez. Carmen Bernis apunta que desde el siglo XIX, estudiosos de la indumentaria popular relacionaban rasgos estéticos y prendas primitivas con los adornos y vestidos regionales[21].

Estrabón señala una importante pieza el tympánion, tocado ceñido a la cabeza que disminuye paulatinamente su anchura y altura. También las mujeres se depilaban parte de la cabeza y se adornaban “con un tocado en forma de columnilla de un pie de altura, forrada con los propios cabellos que luego cubren con un manto negro” (III, 4,17).

      Los peinados y tocados que describe el autor son observables en diversas manifestaciones plásticas del mundo antiguo (escultura, bronces, exvotos, cerámica decorada). Actualmente algunas exhibiciones y muestras relacionadas con la cultura ibérica han mostrado al gran público distintas manifestaciones plásticas así como las  fuentes escritas antiguas.[22]

Otros autores, como Polibio, destacan la calidad de los mantos teñidos de púrpura, color emblemático y signo de lujo y exquisitez, que eran utilizados por los turdetanos.

La idiosincrasia del pueblo íbero ha quedado plenamente estudiada en la investigación que sobre el traje peninsular se ha llevado a cabo desde el siglo XIX, sentándose las bases de unas peculiaridades estéticas que lo hacen una de las manifestaciones artísticas más importantes de la Historia Antigua peninsular.[23]

Una fuente literaria fundamental son “Las Etimologías” de San Isidoro de Sevilla, obra magna que transmitió gran parte de la sabiduría y cultura clásicas a la Edad Media. Su prestigio como corpus enciclopédico ha sido justamente valorado al sistematizar y compendiar el conocimiento del mundo antiguo.

El Libro XIX, De navibus, aedificiis et vestibus, se halla consagrado a las naves, los edificios y el vestido; la invención de los tejidos, vestiduras sacerdotales, forma de vestir algunos pueblos, mantos de hombres y mujeres, ropa de cama, colores y teñidos, instrumentos de tejer, adornos, adornos de cabeza, anillos, cíngulos y calzado forman una exhaustiva recapitulación general de aquellos aspectos relacionados con la indumentaria y sus recursos técnicos. Relaciona los artes de tejido y teñido con Minerva, diosa de las artes a la cual los antiguos artesanos dirigían sus súplicas (20. De inventione lanificii). Puede establecerse un recorrido sobre las vestimentas sacerdotales citadas en la Ley: la poderis  túnica de lino ajustada al cuerpo que llegaba hasta los pies, el abanet o cíngulo tejido en escarlata, púrpura y jacinto, el pilleum, especie de bonete confeccionado en lino, la mahil, una  túnica talar de color jacinto cuyo borde inferior se guarnecía de setenta y dos campanitas alternando con granadas, el ephod era un manto tejido en cuatro colores y bordado en oro, el petalum o lámina de oro colocada en la frente del pontífice, los batin o perneras, el logium o rationale, paño doble tejido en cuatro colores y bordado en oro al que se añadían doce piedras preciosas y que servía para unir al superhumeral y así caer sobre el pecho del pontífice…[24]

Diferentes vestidos y sus nombres se mencionan haciendo un recorrido histórico; para este autor la prenda más antigua es el perizoma o ceñidor. Cita diferentes prendas como la túnica talar que cubre hasta los pies, la manicata, provista de mangas o la dalmática, túnica procedente de Dalmacia, de carácter sacerdotal y con bandas color púrpura.

San Isidoro hace una relación de las fibras más usadas explicando la etimología de algunas: “…la serica deriva su nombre de sericum (seda)… linea es la vestidura confeccionada únicamente con lino… Linostema es el vestido tejido con lana y lino”[25]. El traje acupicta es aquel cuyo tejido se borda a la aguja, siendo los frigios los grandes expertos en esta labor decorativa.

En las “Etimologías” también se menciona la diferencia entre la forma de vestir de algunos pueblos (partos, galos, germanos o hispanos): “Se reconocen los pueblos tanto por su forma de vestir como por la diferencia de sus idiomas… Asimismo, algunos pueblos manifiestan su procedencia no sólo en sus vestidos, sino también por llevar en su cuerpo alguna señal propia a modo de distintivo” (23. De proprio quarundam gentium habitu). Capítulos interesantes son los dedicados a  determinadas prendas como el manto, tanto el masculino como el femenino (24. De palliis virorum, 25. De palliis feminarum) o vestidos magníficos y lujosos como el regillum, el peplum, manto de las matronas bordado en púrpura, la palla, la estola, el amiculum, propio de las meretrices, aunque en la Hispania del siglo VII constituía un distintivo de honestidad, manto peculiar de las mujeres orientales, árabes y de Mesopotamia es el theristrum, mientras que el sindon o anaboladium  era un manto realizado en lino que protegía los hombros de las mujeres

Otros capítulos del Libro XIX están dedicados a la ropa blanca y prendas de casa, a las lanas y tejidos en general, a los colores de los vestidos, a los instrumentos y técnicas de tejeduría y a los adornos en general, adornos de la cabeza femenina, anillos, cíngulos y calzado.

El polígrafo hispalense elaboró en su obra un compendio definitivo de vestidos, joyas, tocados y zapatos de la antigüedad  donde se aglutinan las modas y costumbres clásicas junto a reminiscencias e importaciones de Oriente.[26]

 

I.2 LA EDAD MEDIA

 

La literatura medieval española alude a los elementos de indumentaria o vestido de manera frecuente. A grandes rasgos tenemos una visión del vestido de extraordinaria homogeneidad en toda Europa; sin embargo, la península ibérica mostraba una mayor riqueza y variedad debido al influjo del mundo árabe.

La profesora Carmen Bernis ha estudiado en profundidad el traje medieval, sobre todo, en los siglos XII y XIII, pero a través de sus análisis e investigaciones se ha evidenciado la existencia en su día de un riquísimo conjunto de piezas y tejidos de inusitada belleza, descubiertos a través de algunos restos materiales, la imagen plástica (pintura, miniatura, escultura y relieve), los documentos y las fuentes literarias.[27]

Desde las primeras manifestaciones escritas la ropa constituye a veces una ocasión para expresar status social, condición, estado anímico, formando parte imprescindible de la caracterización de los personajes y sus rasgos. El romancero de tradición oral muestra de forma expresiva algunos aspectos:

La muerte ocultada

“… diga, diga la mi suegra

¿qué vestido me ponía?

Ponte tu vestido negro que muy bien que te estaría…

Como eres rubia y muy blanca,

lo negro bien te estaría.

Vestida iba de seda Calzada de plata fina.[28]

¡Viva,  viva mi Don Pedro

la prenda que más quería…!

Las doncellas van de negro,

ella de oro y gasa fina[29]

 

Característico por su fuerza dramática es este romance recogido en dos registros diferentes y que aborda el tema de la muerte del esposo ocultada a la mujer hasta el día del entierro. Todo el romance, muy común en la literatura oral, está lleno de indicios que anuncian una situación trágica o fatal; el indicio principal viene marcado por el vestido; la suegra insta a la nuera a que vista de negro pero al no saber ella la muerte del marido, se engalana con ricas telas. En dicho texto se patentiza la importancia y el simbolismo del color, así como las formas establecidas en cuanto a los rigores del luto vigentes hasta hoy.

Entre los romances de tradición oral, el que sigue, marca el interés por esos elementos descriptivos que contribuían a definir situaciones o características relacionadas con el aspecto externo. Aunque la versión más antigua del mismo se recoge en una glosa de Antonio Ruiz de Santillana (siglo XVI), entronca con el recuerdo de la hija de Jaime I. Se trata de un delicioso texto donde se recrea la minuciosa descripción de afeites y engalanamientos de una dama que asiste a los oficios litúrgicos; su propio título “La brisa de amor“, nos sitúa en un escenario sagrado donde se exponen las beldades de la joven. Es significativa la minuciosidad con la que se va definiendo el personaje a través de sus atavíos:

 “Viste saya sobre saya / mantellín de tornasol / camisa con oro y perlas / bordada en el cabezón /. En la su boca muy linda / lleva un poco de dulzor, / en la su cara tan blanca / un poquito de arrebol, / y en los sus ojuelos garzos / lleva un poco alcohol.”[30]                                         

A través de la tradición oral, recopilada y sistematizada en los siglos XVI y XVII, los aspectos relacionados con el vestido tienen un sentido específico y un papel preponderante en el discurso narrativo a través de alusiones directas para definir situaciones concretas; ocurre que, aunque de sabor arcaico, nos remite a fórmulas suntuarias cercanas ya a los siglos XVI y XVII. Un claro ejemplo son los Romances del Cid aunque en el anterior aparecían términos como saya o camisa de cabezón bordada; el quinto romance narra las bodas de Don Rodrigo y Jimena en donde el Cid “…quitóse gola y arnés / resplandeciente y grabado / púsose un medio botarga / con unos vivos morados / calzas, valonas tudescas / de aquellos siglos dorados…”.[31] Evidentemente el anacronismo es tan evidente que el mismo Quevedo, conocedor del texto publicado en el “Romancero General de 1600” apostilló “…andaba entonces el Cid / más galán que Gerineldos / con botarga colorada / en figura de pimiento…”[32].

La influencia del traje árabe en los reinos cristianos supuso un enriquecimiento en el tratamiento de tejidos, motivos decorativos, prendas y adornos de refinada belleza[33]. A través de las ilustraciones de los Beatos se vislumbra el atavío mozárabe, como en el libro del “Apocalipsis de Gerona” donde se evidencia la fusión entre la tradición cristiano-visigoda y las innovaciones estéticas del mundo árabe. Carmen Bernis - en Indumentaria medieval española – hace hincapié en la enorme cantidad de vocablos de origen oriental para definir ciertas prendas de uso indistinto, tanto en los reinos cristianos como musulmanes: almexía, aljuba, adorra, mutebag

A partir del siglo XI el Románico uniformiza en cierto modo la moda continental; una serie de confluencias espirituales, culturales, sociales y religiosas desarrollarán y afianzarán el florecimiento del primer movimiento cultural europeo. En la Península, los reinos cristianos y musulmanes viven momentos de gran esplendor; las fuentes literarias nos remiten a esas prendas que vestían las gentes vulgares y los selectos círculos palaciegos, los guerreros y los labradores… “El cantar de Mío Cid” muestra un extraordinario glosario entretejido a los episodios históricos, la vida cotidiana y las intrigas palaciegas. Rodrigo Díaz vivió en el siglo XI y probablemente un siglo y medio después su vida se había convertido en gesta[34]. En 1.110 ya había aparecido la “Historia Roderici”, crónica de hechos del Cid aunque la biografía del personaje quedó sistematizada en tres Cantares: Destierro, Bodas de las hijas del Cid y Afrenta de Corpes; aunque el texto conservado en la actualidad fuera copiado en el siglo XIV,[35] la mejor edición moderna de esta joya es la de Ramón Menéndez Pidal,[36] autor que introduce un completo glosario de todos aquellos términos específicos de la época, incluyendo los relacionados con ropajes, ornamentos, afeites, objetos suntuarios…, documentación que puede ser contrastada con los fondos artísticos del Real Monasterio de las Huelgas y otras fuentes escritas como las “Cantigas” y “Libro del Juego” del rey Sabio, o gráficas como el “Beato” de Fernando I, “Liber fedorum mayor”[37].

Del “Cantar del Mío Cid” he recogido algunos fragmentos significativos, sobre todo por los términos o acepciones empleadas en relación con el vestido, de especial significado:

“…vistióse el sobregonel, luenga trahe la barba…” (Cantar de las Bodas 86, 1587, pág. 182). “…e muchas vestiduras de paños e de çiclatones…” (Cantar de Corpes 124, 2574, pág. 260). “…allí les tuellen los mantos e los pelliçones / páranlas en cuerpos y en camisas y en çiclatones…” (Cantar de Corpes 128, 2720-2721 pág. 270). “…sobre las lorigas  armiños y pelliçones…” (Cantar de Corpes 3075 pág.296) “…calças de buen paño en sus camas metió / sobrellas unos çapatos que a grant huebra son. / Vistió camisa de rançal tan blanca commo el Sol…/sobrella un brial primo de çiclaton, /obrado es con oro, pareçen por o son. / Sobresto una piel vermeja, las bandas d’oro son, /siempre la viste mío Çid el Campeador./ Una cofia sobre los pelos d’un escarín de pro, / con oro es obrada, fecha por razón /…/ la barba avíe luenga e prísola con el cordón…” (Cantar de Corpes, 3094-3097 pág. 296). Este último pasaje ofrece al lector una idea muy aproximada de aquello que vestía el hombre dedicado a la vida militar, describiendo una relación de piezas tales como las túnicas acolchadas que hacían soportar mejor las armaduras: “…velmezes vestidos por sufrir las guarniciones…” (3073, pág. 294) lorigas, armiños y pellizos. La descripción del traje del Cid para presentarse a la Corte a pedir justicia tras la afrenta de Corpes es de lujo exquisito, como corresponde a figura de tan alta categoría; obsérvese cómo se adaptan los ropajes del protagonista a los ya utilizados hacia mediados del siglo XII: calzas de paño, brial de brocado, cofia de escarín…

Otros términos como çiclatón servirán para denominar indistintamente al brial o a una tela de seda tejida en oro, utilizado tanto por hombres como por mujeres, o los pelliçones, especie de manto o túnica más externa que el brial adornado con cenefas.

A partir de los siglos XI y XII y con la homogeneización y uniformidad cultural en Europa: rutas de peregrinajes, homologación del culto latino, exaltación de valores artísticos comunes, sobre un trasfondo de elementos de influencia bizantina, junto con otros autóctonos y regionales de tradición bárbara, carolingia, romana y bizantina potenciados en los distintos reinos y cortes europeas, los trasvases en materia de indumentaria son un hecho puntual, sobre todo, en los reinos peninsulares; los préstamos orientales en el vestido de los reinos cristianos se evidencian mayormente en los tocados, calzado y trabajos de tejeduría. El sometimiento a las premisas orientales (Bizancio) fomentará un rico comercio que, unido al desarrollo de un gusto por los tejidos hispano-musulmanes extendidos a partir del siglo X por toda Europa, configurará las características fundamentales del europeo: lujo suntuoso, pervivencia de iconografía clásica (”Tapiz de la creación”, catedral de Gerona) entrelazada a elementos de raigambre cristiana ; sedas combinadas con oro y plata entroncadas con los tiraz de recamados trabajos importados a Occidente a través de botines o fruto del comercio de reliquias, cuyos preciados restos se envolvían en dichos paños; todo ello configuró a lo largo de estos siglos sucesivas oleadas de préstamos e influjos que se matizarían a partir de los siglos XIII y XIV con la creciente industria textil europea y el comercio con Oriente desde algunos centros italianos tales como Pisa y Venecia.

Desde el siglo XIII se irá perfilando el desarrollo del arte e industria textiles; comercio, organización del mundo gremial, introducción y desarrollo de nuevas técnicas… todo ello, contribuirá al fortalecimiento de una actividad que emulará la riqueza de los productos de Oriente.[38]

En 1389 escribe el Arcipreste de Hita su obra más conocida[39] donde se reflejan algunos datos relativos a la indumentaria popular del siglo XIV a través de elementos descriptivos insertados, a veces, en argumentos jocosos:

“Pues dame una çinta/bermeja, bien tynta/

dame un prendedero/sea de bermejo paño/

e buena camisa hecha a mi guisa /e dame un bello pandero

 /e seys anillos de estaño,con su collarada/

e un çamarón dominguero.......Dame buena toca, listada de cota /

e justillo para entre año /dame zarcillos e hebilla/ de latón byen reluciente/

e dame zapatas bermejas bien altas,

e dame toca amarilla, de pieza labrada[40] bien lystada en la frente[41]

 

         Estas canciones populares insertan innumerables referencias al vestir cotidiano y a los sencillos anhelos suntuarios de las famosas serranas o vaqueras inmortalizadas por el Arcipreste y por su antagónico el marqués de Santillana. Llama poderosamente la atención el valor de riqueza y finura que poseían las prendas color bermejo o rojizo: çinta bermeja, prendedero de bermejo paño, zapatas bermejas bien altas…o el refinamiento que para una serrana suponía lucir una camisa con su collarada (labrada o decorada en el cuello), un prendedero (broche con el que se recogían las faldas, en este caso, una tira de tela para sujetar el cabello) un çamarón (zamarro o chaquetilla de cuero) o un tabardo.[42]

         Aquí como en los romances de tradición oral (castellano-sefardíes) se advierte el choque cultural y la asimilación entre la tradición de raíz clásico-visigoda y las nuevas propuestas decorativas orientales, procedentes de la cultura musulmana, pero también se intuye la vieja tradición suntuaria, que abogaba por la sencillez cultivada en las antiguas costumbres castellanas contra los modelos afrancesados iniciados desde la corte de Alfonso VI[43].

         El siglo XIII se caracteriza por el desarrollo de la vida urbana y la tendencia refinada en el vestir. La industria textil recrea la tradición a la par que innova nuevas texturas y se incrementa el uso de materiales ricos como la seda. El comercio de la lana y las ferias potenciaron una industria pujante en Europa, una auténtica eclosión que coincidirá con el afán de ostentación externa de la sociedad europea. Centros como Lucca, Lyon, Sevilla o Colonia figuran como centros de selecta producción (C. FERNÁNDEZ VILLAMIL, 379 y ss.).

         Los siglos XIV XV se caracterizan por dos tendencias en apariencia divergentes pero que vienen a configurar las premisas de lo que en el siglo XVI será la moda española, principalmente en lo referente al traje femenino; por un lado están las tendencias internacionales irradiadas desde las cortes borgoñona, flamencas e italianas; por otro, los préstamos debidos a las modas moriscas  que configurará de forma específica la indumentaria española, imprimiéndole unos rasgos muy precisos.

         Durante el siglo XV la gran innovación del traje femenino español será la aparición del verdugado; en el libro “Tratado de los pecados que se cometen en el vestir”, Hernando de Talavera censurará estos apósitos que sin duda representan los antecedentes de los postizos y ahuecadores de falda surgidos a lo largo de la historia[44]. Las fuentes escritas aportadas por Carmen Bernis sobre algunas prendas como ésta o la camisa, pieza singularísima en la indumentaria femenina del siglo XV, son interesantes.

         En “El libre de les dones maridades” editado en 1495, escrito en catalán a principios del siglo XV y traducido un siglo después con el nombre de “Carro de las Donas” editado en 1542, se describen las ricas labores destinadas al ornato de camisas: “…y dentro traen sus camisas delicadas con las mangas muy anchas, llenas de gayas y randas de mucha polideza, curiosas e preciosas para demostrar su delicadeza y suntuosidad…”[45]. Se alude también a las camisas bordadas en “Lo somni d´en Bernat Metge” (1345-1410), uno de cuyos fragmentos expone con cierto sentido crítico las afeminadas modas adoptadas por el hombre en el uso de camisas bordadas: … y ço que n’ols es menor vergonya, van ab alcandores bordades y perfumades, aixi com si eren donzelles…”[46] 

         Un elemento de impronta internacional y que constituyó piedra de toque en la elegancia de la mujer fueron los tocados y bonetes; Carmen Bernis[47] recoge una importante fuente literaria cual es el “Tratado provechoso que demuestra cómo en el comer y en vestir se cometen muchos pecados” de Fray Hernando de Talavera, donde se reprocha a las damas el uso de bonetes o el indiscreto alzado de chapines[48]. El uso de específicas galas o aderezos son blanco de la crítica del momento, desde los hermosos tocados de raigambre oriental como los alharemes y almaizares a otras prendas como las camisas o alcandores labradas: “Pues la de Juan de Toledo/ cuando sale allá al mercado / viste camisas moriscas / y todo mal empleado.”[49]

         Otras veces, por el contrario, se aconseja a una dama sobre cuales serían las prendas precisas para salir de viaje: “Con un gentil alhareme / discretamente tocada / porque no la queme (el sol) / y más por fin si se tiene / ser conoscida y mirada “[50].

         Recetario espléndido de usos suntuarios mujeriles lo forma el “Arcipreste de Talavera o Corbacho” de Alfonso Martínez Toledo. El clérigo divide la obra en cuatro partes: la primera versa sobre los males provenientes del amor desordenado; la segunda  ofrece a través de proverbios, descripciones, diálogos o cuentos (exempla) una jocosa visión de la mujer y “de los viçios, tachas e malas condiciones de las malas y viçiosas mugeres“; la tercera y cuarta parte abordan materias tan dispares como los tipos humanos con sus relaciones astrológicas y conceptos acerca de la Providencia y el libre albedrío.[51]

         En el capítulo XXV Del sesto mandamiento, el autor ya conmina y advierte al lector sobre los peligros que acechan al hombre que tiene una amante: “…¿Furtaste tu, casado, escondidamente a tu mujer, joyas, rropas, e algunas otras cosas: sortijas, almanacas, canbray, crespinas, alvanega, mangas de yupla, arracadas, manillas e otras joyas para dar a tu coamante?” (pág. 124). En este texto se enumeran detalladamente esos pequeños lujos cotidianos de la mujer del siglo XV: almanacas, arracadas, manillas, denominadas como joyas,  canbray, crespina, alvanega, mangas de ynpla (mangas de velo que colgaban del hombro) que corresponden a piezas de vestir o tejidos delicados.

         Del libro II podría decirse que algunos capítulos constituyen un abigarrado glosario de prendas, texturas, tejidos, joyería, quincalla… Entresaco sólo aquellos términos que pudieran interesar.

         En el capítulo II, De cómo la muger es murmurante y detractadora: paños de escarlata con forradura de marta, saya de florentín con cortapisa de veros (paño fino vendido en Florencia), faldas de dos palmos rrastrando forradas de camocán, pordemás forrado de martas zebellinas (abrigo), con el collar lançado hasta medias espaldas las mangas de brocado, los paternostres de oro de doce, almanaca de aljófar (collar de perlas chicas), crespina de filetes de flor de açuçena con mucha argentería, partidor, temblantes de oro, canbray, argentería colgada de lunetas e lenguas de páxaro e rretronchetes e con rrandas muy ricas, todoseda que cubría la cara, axoreas de alambar, lúas forradas de marta (guantes), texillo de seda con tachones de oro (ceñidor para abrochar el manto), chapines de un xeme poco menos en alto, pintados de brocado, safumada almiscada, las çejas algaliadas[52].

         En el capítulo III, De como las mugeres aman a dyestro e a syniestro por la gran cobdiçia que tyenen aborda el tema de la codicia femenina manifestada a través del acopio que hacen de aljófar, sortijas, arracadas, ynplas trepadas de seda, bolantes (adornos en la cabeza), lençarejas (pañuelos de lino) canbrays, tocas catalanas, trunfas (tocados), polseras brosladas (bolsas para el cabello bordadas), crespinas, partidores, alfardas, alvanegas, cordones, trascoles, almanacas de aljófar e de cuentas negras, gorgueras de seda, de ynpla e lienço delgado, brosladas, rrandadas; mangas de alcandoras de ynpla de axuar, camisas brosladas (bordadas): “…pero después de todo esto comiençan a entrar por los ungüentos; anpolletas,  potezillos, salseruelas donde tyenen las aguas para afeytar, unas para estirar el cuero, otras destiladas para rrelumbrar; tuétanos de çiervo, de vaca e de carrnero. ¿ E non son peores éstas que diablos, que con las rreñonadas de çiervo fazen dellas xabón ? Destilan el agua por cáñamo crudo e ceniza de sarmiento e la rreñonada rretida al fuego échanla en ello cuando faze muy rrezio sol, meneándolo nueve días, al día una hora, fasta que se congela e se face xabón que dizen napoletano…”[53]   

         Todo un magnífico documento sobre costumbres y modas, vocablos para denominar esta o estotra prenda, sin olvidar el mundo privado de la cosmética.

         Ocupan igualmente un lugar importante los relatos de viajeros extranjeros por España, sobre todo, las aportaciones redactadas por León de Rosmithal de Blatna(1465-1467), atraído por las costumbres y maneras de paises extranjeros, acompañaba a este caballero Gabriel Tetze, cuyas crónicas y relatos fueron publicadas y traducidas por Antonio Mª Fabié en su Viajes por España, Lorenzo Vital, el diplomático Juan Dantisco o los embajadores de la República de Venecia, ya en el siglo XVI, autores que narran acontecimientos precisos de los cuales han sido testigos presenciales, notas sobre ciudades importantes, e impresiones sobre grandes personajes, instituciones y costumbres.

 

 I.3. LA MODA A TRAVÉS DE LA LITERATURA DEL RENACIMIENTO

 

         Con respecto a épocas anteriores existe un aspecto fundamental y distintivo en el Renacimiento cual es la consolidación del término moda, bosquejado y delimitado desde las novedades borgoñonas de los siglos XIV y XV que se hicieron eco internacional.[54]

         Otro elemento distintivo será el nacimiento del concepto nacionalista aplicado igualmente al vestido, debido al fortalecimiento de las Cortes y a la consolidación de las modernas monarquías.

         Aparece en 1540 el primer compendio sobre el vestido “Desseins de habillements de differentes nations y Desseins de habillements usités chez les peuples de diverses contreés de L´Espagne”, publicándose el primer libro de patrones en España en 1580, siendo el más completo el de Juan de Alcega.[55]

         No se ha de prescindir de una pieza paradigmática de la literatura renacentista “El Cortesano” de Baldassare de Castiglione; ideal que glosaba varias disciplinas tomando como modelo la cultura clásica con la aportación de una serie de recomendaciones y virtudes en pos del hombre, del príncipe moderno.

         La obra se estructura en cuatro partes siguiendo los “Diálogos”de Platón y si bien Castiglione concluyó su obra en 1518 en España se conoció rápidamente siendo la traducción al castellano de Juan Boscán, la más bella.[56]

         En el capítulo III del Libro II, se concreta la manera en que ha de vestirse el cortesano “…los unos se visten a la francesa, los otros a la española, hay algunos que quieren parecer tudescos y no faltan hartos que se vistan ya como turcos…; por eso me parece que tiene más gracia y autoridad el vestido negro que el de otra color, y ya que no sea negro, sea a lo menos oscuro. Esto entiéndase del vestir ordinario que para sobre armas no hay duda sino que estén mejor los colores alegres y vistosos y los colores lozanos y de fiesta, bordados y acuchillados, pomposos y soberbios. También han de ser así en las fiestas, en los juegos de cañas, en las máscaras y en semejantes cosas…; pero en lo demás querría que mostrasen el sosiego y la gravedad de la nación española, porque lo de fuera, muchas veces da señal de lo de dentro…”[57]

         Efectivamente, la corte española impuso un rígido protocolo que se reflejó de forma expresiva en la forma de vestir, sobre todo a partir de la segunda mitad del Quinientos durante el reinado de Felipe II. Pero al mismo tiempo, fue a partir de 1550-1560 cuando el traje de corte español sirvió de modelo al resto de Europa. El traje masculino se constituía fundamentalmente de calzas, medias calzas, ferreruelo, ropilla, coleto, jubón, muslos acuchillados y tocados (gorras y bonetes). El femenino poseía elementos tan característicos como verdugados, camisa y cuerpo, sayas, basquiñas, saboyanas…; elemento común a ambos serían los adornos en cuellos y puños de gorgueras y lechuguillas. Son evidentes el origen foráneo de algunas prendas ya que las influencias alemanas italianas y flamencas, aparte de los préstamos derivados del mundo militar configuraron la impronta de originalidad en el traje español. En cuanto a la evolución del gusto, ésta se advierte de manera expresiva en peinados y cuellos; a lo largo del XVI, éstos últimos, por ejemplo, fueron complicándose y aderezándose  tanto que llegaron a ser desorbitados aditamentos llamados platos de San Juan.

         Las referencias más jugosas sobre la moda española del siglo XVI están contenidas en la relación hecha por Camilo Borguese (1594), nuncio del Papa Clemente VIII[58]; al describir a los naturales de Madrid apunta estas significativas notas: “…las mujeres visten generalmente de negro, como también los hombres, y alrededor de la cara llevan un velo como las religiosas, usando en la cabeza todo el manto el cual llevan de tal modo sobre la cara que apenas se las ve; pero si no fuese por la pragmática que el rey ha dado sobre esto, andarían cubiertas del todo, como hacía pocos años atrás. Y cuando no llevan dicho velo por la cara, se ponen collares con gorgueras grandísimas…; son por naturaleza pequeñas, pero llevan tacones, que llaman chapines, tan altos que se hacen altas…”[59]

         La evolución del traje español femenino ha sido estudiada por Carmen Bernis en varios trabajos fundamentales.[60] Dicha autora recoge numerosas fuentes literarias del Siglo de Oro donde se ridiculizaban o simplemente se describían peinados, tocados, afeites y ropas de damas y galanes. La posición general de estos escritores responde a criterios idealizados: belleza, bondad, humildad ejemplarizada por la Costanza de “La Ilustre Fregona”, otro grupo lo formarían mujeres chispeantes, con gracejo y elevado nivel de desenvolvimiento, Dorotea y la Duquesa de “El Quijote”[61] son las más evidentes. Hay otros de elevada consistencia humana tan reales y tangibles como Doña Rodríguez; la dueña es un prototipo de la literatura española del Siglo de Oro que corresponderá a una realidad social, ellas están perfectamente retratadas no sólo en la literatura o en la pintura, sino que responden a un tipo femenino familiar dentro de la vida cotidiana de los siglos XVI y XVII. Covarruvias las define como ancianas viudas que sirven con tocas monjiles[62]. El personaje de la dueña está perfectamente descrito en “El Quijote” en varios capítulos, en el XXXVII del Libro II, “Donde se cuenta la que dió de su mala andanza la dueña dolorida”, se comentan los rigurosos lutos de las dueñas vestidas con el obligado vestido: “Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil descubrían”.[63] Carmen Bernis ha estudiado el traje de dueñas y viudas a través de la pintura y las fuentes literarias, definiendo las distintas prendas, tejidos y tipología.

         La obra cervantina ofrece innumerables referencias sobre el vestido popular y cortesano, ofreciendo al estudioso una información clara de modos y usos del traje; a veces es revelada la intimidad a través de un vestido doméstico: “…vióla en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las puso en olvido…”.[64] Otras, son las prendas de tradición oriental aquellas que se describen: casaca de paño, medias mangas, borceguíes datilados, alfange morisco en un tahelí; de igual forma el traje de morisca: “…cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa…”(Cap. XXXVII, pgs. 385-386), todos estos términos hacen referencia a prendas de raigambre morisca.

         Es significativa la descripción que hace Cervantes de la socarronería militar y para ello nos muestra las variadas combinaciones que con sólo tres hatos o mudas se compone la soldadesca “…pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de oro…” (Cap. LXI, p. 507), variopinta figura que contrasta con la sobriedad de los trajes cortesanos; se ha admitido que la libertad en el vestir del soldado, el uso y abuso de encajes, dijes, valonas, lazos era una dispensa de la sociedad militar, ya que no existía “…premática para vestidos, porque sería quitarles el ánimo y brío que es necesario que tenga la gente…“[65]. Precisamente en “El Cortesano” se menciona que a la milicia “…están mejor las colores alegres y vistosas, y los vestidos lozanos y de fiesta, bordados y acuchillados, pomposos y soberbios.” (Segundo Libro. Cap. III, p.175).

         En la Segunda Parte de “El Quijote” son magistrales las consideraciones que hace Teresa Panza a su marido o el viejo hidalgo a su escudero cuando se le hace gobernador de la Ínsula Barataria. En el diálogo de los esposos Teresa considera una mejora de posición social para la familia haciéndole ver a Sancho que la hija de ambos no sabría adaptarse a las nuevas circunstancias:

         “…casadla con su igual. Que es lo más acertado; que si de los zuecos la sacais a chapines, y de saya parda de catorceno a verduga (do) y saboyanas de seda…, no se ha de hallar la mochacha…” (Parte II. Cap. V pg. 572); para ello el escritor ha empleado las diferencias entre prendas cuyo uso era el común (como son los zuecos o las sayas de vulgares paños) y aquellas que, debido a su riqueza y suntuosidad, estaban reservadas para personas de elevado rango (caso de los verdugados o de las sayas de procedencia extranjera denominadas saboyanas). En los consejos que da Don Quijote a Sancho requiere del escudero muy claramente que ha de vestirse según el rigor y protocolo acorde con su nuevo status: “…tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más largo ; gregüescos, ni por pienso : que no les están bien ni a los caballeros, ni a los gobernadores…” (Cap. LIII. Pág. 845). Algunas de estas prendas, como el gregüesco o el ferreruelo, de extracción militar, han formado parte importante de la indumentaria masculina del siglo XVII.

         En su estudio preliminar al siglo XVII, el Marqués de Lozoya, señala la pervivencia desde finales del Quinientos de dos ingredientes, discreción y empaque, característicos del traje español a imitar por el resto de Europa,[66]tendencia que ha de aplicarse desde 1530-1540 en que el vestir a la manera de España constituiría la suprema distinción.

         Una de las fuentes literarias de extraordinaria viveza y realismo para la documentación del traje popular, del vestido de labrador o campesino[67], es la historia de las bodas de Camacho y Quiteria donde se describe un lujoso traje de novia: “… a buena fe que no viene vestida de labradora sino de garrida palaciega ¡Pardiez, que según diviso, que las patenas que había de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es terciopelo de treinta pelos! ¡Y montas que la guarnición es de tiras de lienzo, blanca! ¡Voto a mí que es de raso!. Pues, ¡tomadme las manos, adornadas con sortijas de azabache! No medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con pelras blancas como una cuajada, que cada una debe de valer un ojo de la cara. ¡Oh hideputa, y que cabellos; que si no son postizos, no los he visto más rubios en toda mi vida! No, sino ponedla tacha en el brío y en el talle, y no la comparéis a una palma que se mueve cargada de racimos de dátiles, que lo mesmo parecen los dijes que trae pendientes de los cabellos y de la garganta! Juro en mi ánima que ella es una chapada moza…” (Parte II Cap.XXI. pp.687-688). Entre los grupos más humildes el uso de ciertas joyas se ceñía a festividades o acontecimientos extraordinarios. Algunas Novelas Ejemplares de Cervantes recogen el uso de piezas suntuarias que aún hoy forman parte de la indumentaria tradicional de determinadas regiones; así las patenas o grandes medallones devocionales descritos en las Bodas de Camacho, o los brincos, joyeles que colgaban de la toca de cabos, y que, como señala Covarrubias, parece que están saltando: “…puso entre las alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata, con otros brincos suyos…” (NOVELAS EJEMPLARES “La gitanilla” Espasa-Calpe, Madrid, 1969, p. 107)[68].

         El atavío de varios tipos femeninos destacan en la narrativa de Cervantes revelando variados matices así como la riqueza y versatilidad del exorno en los distintos estamentos sociales. Así, la hermosa Constanza de “La ilustre fregona” aparece vestida humildemente con una saya y corpiño de paño, la camisa “…alta, plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro: que no era menos blanca su garganta; ceñida con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado derecho, un gran manojo de llaves. No traía chinelas, sino zapatos de dos suelas, colorados, con unas calzas que no se le parecían, sino cuanto por un perfil mostraban también ser coloradas. Traía tranzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo; pero tan largo el tranzado, que por las espaldas le pasaba de la cintura; …Pendíanle de las orejas dos calabacillas de vidrio, que parecían perlas ; los mismos cabellos le servían de garbín y de tocas.”(NOVELAS EJEMPLARES. “La Ilustre fregona” Espasa-Calpe, Madrid, 1969, pp.249-250). Las mozas casquivanas, reconocidas merced a su aspecto por Rinconete y Cortadillo, aparecían con los rostros adobados de afeites “…llenos de color los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y desvergüenza…” (NOVELAS EJEMPLARES. “Rinconete y Cortadillo” Espasa-Calpe, Madrid, 1969, p.178). Alude el narrador a las damas de medio manto porque en las Ordenanzas de la mancebía de Sevilla vigentes algunas en la época de Cervantes (recopiladas en 1621) se conminaba a las prostitutas que para diferenciarse del resto de mujeres, llevasen sus mantos doblados en lugares públicos, salvo cuando fueran a la Iglesia [69]. Tampoco ha de pasarse por alto la espléndida descripción de la Duquesa, motivo servido a Carmen Bernis para puntualizar acerca de un determinado traje  usado para precisas ocasiones, cual es el vaquero, lucido en este caso para ir de caza según constata dicha autora a través de “El Quijote” y que también aparece, por ejemplo, en piezas dramáticas de Lope de Vega, Tirso de Molina, o Vélez de Guevara como “La fe corrompida“ “La Condesa bandolera“ o “La Luna de la sierra“, respectivamente. Era el vaquero una prenda de inspiración oriental usada a mediados del Quinientos y utilizada por hombres, niños y mujeres en el ámbito doméstico o en ocasiones específicas, solía ceñirse a la cintura de la mujer sobre la basquiña y sus mangas se ajustaban al brazo sobreponiéndose otras sueltas; los delanteros permanecían cerrados con alamares que proporcionaban al conjunto un efecto decorativo complementado con guarnición de pasamanería[70]: “Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda Señora sobre un palafrén o hacanea blanquísima, adornada con guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la Señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente, que la misma bizarría venía transformada en ella.” (Libro II, Cap. XXX, p. 756). Otras suntuosas prendas se describen en el capítulo de Cómo Sancho panza fue llevado al gobierno, y de la estraña aventura que en el castillo sucedió a Don Quijote, enumeradas en el jocoso canto de Altisidora : “ Trocárame yo por ella,/ y diera encima una saya /de los más gayadas mías; /que de oro le adornan franjas./…/¡oh! qué de cofias te diera/ qué de escarpines de plata,/ qué de calzas de damasco,/ qué de herreruelos de holanda!/ ¡Qué de finísimas perlas,/ cada cual como una agalla,/ que a no tener compañeras,/ Las solas fueran llamadas!” (Libro II  Cap. XLV, pp. 855-856)

 

I.4. EL SEISCIENTOS

 

         Los estudiosos hacen hincapié en  cómo la evolución de la moda a lo largo del siglo XVI y XVII la marcan sobradamente el peinado y los cuellos (lechuguillas y gorgueras). A partir de 1600 la inclusión de la valona en el traje femenino supondrá la búsqueda de cierta naturalidad que los rígidos cuellos impedían: “…primeramente nos mandamos que no vais a los actos públicos en valona y despechugada, sino atacada de garganta…”[71]. Quevedo en  “El Buscón” resume en la siguiente descripción mordaz, de prosa atrevida, de una obra que reúne en sí todas las formas del Conceptismo, una sugestiva aproximación social, caricaturizada, de la España del Siglo de Oro[72] “…bien ve vuesa merced- dijo- esta ropilla; pues primero fue gregüescos, nieta de una capa y biznieta de un capuz que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras muchas cosas. Los escarpines primero son pañizuelos, habiendo sido toallas y antes camisas, hijas de sábanas… Pues ¿qué diré del modo en que de noche nos apartamos de las luces, porque no se vean los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas…”[73]

         Desde 1623, año en que una pragmática desplaza el uso de cuellos en favor de las valonas, es también el momento en que las calzas acuchilladas fueron suprimidas generalizándose el uso de calzón largo, similar al vulgar gregüesco, de tradición militar.

         La moda española del siglo XVII está condicionada a la evolución del peinado, guardainfante y cuellos; debido a la gran cantidad de documentación hallada sabemos que éstos se componían almidonándolos de azul o amarillo formando tipos escarolados de uso más vulgar o de molde (abanillos) restringido a personajes de alta alcurnia. La importancia del cuello y su vinculación con el status social se advierte en  “El Quijote” y “El Buscón”. Es en la primera de ellas donde autor hace reflexionar a Benengeli sobre la pobreza y la distinción entre los hombres, tan manifiesta en dicho aditamento: “¿Por qué sus cuellos, por la mayor parte, han de ser siempre escarolados, y no abiertos con molde?” (Libro II, Cap. XLIV,p. 849). En el capítulo VI de ”El Buscón”, En que el hidalgo prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres, un aventurero relata a Pablos los pormenores de una vida calamitosa donde los formulismos de la etiqueta en cuanto a la moda de cuellos empero, deberían sazonar la vestimenta del auténtico caballero: “Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y almidonado, no. Lo uno porque así es gran ornato de la persona, y después de haberlo vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se ceba el hombre al almidón, con sus fondos en mugre, chupándole con destreza.” (p. 118). La pragmática de 1623 que restringía el empleo de cuellos y lechuguillas tuvo enorme trascendencia a nivel social; todo ello quedó reflejado en la literatura. La profesora Carmen Bernis documenta igualmente a través de un romance de Quevedo, “Yo cuello azul pecador/ arrepentido confieso/ mis pecados, pues me muero “[74], el interés social que suscitaba la usanza de tales prendas. La valona junto a otras importaciones extranjeras se conjugaron en una serie de influjos franceses que desde 1635-1640 generalizados que aportaban novedad en el diseño, colorido jugoso en oposición a la sobriedad y empaque del traje de corte español[75]. Pero es interesante reseñar la versatilidad del vestido como consecuencia de la evolución social, versatilidad que es común a la moda europea del XVII: el burgués y el noble utilizan básicamente las mismas hechuras y tejidos para la confección de sus trajes, aunque los grupos más elevados se vieron obligados a demostrar su categoría a través de un abundante vestuario en función de sus distintas obligaciones[76].

         Respecto a las modas femeninas, el paso del verdugado al guardainfante fue rápido, pese a las pragmáticas; el artefacto de procedencia francesa se adueñó primero de las clases populares para pasar después a la Corte. La profesora Bernis registra los últimos verdugados entre 1630-1635 y un año después, el guardainfante va extendiéndose por España; dicho apósito inspiró a Calderón en “Guárdate del aqua mansa” el siguiente poema “…una escala /que Eugenia escondida tiene y de hartos pasos, con fuertes / cuerdas y hierros atada…”. Sistematiza la autora aquellas fases donde expone la relación entre el verdugado, los rollos de algodón que en los primeros decenios del Seiscientos se introducen en la moda española pero no llegan a generalizarse y el guardainfante propiamente, que tuvo sus detractores y defensores que supo adaptarse a las modas hispanas modificando el modelo francés[77].

         La literatura no sólo se hizo eco de todas estas incidencias sino que a veces plasmaría de forma expresa, casi como una pintura en palabras, las delicias del artefacto: “Presa os traigo una falduna / porque entrando por la plaza / hasta que pasó estuvieron / detenidas cien mil almas, / un tabique ha derribado / y en él está atravesada” (Quiñones de Benavente “El guardainfante” 1645).

         Las noticias recogidas sobre nuestro país por el francés A. Jouvin (1672)[78] nos muestran la figura de las “tapadas”: “…las mujeres se envuelven todo el cuerpo con un grán velo de tela negra y no dejan ver más que el ojo derecho cuando van por las calles, lo que ocurre raras veces, a no ser para ir a Misa o a la función religiosa del Domingo adonde van con el rostro descubierto…”.[79]

         La referencia a las tapadas no sólo se hace en el teatro del siglo XVII: “Las bizarrías de Belisa” de Lope, o en la obra de Tirso “La celosa de sí misma” en las cuales se hacían constantes menciones a las situaciones equívocas del tapado, sino también la descripción de varios historiadores o viajeros como Alonso de Morgado (1587) citado por Sempere y Guarinos. A pesar de las distintas pragmáticas 1590, 1600,1639…, hasta la última dictada por Carlos III en 1770, son varios los visitantes extranjeros del siglo XVII que las describen.

         De un viajero, cuya identidad se ignora, es un texto dado a conocer por el librero Jorge Gallet (Amsterdam, 1700). Esta narración bosqueja unos apuntes sobre los usos y costumbres de los españoles del momento; refiriéndose a las mujeres, aparte de otras consideraciones, dice: “…cuando salen se ponen mantos de tafetán negro guarnecido con grandes encajes, hechos expresamente, que las cubren desde la cintura hasta la cabeza…”. Refleja así mismo la pasión de las damas españolas en lucir relojes, cintas, sortijas y del gran tamaño de los punzones y los pendientes de orejas. Así mismo advierte de la popularidad entre las clases menos pudientes de las llamadas “joyas galas”, es decir, de aquellas que siendo falsas imitaban las auténticas: “…con lo que nuestros comerciantes franceses ganan mucho en Madrid, porque venden grandes cantidades de ello…”[80]

         Madame D´Aulnoy (1679-1681) fue una importante literata que accedió a la corte y a la sociedad española de la segunda mitad del siglo XVII. Sus obras “Relación del viaje de España” y “Memorias de la corte de España” ponen de manifiesto la minuciosidad descriptiva en todo aquello relacionado con el mundo femenino; cuando escribe sobre Las Señoras de Madrid menciona costumbres, actividades y gustos suntuarios en la España de Carlos II: “…de ordinario se ocupan en trabajos de bordado en oro, platas y sedas  de diferentes colores, en el bordado de los cuellos y de las mangas de sus camisas…”. La utilización de algunos objetos con una doble funcionalidad, sentido religioso y de ornato, se evidencia en el rosario: “Es una cosa de ver el uso continuo que hacen ellas de su rosario, llevando todas las señoras uno sujeto a la cintura tan largo que no le falta mucho para que arrastre por el suelo”[81]. La descripción que hace la Marquesa del guardainfante revela que ya a finales del Seiscientos era un adminículo reservado para ceremonias: “Hace algunos años las señoras llevaban guardainfantes de un tamaño prodigioso, lo cual las incomodaba e incomodaba a los demás; …se los han quitado y ya no los llevan más que cuando van a ver a la Reina o a ver al Rey. Pero ordinariamente, en la ciudad, se ponen unos sacristanes que son, propiamente hablando, como los hijos de los verdugados; están hechos con aros de grueso alambre que rodean la cintura; unos con otros se unen por medio de cintas, y según están más abajo van siendo más anchos”[82]

         Los zapatos constituían un complemento indispensable para los pies, la parte del cuerpo que ocultaban más cuidadosamente, éstos eran “…de tafilete negro recortado sobre tafetán de colores, sin tacones, y tan justos como un guante…”[83]. Respecto a la manera de vestir, Mme. D’Aulnoy apuntaría la importancia de los tonos oscuros y sobrios para la ropa exterior y su impronta sencillas respecto a la riqueza de faldas interiores y la sencillez de la externa: “La falda de encima es siempre de grueso tafetán negro o de pelo de cabra gris liso, con una gran alforza algo más arriba de la rodilla… Esas faldas son tan largas por delante y por los lados, que arrastran por detrás… debajo de esa falda lisa llevan una docena, a cual más hermosa, de telas muy ricas y adornadas con galones y encaje de oro y plata hasta la cintura…” (Mme. d’Aulnay “Relación del viaje de España” selección de J. GARCÍA MERCADAL Alianza Editorial, Madrid, 1972, pp. 188-189). Ya la escritora alude a la voz enagua, palabra de origen haitiano utilizada desde el primer tercio del siglo XVII[84], como una falda interior rica, bordada en oro y con mucho vuelo; también refiere diversos aspectos suntuarios como el uso de afeites tales como el carmín o el albayalde: “Se pintan con carmín los hombros, lo mismo que sus mejillas, que las llevan completamente cubiertas. No falta tampoco el blanco, y aunque sea muy bello, hay pocas que sepan ponérselo bien y se les descubre al primer golpe de vista.” (pág. 189). Reseña adornos de grandes mangas de tafetán de varios colores con puños de encaje o una sencilla puntilla alrededor del cuello de hilo bordada con sedas de colores, oro o plata. Pero es muy singular la enumeración detallada de prendidos, medallas, relicarios y pedrerías que solían guarnecer los vestidos de las damas lucidos junto con joyas engastadas, de tratamiento tosco de diferente y desigual calidad: “Las damas llevan grandes prendidos de pedrerías en lo alto de los corpiños, desde donde cae una cadena de perlas o diez o doce nudos de diamantes, que se sujetan a un lado del cuerpo. Jamás se ponen collares, pero llevan brazaletes, sortijas y pendientes que son mucho más largos que la mano, y tan pesados, que no comprendo cómo pueden llevarlos sin que se les arranque el extremo de la oreja… Las he visto que se ponían relojes bastante grandes; otras, cadenas de piedras preciosas y hasta llaves de Inglaterra muy bien labradas y campanillas. Llevan Agnus Dei y pequeñas imágenes sobre sus mangas, sus hombros y por todas partes. Levan toda la cabeza llena de agujas, unas con pequeñas moscas de diamantes y otras con mariposas, cuyas pedrerías marcan los colores.”[85] Cita, además, Madame D´Aulnay a Verbec como uno de los lapidarios y plateros más importantes del momento. En cuanto al arreglo del cabello: “…se peinan de diferentes maneras, pero siempre llevan la cabeza al aire… de ordinario se suelen hacer cinco trenzas a las que anudan cintas o cordones de perlas, las unen por sus extremos sobre la espalda, y en verano, cuando están en sus casas, las envuelven en un trozo de tafetán de color, guarnecido de encajes de hilo…; las he visto que llevaban plumas tendidas sobre la cabeza como los niños pequeños…”[86] 

 

I.5. EL SIGLO XVIII

 

         El siglo XVIII supone sin duda un cambio sensible en el panorama de las artes decorativas en España: las importantes manufacturas reales (vidrios, tapices, cerámica), la pujanza de nuestras sederías (Valencia, Granada, Toledo, Salamanca, Murcia…) cobraron vigor gracias al proteccionismo de la Corona. Pero es el momento en que se inicia lentamente la modernización de ciertos sistemas empresariales privados que favorecerán los procesos de democratización de la moda, entendida ésta en su aspecto más genérico y moderno, se aceleran los procesos preindustriales que se adueñan de un mercado hasta ahora meramente artesanal (máquina de vapor, los telares Jacquard y el desarrollo de la estampación se perfeccionan o surgen a partir de la segunda mitad del Setecientos). Todo ello determinará a partir del último tercio del siglo los giros y cambios rápidos de la moda, el desarrollo de un vasto comercio suntuario y la importancia de nuevos grupos sociales que favorecerán y propiciarán dichos cambios: la burguesía[87]. Las líneas esenciales de la moda en Europa a lo largo de todo el siglo XVIII girarán en torno a dos centros, Francia, debido al enorme prestigio que emanaba de Versalles, e Inglaterra, país que inicia un estilo diferente derivado de los trajes de campo, basados en la simplicidad y comodidad:

“Ya sabes que la Inglaterra, Holanda y Septentrión son los que dan las leyes en los trajes y modas de vestir y cortesía”.[88]

         En España los débitos a la moda francesa son totales; de hecho, sólo el fenómeno del majismo supone un acierto de originalidad ante modismos y modas extranjeras. En líneas generales la demarcación entre modas cortesanas - de impronta foránea - y modas populares o tradicionales vienen a configurar las bases de la indumentaria del siglo XVIII. Las elegantes lucirán batas (un tipo de vestido flotante), medias batas o deshabillé, vestidos de matiz exótico a la polaca, a la circasiana, el caraco o vestido a la francesa que se lleva sobre una falda…; así como los registros novedosos aportados a partir de 1790 como la robe en chemise, también los vestidos a la inglesa, sin tontillo, son aceptados y asimilados por la mujer europea y por ende, la española, porque no existen diferencias, salvo matices, entre las indumentarias de los estamentos aristocráticos de las distintas naciones[89]. La moda del siglo XVIII también tenía que reflejar el prestigio que la mujer iba adquiriendo en la vida social y en la cultura de su tiempo.

         Las distintas denominaciones con que se denominaban a los seguidores de las fórmulas internacionales recibían el nombre de currutacos/-as y petimetres/-as en nuestro país. Pertenecían éstos a las clases más elevadas y se caracterizaban por seguir influjos internacionales incorporando a la indumentaria ciertos elementos extravagantes y adoptando usos y maneras sociales distintivas. En algunas comedias de Ramón de la Cruz petimetras y sus antípodas majas forman parte indispensable del argumento; “El careo de los majos” es un sainete en el cual intervienen, entre otros personajes, una petimetra[90], su cortejo y un grupo de majas. La primera escena es presentada por el narrador de la siguiente manera: “Salón corto: visita de majas que se compondrá de la Rumbona, santurria, y Olalla, y de majos que serán Dionisio, Blas, Esteban y Manolo con la guitarra: unos se sientan en sillas, y los otros baylan seguidillas después de los primeros versos”[91]

         Contra la cursilería y el amaneramiento de petimetres surge el majismo, aplicado indistintamente a hombres y mujeres, como movimiento y respuesta a profundos cambios sociales y como reacción xenófoba a cualquier manifestación extranjerizante. Se trata de un fenómeno definido que surge en Madrid hacia la mitad de la centuria, sus protagonistas eran gentes que provenían de los barrios populares y del artesanado, en principio[92]. En los últimos decenios del siglo los gustos de la aristocracia no desdeñarían prendas como la basquiña, mantilla o capa, las guarniciones y golpes de madroños y caireles o el predominio del negro, esto unido a un vocabulario rasgado y castizo y al gusto por entretenimientos singulares la hacía distinta del resto de Europa.

         Una manifestación importante y en cierto sentido unida a la vida social fue el culto a la mujer a través del cortejo, fenómeno cortesano y elitista que alteró, en cierto modo, el status y la posición del género femenino ante algunos ritos colectivos y privados. La escritora Carmen Martín Gaite se retrotrae al siglo XVI a través de fuentes literarias y textos históricos momento en el cual apareció el fenómeno de los braceros en la corte española antecedente del cortejo o chichisveo[93]. Un texto satírico de Clavijo y Fajardo pone en guardia contra las maneras alambicadas en materia de cortejos: “Yo, señor pensador, me era un hombre bonaso, liso, llano, sin ceremonia, y sin señal alguna de aquellas, que deben tener los que han de ser iniciados en los misterios del cortejo. Me explicaré. Ni era petimetre, ni bonito, ni ligero de cascos, ni adulador, ni poeta, ni bailarín… En fin, no tenía circunstancia alguna de las esencialmente necesarias para Cortejo… Sin embargo (¿quien lo hubiera pensado?) una dama ha tenido el mal gusto de nombrarme por cortejo suyo, y me ha despachado el título impreso, firmado, y sellado, refrendado, y con todos los demás requisitos, que Vm. quiera imaginarse… Para este fin, he empezado ya a tomar un nuevo régimen, de vida. Me voy civilizando, (como dicen los Corteji cultos) y dejando las ridículas vejeces de mis costumbres antiguas, he encargado a mi zapatero, que me haga los zapatos muy ajustados, y con tacón encarnado. A mi sastre le he prohivido formalmente, y bajo de graves penas me haga la casaca más larga que una chupa. Dos días enteros he tenido ocupado a un criado mío en correr tiendas para hallarme polvos de algún olor particular…También he recivido maestros de francés, e italiano, no para aprender con disignio de leer libros instructivos en estos idiomas, sino para echar mis frases Italo Galicanas, con estilo entre pedante y erudito…En otros capítulos, que omito por no hacer larga esta carta, olvidava uno, que merece, que Vm. lo sepa. Es el caso, que también he aprendido a peinar, y veo por la práctica, que esta habilidad es una de las más útiles, y necesarias a un Cortejo…”[94]

         Uno de los puntos más importantes que nos va a aportar el siglo XVIII será la producción literaria de objetivos pedagógicos, instructivos y moralizantes avisando sobre el alcance y peligros de determinadas modas y comportamientos.

         Ya se ha señalado cómo durante el siglo XVIII la moda se polarizó en las tendencias cortesanas de importación francesa, por un lado, y la reacción casticista, como fenómeno estético y vital, por otro; el casticismo es el antídoto contra todo lo extravagante que no era genuinamente español; Martín Gaite señala que el majismo no habría trascendido como fenómeno cultural y social si las grupos elitistas y cortesanos no hubiesen adoptado tales señas de identidad.[95] Las características fundamentales de este fenómeno se resumen en apego a lo autóctono, yuxtapuesto a una nueva escala de valores extranjerizantes en todos los órdenes de la vida.

         En un sainete de Ramón de la Cruz, la criada define el atuendo de su señora, diferenciándolo de las modas castizas: “No es cofia, sino escofieta, / que mi señora no es maja, / para gastar charrerías”.[96]

         Un código amoroso basado en el lenguaje y movimientos del abanico, en la composición de un preciso peinado, en los movimientos de las contradanzas o en la ubicación de los lunares, entretejía una superficial disposición y actitud en la mujer. Nunca antes el lujo suntuario se había apoderado de la mujer y del hombre. La belleza neta, sin alambiques, no se apreciaba tanto como los fulgores artificiales: “… La multitud de collares, arracadas, herraduras y otros impertinentes y fruslerías de esta naturaleza han confundido la hermosa regularidad de los rasgos y delineamientos del rostro…”[97]

         La suficiencia femenina se sustentaba en su poder seductor y éste en su belleza.[98] “…¿se habla de batas? Al instante sale a colación la que llevó Dorina al paseo. Controviértese si era o no era de buen gusto, si la tela era de Francia o de Valencia, si el dibujo de la guarnición estaba bien ideado; la calidad de las blondas y la simetría de la espiguilla y los nuditos…”.[99]

         El pueblo gestó una fuerte xenofobia contra los petimetres, baluartes de las modas extranjeras, sobre todo francesas. Los majos y majas están presentes en muchas comedias del momento en las obras de Ramón de la Cruz. El prototipo del majo se fue nutriendo de una serie de elementos evolucionados que formaban parte de la indumentaria tradicional, pero que en la segunda mitad del siglo XVIII se constituyó en un estilo muy propio que fue aceptado, adoptado y difundido por todos los estamentos sociales, incluida la aristocracia. La literatura del momento se hace eco de este choque cultural, expresado a través de la moda, de los aditamentos externos, de las costumbres, pero con un trasfondo social de mayor profundidad. Un hecho acaecido en Madrid en 1798 constituye todo un emblema de tradición y decoro; ese día, Viernes Santo, algunas aristócratas contraviniendo el precepto de respeto y más aun en fechas tan señaladas, vistieron basquiñas de colores chillones y varios jóvenes intentaron atacarlas pues ello suponía una agria provocación al pueblo madrileño.[100]

         En los últimos decenios del siglo XVIII ya bien arraigados en nuestra cultura las figuras de petimetres y petimetras, se perfila con fuerza inusitada el rasgo casticista en las élites sociales; figuras como la Duquesa de Alba o la de Osuna conformaron unos prototipos que en cierto modo, remedaron modas y modos de raíz popular, pero esto sólo será parte del fenómeno; es el momento en que la tonadilla desbanca a la ópera italiana y el teatro del sainete compite con la estructura reglada del neoclásico, la impronta que dejaron en la memoria del pueblo actrices como La Tirana, La Caramba, La Catuja… mujeres de teatro, majas al fin y al cabo, fue el vehículo más eficaz para trasladar modelos populares e insertarlos en los gustos de la nobleza.

         Los aditamentos femeninos más cuidados fueron el peinado que recibía nombres como a la celosa, a la adorable, o a la impaciente[101] y el calzado; Torres Villarroel escribía: “…arrullaba toda la hermosa máquina de su cuerpo sobre dos chinelas de terciopelo azul que eran el ártico y el antártico en donde se revolcaban los ojos más tardos y se mecían los deseos más rebeldes”.[102]

         El teatro también se hace eco de las novedades o preferencias suntuarias poniendo en boca de sus protagonistas, a veces de forma ridícula e irónica, controversias o reflexiones acerca de tales caprichos; es el caso del peluquero quejoso por la nueva moda de llevar escofietas las señoras en lugar de lucir sendos peinados: “Y acaso ignoran/las competencias tiranas/con que las escofieteras/y peluqueros estaban/opuestos. Ellas querían,/para lograr sus ganancias,/persuadir a las señoras,/que una cofia que costaba/dos duros por una vez,/el dinero les ahorraba/y el martirio para muchas;/…/Los peluqueros decían,/y con razón muy sobrada,/estas mujeres nos pierden:/y si a tiempo no se trata/de remediar este daño,/muestra ruina está cercana./…/y finalmente indecisos/los dos gremios, en campaña/hubieran llegado a ser/escándalo de la patria/si una señorita, hija/de Madrid, asesorada/de un abate valenciano,/no hubiera con la más alta/ingeniosa novedad/metido su cucharada/en el caso, con asombro/de aire, tierra, fuego y agua./El medio fue producir/un nuevo estilo en que ambas/clases, pusiesen la mano :/de manera que se usaran/escofietas y peinados/a un mismo tiempo con gracia.”[103] Eran las escofietas tocados o cofias de hilo fino, ligero y transparente que se ataban al mentón y que completaban el arreglo del cabello. Entrarían a formar parte dentro del grupo de las prendas de moda internacional, lucidas exclusivamente por petimetras, aunque con el paso del tiempo su uso fue generalizado.[104]

         Pero el tema de los peinados era, sin duda, el blanco de toda crítica insertando los escritores comentarios caústicos al hilo de cualquier narración. Uno de los ejemplos más expresivos se halla en uno de los Pensamientos de “El pensador matritense”, de carácter crítico, divulgativo y pedagógico: “…de allí pasé a peinar a los amas para quienes inventaba todos los días nuevo peinado, con lo que éstas estaban locas de contento. Sus cortejos que las veían siempre peinado diferente, un día a la babilónica, otro a la kalmunca, y a la hotentota… La primera ocasión de empeño que se presentó fue un baile a que había de concurrir una de las Sras, y a que me dijo asistirían muchas petimetras que tenían excelentes peluqueros que en substancia era pedirme echase el resto. Así lo hice, fragüé en mi cabeza un nuevo peinado, que llamé a la kouli-kan, compuesto de multitud de bucles que imitaban a las tiendas de campaña, y con los cuales se figuraba un campamento con sus fosos, calles, plazas…; y en vez de penacho formé en la fachada una venus hecha del mismo pelo sentada en una concha marina, tirada por dos cisnes y acompañada de las gracia“.[105]

         En un sainete de Don Ramón de la Cruz, autor que plasma en su teatro innumerables alusiones a la moda española del momento con un tratamiento divertido y exagerado, se hace repaso de casi todas las novedades al uso en materia de peinados, tocados, deshabillés, batas, basquiñas y zapatos: sombrero montado a la vergonzosa, a lo pastoral, a lo san suci, cofietas de primavera, o a la caprichosa, carambas, zapatos de tela, basquiñas “arrastrando/por delante, y por detrás/con seis dedos de zancajos…” y batas “con/más cola que un prebendado/por detrás, y por delante/enseñando medio palmo/de piernas.” [106]

         Aparte de aquellas prendas integradas en el llamado Estilo Internacional, batas, desabillés, camisas y vestidos, el traje nacional lo formaban sin discusión la basquiña y la mantilla, indistintamente lucidas por majas y petimetras, y si las mujeres más humildes las tenían en escaso número, aquellas que podían ir a la última no sólo disfrutaban de cuantiosos ejemplares sino de una gran variedad, pues también en basquiñas y mantillas se dejaban sentir las novedades.[107] La impronta esencial de estas prendas se basaba en la sobriedad de colores y texturas, predominando casi siempre el color negro en tejidos de seda, gró, moaré, lana, muselina, encaje…También la legislación del momento acotó la utilización de colores chillones, cada vez más aceptados, intentando mantener la costumbre del negro,[108] así como el abuso de la muselina debido a su elevado precio, contra esta última prohibición se levantaron algunas voces como la de Gaspar Melchor de Jovellanos quien escribió “Voto particular del autor, sobre permitir el uso y la importación de las muselinas”.

         En su primer capítulo del “Fray Gerundio”, Patria, nacimiento y primera educación de Fray Gerundio, el Padre Isla al remontarse sobre el origen y etimología de Campazas, recoge algunos datos de trajes o costumbres acerca del vestido: “… otros son del sentir que se llamó y hoy se debiera llamar Capazas, por haberse dado principio en él el uso de las capas grandes que, en lugar de mantellinas, usaban hasta muy entrado este siglo las mujeres de campo, llamadas por los hombres tías: poniendo sobre la cabeza el cuello o la vuelta de la capa, cortada en cuadro y colgando hasta la mitad de la saya de frechilla, que era la gala regia en el día del Corpus y de San Roque, o cuando el tío de la casa servía alguna mayordomía…”.[109]

         Es sabido que a través de la pintura y estampa del siglo XIX se conoce muy bien el traje popular en España. La raigambre común en motivos dieciochescos de tradición más antigua (siglos XVI- XVII), aunque combinados con elementos ya del XIX,[110] se advierte en dicho fragmento donde la alusión a prendas ya tradicionales utilizadas en el mundo rural como la saya o la mantellina- prenda que cubría los hombros y a veces la cabeza lucida en acontecimientos sociales o religiosos. El color predominante era el negro guarnecido con ribetes de pasamanería o azabaches y su forma se caracterizaba por la versatilidad pues las había rectangulares, de segmento de círculo o semicirculares-[111] pone en conocimiento del lector la pervivencia de unos usos concretos en lo referente a la indumentaria femenina, como las cobijadas o tapadas, expresión que define una costumbre española durante varios siglos.[112]

         Por último, el Padre Isla en el capítulo Donde se refiere la variedad de los juicios humanos, apostilla lo siguiente: “…hablan de los sermones como de las bodas y de los bailes. Un corbatín los espirita, por cuanto ocupa el lugar que debiera ocupar una valona: y no pueden mirar sin furor unos calzones ajustados, acordándose de sus zaragüelles. La mariona, la pavana y las folías valen para ellos más que todos los paspieses del mundo…”.[113] El escritor Diego de Torres Villarroel en “Sueños Morales” imagina a Quevedo diciendo: ”¿…es posible que se acabó aquel traje tan propio de la gravedad española?” (“Sueños morales, visiones y visitas con Don Francisco de Quevedo” Madrid, 1794).

         El Marqués de Lozoya resume las tendencias e influencias de la moda de este periodo: “Es un lugar común el ponderar el influjo francés sobre la moda, las costumbres, y la literatura de nuestra patria en el siglo XVIII”[114]; efectivamente, la aristocracia sigue los patrones de París mientras las clases populares se apegan a sus trajes castizos aunque en los últimos decenios del XVIII asistimos a un interés inusitado por ellos: se reproducen en vajillas del Retiro, lozas de Alcora, Talavera y Manises…, también en grabados como los de Cruz Cano Olmedilla, geógrafo del rey Carlos III, igualmente se reflejan en los sainetes de Ramón de la Cruz o en el teatro de Moratín y todo ello contribuye a precisar un fenómeno gestado desde la segunda mitad del siglo cual es la irrupción de un impetuoso casticismo. El mundo de la moda suscita enorme interés plasmado a través de producciones tan interesantes como el “Discurso sobre el Luxo de las Sras. y Proyecto de un Traje Nacional”(1778)[115] y la “Respuesta a las objecciones que se han hecho contra el Proyecto de un Traje Nacional para las damas” (1788), la obra gráfica del grabador Juan de la Cruz Cano y Olmedilla a través de su “Colección de Trajes de España”(1777-1788) o la sistematización histórica llevada a cabo por Don Juan Sempere y Guarinos a través de “Historia del Luxo y de las Leyes Suntuarias de España” (1788).

 

II. EL REFLEJO DE LA MODA EN LA NARRATIVA ESPAÑOLA DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX.

 

II.1. ROMANTICISMO VERSUS COSTUMBRISMO

 

         Es a lo largo del siglo XIX cuando la mujer comienza a integrarse en la vida pública y a formar parte activa de la historia; la Revolución Francesa marcaría un hito en cuanto a la actitud de la mujer con respecto al mundo que le rodeaba, la Revolución Francesa descubriría también que las mujeres pueden ocupar un lugar en la sociedad y en la vida política, fuera del ámbito estrictamente privado. Y en su espacio doméstico también la mujer es objeto de observación por parte del hombre; la retrata, no sólo a través de las artes plásticas, sino también por medio de la narrativa. Muchos son los títulos de obras literarias que llevan un nombre de mujer, muchos los argumentos que tienen como protagonista a la heroína: la mujer como símbolo, objeto de categoría estética, fenómeno observable desde el punto de vista médico o psíquico, la mujer como elemento social, su proyección a través de la imagen física: rasgos, ropajes, actitud…Toda la centuria reflexionará sobre la fascinación ejercida por la mujer y ella será protagonista absoluta de su drama. Desde la sublimación de un ideal hasta la inserción de la mujer en las realidades sociales del momento, la literatura acrisola los deseos, pasiones y frustraciones de la propia mujer.[116]

         El Romanticismo es la fase de la historia del espíritu puesta de manifiesto con semejante carácter en todos los pueblos de la cultura occidental. Idea de libertad, ruptura de normas académicas; desde el siglo XVIII el germen del Romanticismo va generando una estética única manifestada en Inglaterra con las teorías de lo Pintoresco y lo Sublime, en Alemania a través de los Ciclos de Ossián y el Sturm und Drang, y en nuestro país los aldabonazos literarios de José Cadalso (Cartas Marruecas) y Torres de Villarroel marcarían las premisas prerrománticas. En España el movimiento romántico constituyó para unos la defensa y restauración del pasado literario, como fenómeno inalterable y constante ininterrumpido en la literatura española, si exceptuamos las fórmulas regladas del teatro Neoclásico y la narrativa del siglo XVIII. Para otros, el romanticismo español es un fenómeno rezagado y de origen foráneo iniciándose hacia 1833, fecha tardía con respecto a otros países.[117]

         Uno de los primeros conceptos vinculado con la fisonomía femenina del siglo XIX, que reiteradamente reaparecerá a lo largo del siglo, proviene del siglo XVIII y se enraíza en el populismo y en cierta actitud adoptada por la aristocracia española, el majismo, que aplicado en sus acepciones masculina y femenina será un fenómeno que cautivará a la sociedad española del siglo XIX y cuyo desarrollo a lo largo de la centuria ofrecerá distintos matices.

         El Romanticismo propagará la imagen de una mujer frágil encajada en los estereotipos domésticos alejados de la bachillera o de la culta latiniparla, figuras literarias asentadas en la narrativa del Siglo de Oro, aunque desde sus inicios el Ochocientos proyectaría hacia el futuro la mujer comprometida social y políticamente, brillante y prestigiosa en cualquier ámbito: Teresa Cabarrús, María Malibrant, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado o Fernán Caballero fueron mujeres de carne y hueso que brillaron con una vida exaltada y llena de matices.

         ¿Cómo ven las mujeres a las mujeres de su tiempo? La corriente romántica y realista nos advierte el papel protagonista de la mujer a través de escritoras como Mme. de Staël, George Sand Louisa May Alcott, Jane Austin o las hermanas Brönte, sin olvidar los aspectos reivindicativos proporcionados por Mary Wollstonecraft. En nuestro país durante los años cincuenta aparece un grupo de mujeres escritoras, que publican sus obras siguiendo patrones y cánones fijados por la literatura masculina; son en su mayoría poemas intimistas que hablan de la amistad femenina y de la solidaridad entre ellas, de sentimientos colectivos y propios: Vicenta García Miranda, Rogelia León,Manuela Cambronero o Mª Teresa Verdejo cultivaron la poesía lírica y plasmaron sus inquietudes a través de una hermandad espiritual que hoy las hace interesantes, si no desde el punto de vista artístico, sí al menos desde una perspectiva social, lo que hoy se llamaría Historia de Género.[118]

         Nuestras escritoras románticas más afamadas también mostraron con claridad en sus descripciones un tratamiento reivindicativo para la mujer. Sugestivo es el título de la novela de Cecilia Böhl de Faber “La Gaviota“, novela de superficie costumbrista que ahonda en una de las quimeras fundamentales del alma humana, la libertad. En “La familia de Alvareda“, novela de costumbres populares que entronca con los postulados del Realismo basado en el bosquejo y descripción de los más diversos aspectos de la vida cotidiana con sus pinceladas de drama romántico, Fernán Caballero expondría un cuadro de costumbres andaluzas. Ya en el capítulo 3º la autora expone al lector dos prototipos contrapuestos de mujer, a través de símiles a flores, mecanismo tan generalizado en cierto tipo de literatura: “malva en su dulzura… violeta en su modestia… azucena en su pureza” frente a: “una fresca rosa armada de sus espinas…“. También alude a una antigua costumbre de la mujer española, la de taparse el rostro con un manto, atavío conservado en algunos lugares hasta muy tardíamente: “… encontraron a Elvira y Rita apoyadas cada cual en un quicio de la puerta. Estaban envueltas en sus mantillas de bayeta amarilla, guarnecidas de un ribete de terciopelo negro que gastaban entonces las mujeres del pueblo, en lugar del pañolón que gastan hoy día. Cubríanse la parte baja de la cara, de manera que no dejaban fuera más que la frente y los ojos…”[119]. Como señalé en epígrafes anteriores, eran las tapadas mujeres que para salir se embozaban con mantos, mantillas o mantellinas ocultando parte del cuerpo y rostro dejando visible parte de la frente y uno o los dos ojos.[120] También otras prendas utilizadas por mujeres pertenecientes al mundo rural, campesinas y labradoras más o menos pudientes van apareciendo en minuciosa enumeración; es el atavío modesto de la mujer andaluza - o castellana - en torno a 1808-1809 : “(María) llevaba unas anchas enaguas de indiana, plegadas alrededor de su cintura, y un jubón de lana negro, cuyas mangas ajustadas, se cerraban en la muñeca con una hilera de botones de plata; al cuello un pañuelo de muselina blanca, recogido cerca de la nuca con un alfiler para que no se rozara con el cabello, de suerte que parecía un figurín de la moda que había de regir treinta años después a las elegantes. Su cabeza la cubría un pañolito, cuyos picos venían a atarse por debajo de su barba…”[121]

         Los retazos con los cuales apunta Fernán Caballero el vestido de María - enagua, jubón, pañuelo y pañolito de cabeza - responde a un certero tipo, común en el mundo rural y/o en las capas sociales de humilde extracción que desde el último tercio del siglo anterior seguía vigente y formaría parte de lo que podríamos denominar traje popular; así  el jubón es la acepción tradicional de una prenda  exterior ceñida a la cintura que cubría el torso, las enaguas o saya interior suplía a veces la falda exterior, también denominada saya y la indiana era una tela de hilo o algodón estampado por el anverso elaboradas desde el siglo XVII aunque su uso se generalizó  debido a su mediano costo en los siglos XVIII y XIX, constatándose su empleo en numerosas cartas de dote.[122] La indumentaria popular desarrollaría sus propias fórmulas más lentamente que las modas burguesas, de éstas recibió numerosos préstamos que a su vez se readaptaron a unos rígidos registros marcados por la tradición.

         Mariano José de Larra en El pobrecito hablador (revista de artículos de costumbres, Madrid, 1831) del 4 de Marzo de 1833 publica El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval donde aparecen diversas situaciones equívocas hasta el episodio en que un personaje siniestro (Asmodeo) conduce al protagonista a situaciones engañosas; en dos de ellas el autor recurre en tono satírico al tema de los acicates y ornato personal como enmascaramiento de la realidad: “Mira - me dijo mi extraño cicerone - ¿Qué ves en esa casa? Un joven de sesenta años disponiéndose a asistir a una suaré; pantorrillas postizas, porque va de calzón; un frac diplomático; todas las maneras afectadas de un seductor de veinte años;… ¿Y allí? Una mujer de cincuenta años. Obsérvala: se tiñe los blancos cabellos. ¿Qué es aquello? Una caja de dientes; a la izquierda una pastilla de color; a la derecha un polisón.”[123]

         El famoso articulista recurre a la indumentaria y a la moda para plasmar y mostrar los formulismos convencionales de la sociedad y el sentido de disfraz y falsedad en las relaciones humanas en La Sociedad (artículo de costumbres publicado en La Revista Española, de 16 de Enero de 1835). Como fiel exponente del costumbrismo de la época, los aspectos relacionados con modas han sido reflejados minuciosamente: el protagonista se erige en protector de un pariente al que introduce en el gran mundo: “…después de haberse proporcionado unos cuantos fraques y cadenas, pantalones colán y semi-colán, reloj, sortijas y media docena de onzas siempre en el bolsillo, primeras virtudes en sociedad, introdúcelo por fin en las casas de mejor tono…”.[124]

         El autor menciona las ropas más usuales que las clases populares solían llevar cuando viajaban: “…los primeros (los viajeros) tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres; si son mujeres, gorro o papalina y un enorme ridículo: allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves…”.[125]

         Uno de los artículos más interesantes es el publicado en la Revista Mensajero donde realizaría un lírico pero cruel recorrido por las vidas más humildes como la de zapatero, trapera o abaniquera, vidas que enlazan con el lujo y las apariencias “Esa que desprecia lleva en su banasta, cogidos a su misma vista, el pelo que le sobró a Amelia del peinado aquella mañana, una apuntación antigua de la ropa dada a la lavandera, toda de su letra (la cosa más tierna del mundo), y una gola de linón hecha pedazos… Otra multitud de oficios menudos merecen aún una historia particular… la abaniquera de abanicos de novia en el verano, a cuarto la pieza…”.[126]

         La realidad española se expone a través de un medio específico, la prensa, y de un género concreto, el cuadro de costumbres, fundamento del fenómeno costumbrista, aunque dicho término tenga para la historia de la literatura española un significado profundo como una constante desde el siglo XVII.[127]

         Ya Mesonero alude a la pasión por las modas francesas “…el conocimiento muy generalizado de la lengua y la literatura francesas, el entusiasmo por sus modas, y más que todo, la falta de una educación sólidamente española…“[128], esta crítica de Mesoneros, que nunca se asentó en postulados xenófobos sino en mostrar los vicios de la sociedad española de su tiempo, se dilataría hasta los costumbristas de la segunda mitad del siglo XIX.[129]

         La insistente preocupación del escritor en mostrar la realidad contemporánea no le exime tampoco de ser un lúcido observador de los comportamientos y prejuicios de aquellos que nos visitaban: “…se ha presentado a los toreros de Madrid enamorando con la guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus amantes; a los señoritos bailando el bolero…”.[130]

         En su primer artículo de costumbres, El Retrato, hace referencia a través de diversos vocablos a los diferentes nombres recibidos por aquellos que seguían fielmente las modas y novedades: “…tenía una esposa joven, linda, amable y petimetra, yo , que entonces era un pisaverde (como si dijéramos un lechuguino del día) me encontraba muy bien en esta agradable sociedad; hacía a veces la partida de mediator a la madre de la señora, decidía sobre el peinado y vestido de ésta, acompañaba al paseo al esposo, disponía las meriendas y partidas de campo, y no una vez sola llegué a animar la tertulia con unas picantes seguidillas a la guitarra, o bailando un bolero que no había más que ver.”[131] Puesto que Mesonero se retrotrae en esta pieza a finales del siglo XVIII, utilizando vocablos ya en desuso, como pisaverde o petimetra, que han sido sustituidos en el Ochocientos por la voz lechuguino, que define al joven atildado interesado en exceso por las novedades suntuarias[132]. En La capa negra y el baile de candil - artículo publicado en la Revista Española de 25 de Enero de 1833- hace un ligero recorrido por el Madrid popular y sus tipos: manolos y manolas; también en Paseo por las calles plasma el bullicio de la ciudad, sus rincones, calles y plazas mencionando así mismo, sus personajes cotidianos, sus gentes y sus tipos femeninos, como el de la damita pequeño burguesa en este perfecto retrato: “Lindo pie encerrado sin violencia en un gracioso zapatito; limpio y elegante vestido de muselina primorosamente sencillo, que deja admirar una contorneada cintura por bajo la graciosa esclavina que cubre los hombros y el pecho; elegante nudo recogido a la garganta, gracioso rodete a la parte baja de la cabeza, a semejanza de la Venus de Médicis; dos primorosos bucles tras de la oreja, otro par de rizos pegados en la sonrosada mejilla, y diestramente combinados con unos lazos azules que hubieran puesto envidia al mismo sol…”.[133]

         En uno de sus artículos más interesantes El Romanticismo y los románticos, plasmaría con gran sentido del humor algunas consecuencias estéticas y la afectación producida en muchos jóvenes seguidores de los postulados románticos; relata la historia de un sobrino suyo perteneciente a la secta de los hugólatras (seguidores de Víctor Hugo), y su transformación para parecer más romántico: “La primera aplicación que mi sobrino creyó deber hacer de adquisición tan importante, fue a su propia física persona, esmerándose en poetizarla por medio del romanticismo aplicado al tocador. Porque (decía él) la fachada de un romántico debe ser gótica, ojival, piramidal y emblemática… Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente anudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido en la ceja izquierda…”.[134] En tono jocoso y satírico el autor ha descrito el aspecto físico del joven romántico. A lo largo del relato, el lector irá descubriendo la incursión del joven en el mundo literario y sus románticos amores: “…hubo de ver una tarde por entre los más labrados hierros de su balcón a cierta Melisendra de diez y ocho abriles, más pálida que una noche de luna y más mortecina que lámpara sepulcral; con sus luengos cabellos trenzados a la Veneciana, y sus mangas a lo María Tudor, y su blanquísimo vestido aéreo a lo Estraniera, y su cinturón a la Esmeralda, y su cruz de oro al cuello a lo huérfana de Underlach”.[135]  Cuando Mesonero describe el atavío de la dama alude constantemente a elementos de indumentaria y aspectos relacionados con los dramas más conocidos del Romanticismo y que prodigaron un determinado ideal femenino inspirado en recursos historicistas: “Nuestra Señora de París” de Víctor Hugo, “La Straniera“ de Bellini o “El solitario del monte salvaje“ de D´Arlincourt. Este artículo iniciaría una serie de sátiras y escritos burlescos en contra de los románticos y su cada vez más deformadora visión de la realidad.

         En Antes, ahora y después, el autor relata la vida de Doña Dorotea Ventosa, su niñez y nacimiento y su educación basada en las lecturas de “Desiderio y Electo” de Jaime Barón y Arias y “Las Soledades de la Vida” de Cristóbal Lozano: “…y en cuanto a escribir, nunca llegó a hacerlo, por considerarse en aquellos tiempos la pluma como arma peligrosa en manos de una mujer…”(p. 335). La vida de Dorotea se ve ahogada por un marido autoritario al que olvida por completo cuando muere dedicando su existencia a recobrar el tiempo que perdió durante su juventud. Gracias, según palabras del escritor, a la modista, al peluquero y al químico supo prolongar artificialmente sus verdores: “… ¿Quien hay / que cuente los embelesos / los rizos, guedejas, moños / que están diciendo: memento / calva, que ayer fuiste raso, / aunque hoy eres terciopelo?”.[136]

         En su epílogo Al amor de la lumbre o el brasero, Mesonero añora algunas viejas costumbres domésticas que son sustituidas por ciertas comodidades, y las compara con usos tradicionales relativos a aditamentos como la capa y la mantilla: “…el brasero se va, como se fueron las lechuguillas y los gregüescos, y se van las capas y las mantillas como se fue la hidalguía de nuestros abuelos…”[137]. Como se verá más adelante, Mesonero Romanos dedicó algunos de sus escritos a traducir el sentir popular que inspiraba la mantilla; uno de sus artículos más conocidos, El sombrerito y la mantilla (1835), constituye la defensa a ultranza de una de las prendas emblemáticas de la mujer española ensombrecida por el sombrero, más del gusto europeo. Los pleitos mantilla-sombrero se mostraban en otros géneros literarios como la novela social, de costumbres contemporáneas, editadas normalmente por entregas y de fuerte difusión. En una de ellas, anónima aunque vinculada a Juan Martínez Villergas,[138]el narrador reflexiona en estos términos: “…es absurdo y ridículo el que nuestras hermosas oculten la abundancia y brillantez de su cabellera, el bien torneado y erguido cuello, bajo esa pesada armazón de trapos que llaman sombrero. En buen hora que las bellas del Norte, no favorecidas por la naturaleza con la riqueza en el cabello, para precaverse de la humedad en que viven envueltas, y del fétido olor que las circunda, hayan inventado esa parte del tocado, no tanto como elemento de lujo, cuanto como objeto de necesidad; pero habiendo heredado de sus mayores la poética mantilla, que tan suelta deja la hermosa cabeza, y permite el que gocen de su hermosura las miradas de los admiradores de lo bello, a crimen tenemos el uso de ese disfraz; la más absurda de las importaciones que del extranjero hemos hecho.” (Madrid y sus misterios. Novela de costumbres contemporáneas, Colección de Novelas originales Españolas, Tomo 3, Madrid, Imprenta de D. N. Sanchiz, Calle de Jardines, nº 36, 1844, p. p. 20-21).

 

II.2. EL ROMANTICISMO

         Si el Costumbrismo romántico observa y satiriza con prurito didáctico muchas de las veces, la lírica romántica mostrará una serie de estereotipos femeninos muy definidos pese a no estar basados en la descripción pormenorizada de rasgos suntuarios. En el drama romántico la mujer desencadena, la mayor parte de las veces, la tragedia o los momentos más dramáticos, aunque su papel es siempre pasivo. José Zorrilla (1817-1893) en sus novelas de asunto histórico y tradicional o en su teatro: “La Princesa Doña Luz”, “A buen juez, mejor testigo”, “Don Juan Tenorio”; Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) con “La viuda de Padilla” y “Morayma” o Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, Duque de Rivas (1791-1865) con “Florinda”, poema narrativo y “Una noche de Madrid”, romance histórico. En todas estas obras siempre o casi siempre las mujeres aparecen como personajes de perfiles indefinidos  y de escasa individualidad. García Gutiérrez (1813-1884) en su drama histórico encuadrado en el siglo XV, “El Trovador”, destacan las figuras de Leonor y la gitana Azucena; el autor se caracterizaría por dotar a sus personajes femeninos de una vehemencia absoluta, de una valentía superior en defender sus sentimientos. En medio de la trama cortesana plagada de personajes y tipos románticos, la figura de la gitana Azucena introduce un carácter brioso, el mundo marginado, y otra perspectiva quizá más potente de la femineidad.[139]

         Pero es en la obra de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) donde se fragua el prototipo, o mejor, los distintos arquetipos de la mujer romántica: etérea, intangible, unas, y otras antecediendo a lo que en la narrativa europea de finales de siglo XIX sería la femme fatal. En sus leyendas, basadas en la tradición, pero elaboradas y recreadas con una poética singular, surgen una serie de tipos femeninos que resultan paradigmáticos a la hora de construir una continuidad en lo referente al ideal femenino del Ochocientos. Y si en escasas ocasiones el escritor sevillano menciona la indumentaria o aspectos meramente formales, sin embargo el autor sabe profundizar en determinados caracteres femeninos. Un preclaro ejemplo es el cuento “Ojos verdes” donde el autor se remite a la leyenda de una mujer destructiva que acarrea múltiples desgracias y la muerte a quien la ve o entabla conversación con ella. La ubicación en parajes alrededor de Soria, así como la leyenda de una joven seductora que encarna el espíritu del mal, es mera inspiración literaria. En esta obra aparecen varios soportes estéticos que años más tarde configurarían la iconografía de la Femme fatal: ojos verdes de mirada hipnótica, larga cabellera y asociación simbólica con el agua[140]. La profesora Bornay en su magnífico estudio sobre iconografía femenina finisecular, apunta la existencia de dicho arquetipo ideal fijado plásticamente en los últimos decenios de siglo, con esa impronta que enfatiza el peligro hechicero, fatídico y sensual de estas ondinas o ninfas de los arroyos : “…ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro…”[141].

         En otro cuento “La ajorca de oro” su protagonista, María, mujer de fatídica belleza, arrastra a su enamorado hasta la locura pues se ha encaprichado de una presea que luce la Virgen del Sagrario y le induce a robarla: “…las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa…”[142]. También aparece una mujer diabólica y desencadenante de la tragedia en “El Monte de las Ánimas”, donde vuelve a repetir, si no la misma estructura dramática, sí la recreación de singulares personajes femeninos que abocan en dramáticas y trágicas consecuencias. Pero en 1862, Bécquer publica “Un rayo de luna”, obra emblemática del autor, construcción de la mujer ideal, paradigma del concepto “mujer” (espiritual) en el autor romántico: “...la orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje…”[143]

 

II.3. EL COSTUMBRISMO

         Pero volvamos al costumbrismo sin olvidar su propia definición, no como género menor sino como la literatura que describe la sociedad y la vida cotidiana coetánea al autor;  y que derivó en una serie de publicaciones de enorme interés que incluyó la moda de las fisiologías (publicaciones que tuvieron su origen en Francia); son, pues las series y los álbumes: “Las mujeres pintadas por sí mismas” (Madrid 1843-1844), “Las españolas pintadas por los españoles” (Madrid 1871-1872), “Las mujeres españolas, portuguesas y americanas” (Madrid 1872-1873-1876), “Las mujeres españolas, americanas y lusitanas pintadas por sí mismas” (1885), todas ellas herencia de “Los españoles pintados por sí mismos”(1843-1844).

         La literatura decimonónica muestra todos los anhelos, ilusiones y esquemas vitales de la mujer[144] pero no a través de el Romanticismo ya que éste recreará ciertos cánones muy delimitados y serán los retratos de costumbres y la novela realista los géneros literarios que se adentren y registren todas y cada una de las premisas definidoras de una nueva mujer o refleje las ya existentes: nada escaparía a la observación del escritor adscrito a los postulados realistas que llegaría a desmenuzar casi como un entomólogo los gustos, pensamientos, trabajo, actividad, desarrollo social, educación, aficiones, moda…de la mujer.

         En el Romanticismo español se labran unos tipos femeninos a través de la literatura que son eminentemente espirituales, como las mujeres protagonistas en la lírica de Bécquer, de influencia literaria germánica y del folklore nórdico que a finales de siglo se recrearía, con diferentes postulados y coordenadas estéticas, en la femme fatal. Si dentro de nuestro Romanticismo incorporamos el Costumbrismo, se advierte que, efectivamente, se describe lo cotidiano, y en consecuencia la moda, la indumentaria y sus rasgos, sobre todo, de las gentes populares (burguesas, majas, tenderas, campesinas llegadas a Madrid…,). Para este estudio son muy importantes los relatos de viajes y cómo vieron a los españoles del momento grandes escritores extranjeros como Próspero Merimée o George Sand (Aurore Dupin), aunque su óptica sea algunas veces en exceso pintoresquista; tampoco se ha de obviar la inspiración romántica y realista de Gertrudis Gómez de Avellaneda, prototipo de mujer libre y cultivada en la primera mitad del ochocientos, o de Cecilia Bölh de Faber que en su “Familia de Alvareda”, ya mencionada, aporta  una documentación interesante relativa a costumbres mujeriles con respecto a algunas prendas de vestir. Quisiera apuntar aquí el fenómeno que la moda adquiere ya en el XIX, su significado actual como dispositivo que distingue al hombre culto y cosmopolita de las clases menos afortunadas, que se hacen en esta materia más conservadoras. Un texto del jurista alemán Lhering revelaría que: “…el hombre instruido es más insaciable y está más necesitado de cambios que el inculto, que exige incansablemente menos estímulos, nuevas impresiones… Así podría explicarse, quizá, que el traje nacional asiente sus reales entre los pueblos incultos y la moda entre los cultivados…”.[145]

         Mesonero Romanos en sus “Memorias de un setentón”, publicadas en la Ilustración Española y Americana (1878-1880), aborda un nuevo y expresivo género literario donde el autor da cuenta de hechos históricos y vivencias, desde cierta perspectiva arqueológica[146]. Son diversos artículos personales estructurados cronológicamente que siguen una gráfica descripción de todos aquellos acontecimientos políticos, históricos y sociales que el autor conoció directamente desde 1808 hasta 1850: El dos de Mayo, El sitio de Cádiz, La ocupación francesa, Las Cortes de España, La juventud literaria y política, La corte de Fernando y Cristina… A nosotros nos interesa fundamentalmente un sugestivo artículo Usos, trajes y costumbres de la sociedad madrileña en 1826. De ahí entresacamos algunos jugosos textos, sin olvidar que Mesonero hizo acopio o refundió algunos artículos anteriores,[147] donde el autor va describiendo algunas costumbres sociales y amatorias de los jóvenes como la de ir a acompañar a las modistas o asistir a las más distinguidas academias de baile. Cita también a los sastres, zapateros y peluqueros de mayor fama (Ortet, Galán y Falconi respectivamente); anota, así mismo, los distintivos del joven a la última moda: los carriks, la levita polonesa, el fracs de faldón largo y mangas de jamón, las botas a la bombé o fardé o el cabello peinado a la inglesa, lo que el autor llamaba ”…los preceptos inapelables de los figurines parisienses…”; también los colores como el pistacho, azul prusia o gris claro para el frac, o los chalecos de entonada imaginación con botonaduras, cadenas y dijes. Principalmente nos interesa cómo describe la moda y el traje de la mujer ; sin menospreciar la moda extranjerizante, representada por las dulletas o citoyennes de seda, los spencers y el peinado alto (moda ésta derivadas del Directorio e Imperio), el autor se decantaría por el traje de maja andaluza que tal y como él señala constaba de corta basquiña y cuerpo ajustado y donde los elementos de guarnición con “…sendos golpes de cordonadura y abalorio…”, tenían un sentido fundamental, y sobre todo la mantilla que junto a la sencillez formaba un todo expresivo y fascinador. Apunta la tendencia hacia la desnacionalización que el vestido femenino sufriría paulatinamente merced a otros aditamentos y prendas que desplazaron a la mantilla: el mantón de cachemir, los albornoces, las capas o las manteletas, las capotas y los sombreros…[148]

         A lo largo del siglo y reiteradamente seguirá latente el contubernio entre el sombrero y la mantilla; el primero, elemento foráneo aceptado en nuestra sociedad en detrimento de la genuina mantilla:“…la proliferación de las modas ha destruido el individualismo de ellas en su parte más característica… las clases medias y aún las ricas, españolas, señaláronse, no sólo en la capa nacional, en los sombreros y cofias de hombres, sino en las mantillas de mujeres, pañuelos de cabeza y cuello, airosos guardapiés… sólo compatibles con la salerosa sandunga de nuestras paisanas…”[149]  

         Teófilo Gautier en “Viaje a España”, recoge sus impresiones bajo una mirada que responde a las ideas románticas y pintorescas que sobre España se tenía, sobre todo en la primera mitad del siglo; las referencias a la idiosincrasia española en sus costumbres queda plenamente reflejada en la obra. Gautier viene a España en Mayo de 1840 acompañando como asesor artístico al millonario Eugenio Piot, rico hombre francés comprador de antigüedades, obras de arte, armas, telas… De las mujeres de Jaén señala que las del pueblo: “…llevaban capas coloradas, salpicadas con lentejuelas escarlata, que resultaban una nota viva entre la multitud. Ese traje extraño, lo tostado del cutis, los ojos brillantes, la energía de las fisonomías, la impasible y calmosa actitud de aquellos majos,…, es lo que da a la población de Jaén un aspecto más africano que europeo;…”.[150] Plasma igualmente Gautier el ambiente de la ciudad de Granada, cuyas gentes compara con las de cualquier ciudad europea: “Tienen a gala, como casi todos los burgueses de las ciudades españolas, demostrar que no son pintorescos, y dar pruebas de civilización usando pantalones de trabilla…”[151], aunque advierte las diferencias entre las modas y costumbres de la burguesía y las del pueblo llano en las formas de vestir, describiendo con todo detalle las prendas masculinas usadas por los granadinos: sombrero puntiagudo de alas, chaqueta bordada, faja, pantalón de vueltas, polainas de cuero… En cuanto a las mujeres apuntaría lo siguiente: “…tienen el buen gusto de no abandonar mantilla, tocado el más delicioso que puede encuadrar su rostro de española; van por la calle y de paseo a pelo, con un clavel rojo en cada sien, envueltas en sus encajes negros, y se deslizan, a lo largo de las paredes, agitando el abanico con una gracia y una presteza incomparables. Un sombrero de mujer es una rareza en Granada…”[152]

 

III. REALISMO Y NATURALISMO: LA NOVELA COMO DOCUMENTO PARA EL ESTUDIO DE LA MODA FEMENINA DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX.

 

III.1. INTRODUCCIÓN

         Adentrarse en la gran corriente de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XIX sin olvidar que desde 1840 a 1860 la novela española se hallaría inmersa en un eclecticismo de derivaciones románticas caracterizado por la mezcolanza de presupuestos dispares,[153] supone sumergirse directamente en la obra de Galdós fundamentalmente, sin obviar a  Leopoldo Alas Clarín, Pedro Antonio de Alarcón, Juan Valera, el Padre Coloma o Emilia Pardo Bazán, ya que en su mayoría participaron parcial o totalmente de los postulados realistas con derivaciones hacia posturas meramente esteticistas y postrománticas, como Alarcón y Valera, o bien hacia el Naturalismo también denominado la cuestión palpitante, como lo hiciera la Pardo Bazán.

         Desde “La Desheredada” a “Insolación”, desde “La Regenta” a “Un viaje de novios”, en toda la narrativa española durante la segunda mitad del XIX, el reflejo de la vida cotidiana, el protagonismo de la burguesía y la descripción de tipos pertenecientes a las clases humildes y la definición de la moda por parte de la alta burguesía y la aristocracia, constituyen una imprescindible fuente documental para el estudio de la moda y del fenómeno del exorno desde mediados del siglo XIX.

III.2. EL MUNDO BURGUÉS Y LA MODA

         Benito Pérez Galdós (1843-1920) iniciaría desde “La desheredada“(1881) la descripción de su tiempo, de su propia historia a través del género novelístico, por ello, cada una de sus obras contemporáneas constituye en auténtico documento para adentrarse en la vida cotidiana, y por ende, en la moda, pero desde unas perspectivas únicas, como un fenómeno social de inusitados resortes no solo circunscrito al ámbito de la indumentaria. Este ciclo continuaría “El amigo manso“ y “El doctor Centeno” ambas publicadas en 1882 y 1883, respectivamente, para seguir con “Tormento” y “La de Bringas” (1884), “Lo prohibido” y que junto a “Fortunata y Jacinta”(1887) forman un corpus esencial donde se refleja la vida privada y los acontecimientos públicos, que recoge la historia cotidiana de unos personajes inmersos en la España de la Restauración, una crónica que se dilata desde los antecedentes de La Gloriosa hasta la Restauración canovista firmemente establecida. Todas ellas componen un mosaico espléndido en el cual se estudian distintos arquetipos femeninos emanados de las diversas capas sociales que protagonizan esta trama: la alta y pequeña burguesía madrileña, y las clases humildes y menestrales o el proletariado incipiente.

         No ha de pasarse por alto una de las obras más hermosas del autor encuadradas en sus llamadas novelas de tesis pero que anticipa en muchos aspectos lo que más tarde abordaría en las de ciclo burgués o contemporáneas; el problema de la intransigencia religiosa ocupa un trasfondo importante en “La familia de León Roch“, escrita y ambientada en 1878. En ella la protagonista, María Egipcíaca, es una mujer educada en la intransigencia religiosa que hace desgraciados a su marido y a ella misma; como reverso de su propia personalidad surge Pepita Fúcar, aristócrata e inteligente mujer, prefiguración de otras heroínas galdosianas, aunque todavía muy desdibujada en sus caracteres. Es en las primeras páginas cuando aparecen, por boca de uno de los personajes, ciertas opiniones que siempre imperaron entre los pensadores, moralistas y escritores desde mediados del siglo XVIII: “…luego no quieren que truene yo y vocifere contra esos hábitos modernos y extranjerizados que han quitado a la mujer española su modestia, su cristiana humildad, su dulce ignorancia…, su honor al lujo, su sobriedad en las modas, su recato en el vestir.”[154]

         Uno de los personajes recreados por Galdós y que viene a personificar ese afán de lujo y pasión por la moda es la Marquesa de Tellería, personalidad  que  reaparecerá  más tarde en “La de Bringas”. En “La familia de León Roch” es la madre de la protagonista, una mujer que aporta como rasgos esenciales de su carácter la fatuidad y superficialidad, así como un desmesurado interés por los trapos: “…Las cosas fútiles la ocupaban largas horas. Una mañana encontróla León muy indecisa enfrente de una elección de sombreros de verano, traídos de la tienda. Había allí todas las variedades creadas cada mes por la inventiva francesa. Veíanse nidos de pájaros adornados de espigas y escarabajos, esportillas hendidas con golpes de musgo, platos de paja con florecillas silvestres, casquetes abollados, pleitas informes con picos de candil,…; en fin, todas las formas extravagantes, atrevidas o ridículas con que la fantasía delirante de los artistas de modas emboba a las mujeres y arruina a los hombres”[155]. La metamorfosis de María Egipcíaca, una fanática religiosa, para reconquistar a su marido correría a cargo de la madre, una fanática de las modas parisinas; para ello se establece un ritual en el cual la madre y una amiga de ésta  condicionan a la protagonista a lucir determinadas prendas. El narrador se detiene en la descripción de una muy completa selección de piezas, muchas de procedencia parisina: “…Pilar volvió trayendo su coche atestado de preciosidades indumentarias, vestidos riquísimos, manteletas, abrigos, y para que nada faltase, trajo también sombreros, botas de última moda y hasta medias de alta novedad…”. Tampoco pasa por alto los importantes diseños: “…Veamos la manteleta. Escogeremos esta de casimir, de la India, con riquísimo agremán y flecos. La cortó un discípulo de Worth…”[156] María representa el conservadurismo ultramontano y la expresión de una religiosidad antinatural, casi morbosa; a lo largo de la obra aparece siempre vestida con una túnica de lana merino o estameña oscura, y en el pasaje arriba citado donde su madre y su amiga le ofrecen toda colaboración para vestir ocasionalmente a la moda, ella elige el color negro, significativo y caracterizador de un personaje como ella : “- Este de color perla te sentará bien/ No ; prefiero el negro. ”

         “Tormento”, escrita en 1884 representa el  preámbulo de la personalidad de Rosalía Pipaón de la Barca, protagonista de la siguiente novela y que en ésta mantiene un papel relevante. Ambientada en los albores revolucionarios de Septiembre de 1868, recoge interesantes aspectos relacionados con las formas y costumbres de la pequeña burguesía y de las clases humildes, representadas a través de las hermanas Sánchez Emperador; ellas son personajes al borde de la marginalidad social que se mantienen de la caridad de los parientes y de pequeños trabajos de costura; para estas mujeres, cuya esperanza de ascenso social es casi nula, la elegancia y el bienestar son dos conceptos armonizados que se materializan a través de un bonito y elegante calzado; así, en el capítulo X, el gesto de Refugio al enseñar a su hermana Amparo su calzado indicaría igualmente el triunfo de su independencia social y su libertad con respecto a ataduras y servidumbres económicas: “…alzó un pie para que su hermana examinara las bonitas botas con que estaba calzada”. Esta idea aparecerá  en otras protagonistas galdosianas: en Isidora Rufete, de “La desheredada” y en la Fortunata de “Fortunata y Jacinta”; en ellas, el calzado va a configurarse en catalizador no solo de la elegancia supuesta sino en la expresión del bienestar, y en un fetiche de la elegancia, de la sensualidad y, paradójicamente, del decoro.[157]

         Es interesante incluir unos párrafos que Caballero, galán de una de las hermanas Emperador, escribe a un primo que se halla fuera de España; donde la crítica a la sociedad y a la mujer, concretamente, son evidentes: “…Las niñas estas, cuanto más pobres, más soberbias. Su educación es nula: son charlatanas, gastadoras, y no piensan más que en divertirse y en ponerse perifollos. En los teatros ves damas que parecen duquesas y resulta que son esposas de tristes empleados que no ganan para zapatos…”[158].

         En “La de Bringas“, relacionada íntimamente con la anterior pues sus protagonistas, Francisco Bringas y Rosalía Pipaón, eran personajes centrales en “Tormento”, narra la historia de una familia en la convulsiva sociedad española en los meses anteriores a los sucesos de la Revolución de Septiembre.[159] El eje fundamental en torno al cual surgen los argumentos y los personajes es aquello que J. F. Montesinos llamaría la locura crematística.[160] Cronológicamente se centra entre Marzo y Septiembre de 1868 y narra la vida de la familia Bringas, concretamente la de su personaje central, Rosalía Pipaón de la Barca, Sra de Bringas, perteneciente a la pacata burocracia palaciega; su posición social enlaza con la pequeña burguesía ufana de escalar posición  y para ello nada mejor que dejarse embaucar por el mundo de las apariencias falaces. Nuestro personaje femenino se dibuja a la perfección con una serie de registros psicológicos donde la propia rebeldía y cierto afán por liberarse de unas ataduras domésticas van a convivir con formularios y clichés tan propios de la mujer burguesa del ochocientos.

         Una característica fundamental es la vinculación establecida entre ésta y otras novelas del autor donde la relación mercancía (dinero)/mujer es un binomio que manipula inexorablemente el hombre. Nuestra protagonista, inmersa en su inagotable necesidad por adquirir vestidos, trapos y adornos de última moda, su particular locura trapística, accederá a préstamos, sustracciones, créditos… para saciar su voraz apetito hasta que por fin y, en palabras del narrador, “desequilibrada la economía doméstica” iniciaría una nueva etapa en que “…supo la de Bringas triunfar fácilmente y con cierto donaire de las situaciones penosas que le creaban sus irregularidades…”[161].

         Es una obra que nos muestra una doble lectura; por una parte, el análisis de una sociedad efervescente y del empuje de la burguesía como clase social contemporizadora en aras de asumir los resortes del nuevo poder sociopolítico, por otra, el retrato implacable de una mujer trabada a una determinada escala social, la pequeña burguesía burócrata. Como en toda novela de costumbres, Galdós afina al mostrar un preciso papel que en cierto modo le tocó vivir a la mujer; de una parte el matrimonio, que se configuraba como la gran solución viable y común a todas las de cualquier grupo social; de otra el trabajo, reducido mayoritariamente al servicio doméstico o a ciertos oficios tales como planchadoras, modistas, cigarreras… y vulnerable a cualquier tipo de prostitución más o menos encubierta. La mujer y su desarrollo personal y vital dependería, por tanto, del hombre y del tipo de relación que con él se estableciera, a excepción de aquellas circunstancias en las cuales ésta fuese poseedora de su propia fortuna.

         Las referencias, alusiones, descripción de prendas, usos determinados de las mismas, acepciones técnicas a esta pasión mujeril, son extraordinarias; el capítulo X constituye una verdadera puesta a punto de la moda de finales de 1860. Toda una serie especializada de nomenclatura, términos textiles, tonalidades, colores y texturas, “exótico idioma” lo llama el narrador, irrumpe: muselina blanca, viso de foulard, gros glasé, gros verde, batista, encaje de Valenciennes, casaca de guarda francesa, ruche, bullones, pouff, retroussé, manto de corte, color ceniza de rosa, color verde naciente…: “MILAGROS.- Falda de raso rosa, tocando el suelo, adornada con un volante cubierto de encaje. ¡Qué cosa más chic! Sobre el mismo van ocho cintas de terciopelo negro…ROSALÍA.- ¿Y bullones? MILAGROS.- Cuatro órdenes. Luego, sobre la falda, se ajusta a la cintura,… ¿comprende usted ?…Se ajusta a la cintura un manto de Corte…Viene así, y cae por acá, formando atrás un cogido, un gran pouff…¡Qué original! Por debajo del cogido se prolongan en gran cola los mismos bullones que en la falda…”[162]

         Varios aspectos destacan como definidores de la moda femenina de la segunda mitad del siglo XIX en nuestro país:

·      Apreciable influjo francés, al margen de otros préstamos parisinos como se verá más adelante, en la denominación de piezas de vestir, tejidos o texturas: glasé, rouche, pouff, retroussé…, acepciones que tienen su correspondiente traducción al español como tela brillante y trasparente, tira de tela trabajada en nido de abeja, moño de tejido y recogido, respectivamente.

·      Relevante papel desempeñado por el figurín y las revistas de modas. La prensa gráfica difundirá una peculiar forma de redactar las notas de novedades con la inclusión de láminas, patrones y grabados y una específica imagen - tipo de la mujer.

·      Papel extraordinario que van adquiriendo las prendas de confección, y su importancia como elemento difusor de novedades. El autor reseña conocidas tiendas de Madrid (Sobrino Hermanos, Las Toscanas o Hijos de Rotondo)[163]             

·      La moda es el vehículo por el cual se denuncia el culto a la apariencia. Algunas prendas de vestir llegan a constituir para la protagonista auténticas tentaciones a las que sucumbir, una desmesurada pasión por el lujo. Pero esta denuncia, plasmada por el interés hacia los trapos, algo tan marginal y anecdótico, tan de cosas de mujeres, encierran otras lecturas como la relación entre el consumo suntuario y el nuevo sistema burgués:” Pero un día vio en casa de Sobrino Hermanos una manteleta… ¡Qué pieza, qué manzana de Eva!…” Rosalía cae paulatinamente en los cebos que va presentándole la Marquesa de Tellería “…¡Ah! ¡Si viera usted qué sombreros tan preciosos han recibido las Toscanas! Hay uno que es para modelo, divino, originalísimo, sobrenatural. Figúrese usted…, un Florián de paja de italia, adornado de flores del campo y terciopelo negro… Aquí, a un ladito, tiene una aigrette…”[164]

         Ambientada en los últimos años de los sesenta, la obra presenta una relación completísima de prendas específicas que por entonces causaban furor como la manteleta, una prenda exterior de abrigo derivada estructuralmente del mantón, pero mucho más complicada porque unía a su sentido meramente práctico una importancia suma en lo concerniente a motivos ornamentales imprimiendo un sello de gran elegancia. En la década de los cuarenta se introdujo desde París adueñándose de todas las elegantes españolas junto al mantón de cachemir, paletots, esclavinas…[165]. Al igual que la manteleta, el sombrero viene a constituir la piedra de toque de la distinción en el vestir aunque sin olvidar la importancia de la mantilla en la indumentaria femenina española. Mesonero hablaba de desnacionalización del traje hispano porque la adopción del sombrero hacia 1830-1835, vino a arrinconar el uso de una prenda, que aunque nunca llegaría a prescindirse de ella, poco a poco iría relegándose a ocasiones específicas. A partir de 1860 los sombreros van reduciéndose paulatinamente hasta formar una pequeña copa sobre la cabeza complementada con un velo caído sobre la frente; sombrerito, que paulatinamente irá disponiéndose inclinado sobre la frente y llegará a ser de pequeño tamaño, por ello se sujetará con grandes agujas o clavos de cabeza decorada; hacia atrás y partiendo del moño o del mismo sombrero las cintas o lazos suspendidas al aire dieron en llamarse hacia 1866, sígueme pollo,[166]aunque pocos años después esta moda desapareció casi por completo; de hecho, en 1872, una revista especializada en modas apuntaba: ”Cinturón negro de terciopelo con cocas anchas y largas, y alrededor del cuello va corrido un pequeño rizado de encaje, también negro, colocándose además un collar de cinta de terciopelo negro, anudado por detrás. Esto último es una reproducción de aquellas cintas  que antes se usaron en todas partes y en España se conocieron con el nombre de sígueme pollo…” (La Violeta. Año I, nº5, Murcia, 30 de junio de 1872)

         En “La de Bringas” se puede apreciar un empleo exhaustivo que el narrador hace de tejidos, así como de colores y formas que por entonces formaban parte de un vocabulario preciso: mozambique, glasé, cortes al biés, hombrera a lo jockey, gro, pelo de cabra, viso de foulard, casaca watteau, aigrettes, fichú, muselina, encajes de Valenciennes, puntos de Alençón y Guipure… creándose una atmósfera fatua donde los valores materiales, en este caso materiales y perentorios, adquieren el máximo protagonismo.

         En su afán desmesurado por adquirir piezas de vestir, la protagonista se ve inmersa en nuevos agobios febriles de costura: “La enorme tira de trapo se arrastraba por la habitación, se encaramaba a las sillas, se colgaba de los brazos del sofá y se extendía en el suelo, para ser dividida en pedazos por la tijera de la oficiala, que, de rodillas, consultaba con patrones de papel antes de cortar. Tiras y recortes de glasé, de las más extrañas secciones geométricas, cortados al bies, veíanse sobre el baúl…Trozos de brillante raso, de colores vivos, eran los toques calientes, aún no salidos de la paleta…”[167]; plasma Galdós de esta forma una atmósfera agobiante. En el capítulo XV vuelve una situación de clímax trapístico donde se revelan dos fenómenos importantes de la moda del Ochocientos; por una parte la proliferación de revistas ilustradas: “…sobre el sofá, media docena de figurines ostentaban en mentirosos colores esas damas imposibles, delgadas como juncos, tiesas como palos, cuyos pies son del tamaño de los dedos de la mano“; por otra, la referencia a la alta costura, aunque se presente aquí como un fenómeno lejano y de referencias secundarias y lejanas; refiriéndose a la modista, comenta Rosalía: ”…es una infeliz sin pretensiones, pero le da palmetazo al célebre Worth…” Esa fascinación por todo aquello que suponía novedad le llegaba de la mano de Milagros, Marquesa de Tellería: “…En casa de los Hijos de Rotondo me han dado unas veinticuatro varas de Bareges muy arregladito…Me ha dicho la de San Salomó que el Bareges se llevará mucho este verano…”[168]

         Algunos párrafos puestos en boca de cualquiera de los protagonistas, Rosalía o Milagros, parecen inspirados en la prensa femenina especializada: “Verá usted… tres volantes y adorno de sedas delgadas. El volantito, estrecho, guarnecido de encaje, y el entredós, bordado, formando hombrera a lo jockey. Cinturón color lila, cerrado por delante con una escarapelita…”[169], como si se hubiese producido una asimilación consciente a la jerga y estilo propios de los comentaristas y redactores de moda: “…talle redondo, abierto por delante con ancho cinturón. Mangas semiajustadas y adornadas con un jockey y ancho vuelto…”.[170]

         En el capítulo XVII introduce Galdós elementos de rebelión en la protagonista contra el marido (representación fidedigna del status social de la familia). El culto a la moda hace de esta mujer un género de vida pero la personalidad de Rosalía se va enriqueciendo a través de cierto inconformismo al no acatar las normas establecidas en su hogar, definiendo a su marido como un pacato sin estilo: “…quien sostiene que el pelo de cabra es más bonito que el gró, y llama cargazón a las capotas sólo porque no son baratas…”; reacción lógica de la protagonista influida por la marquesa de Tellería quien extrapola cánones femeninos para definir lo más exquisito y elegante: “…la de San Salomó estaba muy estrepitosa. No he visto en mi vida mayor pouff y aunque dicen que la tendencia de la moda es aumentarlo, creo que la Iglesia pide moderación en esto…”[171].

         Esta novela aborda otros interesantes argumentos candentes de la sociedad burguesa como las alusiones directas al mundo de la economía, en este caso la doméstica, y al hoy llamado consumismo,  lo que Galdós llamará “pasión crematística” ; las críticas a Don Francisco de Bringas por sus economías y ahorros las resume la marquesa de Tellería  como “estilo de paleto”; el crédito supondrá, pues, la clave de una nueva economía, el escalón que servirá a la de Bringas para saciar su sed de lujo por la ropa, símbolo de prestigio y elegancia social. De cualquier forma, se advierte la gran diferencia entre los atavíos de la protagonista burguesa y los de la noble arruinada: “Como quien dice un secreto de importancia, declaró a su amiga que se pondría aquella noche el vestido de muselina blanca con viso de foulard, color lila, al cual había hecho poner un entredós y casaca Watteau… A última hora se había podido arreglar una camiseta como la que le mandaron de París a la de San Salomó… Pensaba peinarse con el cabello levantado, ondulado, gran trenza alrededor de la cabeza y largos bucles por detrás…”.[172]

         El miriñaque (o crinolina, como definen algunos autores, como J. Laver) había llegado a su máxima expresión hacia 1860, y a finales de la década formaba en la parte trasera de la falda una curva que daría lugar al polisón, con tendencia a la cola imperante en la siguiente década.[173] En La de Bringas no aparece tan emblemático aditamento, y aunque no desaparecido entre las esferas pequeño-burguesas, las revistas de París y la moda internacional ya avanzaban la total desaparición de esta estructura que durante una década marcó profundamente no sólo la silueta femenina sino que proyectaría una determinada imagen de la misma; pero sí recoge el escritor otros importantes complementos suntuarios relacionados con las distintas modas imperantes ya que pervivieron a lo largo de la centuria: fichú o pañoleta de hilo, muselina para cubrir cuello, pecho y espalda y casaca Watteau o abierta en la espalda por pliegue de falla recibiendo tan particular nombre por seguir modelos inspirados en las pinturas de artistas.

         La obra acaba con los sucesos revolucionarios del 68 y la crisis de la protagonista, aquello que Galdós realiza en muchas de sus novelas contemporáneas: interpenetrar la circunstancia histórica con las vivencias personales de los personajes, registrando lo novelado a partir de la historia.[174]

         Entre 1883 y 1884, escribió Benito Pérez Galdós “Lo prohibido“; en esta obra el naturalismo de Zola ha dejado impronta manifiesta a través de la degradación de los personajes inmersos en unas coordenadas hereditarias y sociales complejas; se contempla una sociedad frivolizada donde impera el adulterio, la falta de moral y la hipocresía; la novela, concebida a la manera de diario íntimo narra la estancia en Madrid de un rico andaluz y las turbulentas relaciones que llega a mantener con sus primas. Una de ellas, Eloísa, personificará la frivolidad y una avidez desmedida por la riqueza (pasión suntuaria), compendio de mujer liviana integrada en aquello que se denominó dolce far niente pareciendo su caracterización una prolongación psicológica de Rosalía Pipaón de la Barca. Este personaje encaja con los registros sociales que le tocó vivir a la mujer de los últimos decenios del ochocientos en determinados ambientes, cual es el de la alta sociedad madrileña; sin llegar a las conclusiones esteticistas de Oscar Wilde o Huyssmans, Galdós apunta maneras de estudiado naturalismo armonizado con ciertos recursos del pre-decadentismo reflejado a través de la observación de determinados círculos snobistas de refinado culto a todo lo suntuario: obras de arte, mobiliario, cerámica, joyería, indumentaria… Galdós incurre en la descripción de esos ambientes cosmopolitas atestados de carísimas y valiosas obras; incluso llega a expresar opiniones más o menos certeras sobre tal o cual artista contemporáneo o sobre el coleccionismo de su tiempo; retazos referidos a la pintura costumbrista: Emilio Sala, Meissonier, Pradilla, Alma-Tadema, Muncaksy, Francisco Domingo Marqués o a piezas de joyería, porcelana… Todo ello advierten al lector de que por boca del propio protagonista o a través del narrador, el escritor llega a ejercer de auténtico crítico de arte:

         “…pues por el collar de perlas, la riviére de brillantes, una pulsera de ojos de gato, una rosa suelta y varias chucherías, me dejé en casa de Marabini quince mil duritos…”.[175] Sin duda Galdós conocía perfectamente las novedades en materia de joyería y sus artífices. Como años más tarde en “La quimera“ de Emilia Pardo Bazán, se advierte un especial regusto en detallar nobles objetos o preseas, registrando toda aquella información relativa a materiales, técnica y artífices; todo ello indicaría un sugestivo amaneramiento descriptivo; así, aparecen a lo largo del texto términos como riviére referido a un collar de brillantes montado en chatones, tipología de gran desarrollo a lo largo del siglo ya que fue la joya preferida de las damas; a veces los brillantes eran sustituidos por granates u otras piedras, incluso se aconsejaba en las numerosas revistas que dictaban la moda, que debían ser lucidas por las viudas.[176] Piedras muy en boga fueron también los crisoberilos con irisaciones o cimofanas, piedra semipreciosa conocida comúnmente como ojo de gato y  que junto a la amatista, el topacio, ópalo, turquesa o aguamarina constituirían una elegante alternativa o complemento a perlas, brillantes, esmeraldas, granates y esmaltes; diamante es también la rosa, referida a un determinado tipo de talla labrada por el haz y plana por el envés.

         En “La de Bringas”  ya se mencionaba casi de pasada, como una referencia lejana[177] el nombre de algunos artistas de la moda, Worth concretamente; en “Lo prohibido” son significativas y prolijas las referencias al maestro de la alta costura, importantes las ocasiones donde se menciona al modisto para dejar constancia del cosmopolitismo y el marchamo de internacionalización de la moda, eso sí, siempre vinculada a las clases privilegiadas. También en el capítulo IX, el narrador aporta algunos datos sobre los gustos decorativos de una de sus amantes, joven perteneciente a la alta burguesía madrileña: jarrones japoneses, tibores sachsuma, porcelana de wedgwod, credencia de ébano, berlina de Binder, piano de Erard “Ésta se fijaba en la manera de vestir de aquella gente y en la originalidad de sus atavíos. Eran como anuncio vivo de los modistos, que por tal procedimiento hacían público reclamo de las novedades de la estación próxima”[178]

         La novedad y elegancia se reflejaban en Casa Worth, donde acudía toda la sociedad europea a adquirir riquísimos trajes y así quedaría plasmado dicho fenómeno en esta novela: “En casa de Wort(h) se encontró a la de San Salomó ;… Cada una quería hacer pinitos sobre la otra, anticipándose a llevar a Madrid, lo mejor, lo más bonito y nuevo…”.[179]

         Si la de “Bringas” está ambientada en los albores de la revolución del 68, “Lo prohibido” está inscrita cronológicamente en el mismo momento en que se gestó, hacia 1885, y ello queda reflejado en numerosas descripciones de atavíos femeninos porque en la década de los 80 irrumpe un desmedido afán provocador y las modas van a imponer vestidos estrechos con largas colas sólo para soirées o vestidos de noche, las faldas se adornarán profusamente con pouff, bollos, lazos, encajes y pasamanería y el corsé ajustará extraordinariamente el talle[180] “… se nos presentó vestida totalmente de encarnado, el cuerpo de terciopelo, la falda de raso, medias y zapatos también de color de sangre fresca, y para que nada faltara, mitones de púrpura. Sólo una belleza de primer orden, de esas que dominan todo lo que se ponen, habría podido salir triunfante de tal prueba, envolviéndose en ascuas de los pies a la cabeza” (p. 152).

         En boca de un gacetillero de salón, Galdós alude a un tema que a finales de siglo constituirá todo un fenómeno estético e ideológico, el de la femme fatal pero en “Lo prohibido”esta tratado en ridículo envoltorio: “…era Eloísa un demonio celestial, el ángel del asesinato, serafín que había encargado a Worth un vestido hecho con brasas de infierno…”.[181]

         La silueta femenina no había cambiado mucho desde mediados de los setenta; el polisón será el aditamento imprescindible en la toilette de una dama, adaptándose dichos artefactos a las nuevas necesidades de la mujer al conseguirse piezas que pretendidamente auguraban una mejor calidad en cuanto a materiales y comodidad, como el langtry, que se plegaba, o el higiénico, distintos ambos de las rígidas estructuras de la década anterior, por ello, la figura quedaría estilizada a través del talle, muy reducido, que bajaba en pico más abajo de la cintura. Tanto la falda como la sobrefalda se disponían estrechándose cada vez más y los tejidos fundamentales seguían siendo las sedas, los otomanes, tafetanes, constituyendo la base para ingentes cantidades de adminículos y guarniciones de cintas, pasamanerías, plisados, encajes, volantes, flecos…, todo ello en tonalidades consistentes como el borgoña, negro o verde. Importante elemento catalizador de los cambios será la manga que tiende ahora a estrecharse, a seguir el torno del brazo.

         También la impronta británica se advierte en los trajes de calle y sport (jaquetas y redingotes) y en la textura y decoración de tejidos de lana a partir de los años 80, aunque España en cuestión de novedades seguía todo aquello que viniera de París, esa asimilación foránea en nuestras elegantes concluía con resultado original : “… noté que estaba vestida con extrema elegancia, de luto, y que se verificaba en ella, entonces como siempre, el fenómeno de conservar su tipo de Sra. española…”[182] Aunque es indudable el peso cultural que en determinados sectores sociales tuvieron ciertas importaciones más o menos superficiales como la moda, costumbres de protocolo, gastronomía, decoración doméstica…: “… María Juana tenía un vestido obscuro con preciosísima delantera de tela brochada, de un tono de oro viejo; el cuerpo admirablemente ajustado y ostentando encajes de valor. Estaba en realidad muy elegante… En su persona sabía María Juana convertir en letra muerta las teorías del castellano viejo preconizadas por su marido…, pero ella, la señora de la casa, se vestiría siempre a la última, y del modo más rico y elegante, viniera o no de extranjis la moda, y trajera o no entre sus pliegues el pecado de la farsa y de las mariconadas francesas”[183], lo cierto es que paradójicamente, y eso se advierte entre estas líneas, aquellos rasgos que definían desde antaño nuestra sobriedad, ante todo en el vestir, será una constante que estará presente a lo largo del siglo. 

         En el último tercio de la novela vuelven a aparecer, en el capítulo VII de la segunda parte, el sello de todo lo francés como sinónimo de elegancia y de chic; se van nombrando piezas y complementos de última actualidad hacia 1880: “…falda con delantera de encajes. ¿Y este traje negro?… mira, el sello de Worth…” todo ello, concluye uno de los personajes, es el mal madrileño, esta indecencia, la ruina y el desequilibrio económico “…para que a nuestras mujeres y a nuestras hijas las llamen elegantes y distinguidas…”.[184]

         También el novelista refleja en esta obra uno de los fenómenos sociales más de moda en el siglo XIX como fue el gusto y la costumbre de recibir; se estimaba el ingenio en la conversación en torno a mesas lujosas donde casaban aristocracia, belleza, inteligencia y poder económico;[185]quiza las más conocidas fueron organizadas por los duques de Fernán Núñez en la serre construida para tales circunstancias. Galdós expone con extraordinario rigor la superficialidad de dichos salones en donde la etiqueta era un eclecticismo, una transacción entre el ceremonioso trato importado “y la franqueza nacional que tanto nos envanece no sé si con fundamento”.[186]

         “Fortunata y Jacinta” se ambienta en un dilatado espacio temporal, desde finales de los años 60 hasta la Restauración (1876). Como en “La de Bringas” o “Tormento” constituye en sí un reflejo yuxtapuesto entre la historia acontecida y la estructura novelada ; son tres historias de la vida privada e íntima, narraciones que se formularían con el referente socio-histórico que abarca una cronología desde 1867-1868 en “Tormento”, 1868 “La de Bringas” y 1869-1876 “Fortunata y Jacinta”, esta última la redactaría su autor entre 1885-1887 ; desde esa perspectiva que da el tiempo, el autor hace coincidir en clave los acontecimientos históricos con aquellos de trascendente importancia para sus protagonistas: el año de la Constitución del 69 es el del compromiso entre Santa Cruz y Jacinta ; el hijo de Fortunata nace y muere en 1870, año de la llegada a España de Amadeo de Saboya ; en 1876 nace el segundo hijo de Fortunata, ella morirá encargando el cuidado del niño a Jacinta; 1876 es la fecha clave de la Restauración con Alfonso XII.[187]

         Fortunata representa al cuarto estado, el proletariado urbano, con aspiraciones de convertirse por su matrimonio en una pequeño-burguesa; sin embargo su definición va más allá al conformarse como un personaje inmerso dentro del romantic realism[188]se aparece al espectador como una palpitante y apasionada heroína que en cierto modo subyuga a la sociedad burguesa de su tiempo al enfrentarse a los principios de autoridad que pretenden hacerla pasar por el aro[189]. Si al principio Fortunata se  presenta como un arquetipo de mujer popular, emergerá poco a poco un complejo carácter, grandioso, pletórico de hermosa sensualidad, un tipo verídico, armonioso en cuanto que equilibra sus deseos con sus hechos, y vertical en su única aspiración, cual es vivir junto al hombre amado, aspiración sublimada paulatinamente que dará lugar a su idea.

         Al culminar la obra, el personaje transgresor de Fortunata se ha constituido en un mito. Jacinta, por el contrario, representa la burguesía como status quo, la verdad establecida y sensata cuya historia adquiere un auténtico sentido al relevar a Fortunata en el oficio de madre; asentada en la legalidad de su situación aspira a una maternidad que le está vedada y que sólo al final de la novela y gracias al rasgo de Fortunata llega a ser realidad al verse realizada su máxima aspiración. Su perfil caracterológico es más desvaído que el de Fortunata representando un hermoso tipo de la mujer burguesa: importantes cualidades espirituales, amantísima y noble esposa, valiente sólo al final de la novela ya en posesión de su heredero, del hijo de Fortunata y de su esposo, optaría por rebelarse contra su marido; de alguna forma ella es la encargada de castigar y vengar la muerte de Fortunata.

      Al amparo y siguiendo una estructura superficial, aunque desmitificadora y crítica, del folletín, Galdós propone varios tipos humanos femeninos algunos muy significativos, insertados en un entramado social que encaja en un momento histórico tan importante como la segunda mitad del Ochocientos: desde la Gloriosa hasta la Restauración.

         Enorme mosaico de tipos sociales y ambientes sin faltar la referencia directa a la moda y en el capítulo II, retrotrayéndose al pasado reciente, y señalando los antecedentes familiares de Doña Bárbara, glosará el autor un hermoso pasaje en defensa de un emblema en la moda española, el mantón de manila[190]. Al referirse a Ayún, diseñador posiblemente de procedencia oriental, señala “Es el ingenio bordador de los pañuelos de Manila, el inventor del tipo de rameado más vistoso y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón con flores y rimados con pájaros. A este ilustre chino deben las españolas el hermosísimo y característico chal que tanto favorece su belleza, el mantón de Manila, al mismo tiempo señoril y popular, pues lo han llevado en sus hombros la gran señora y la gitana. Envolverse en él es como vestirse con un cuadro. La industria moderna no inventará nada que iguale a la ingenua poesía del mantón, salpicado de flores, flexible, pegadizo y mate, con aquel fleco que tiene algo de los enredos del sueño y aquella brillantez de color que iluminaba las muchedumbres en los tiempos en que su uso era general…”[191] Galdós documenta esta prenda señera apuntando que ya en 1885 es una pieza casi perdida de la generalidad, sólo usada en contadas ocasiones y que solamente el pueblo la conserva para lucirla en los grandes acontecimientos; pocos años después algunos autores reflexionarían acerca de tal atavío que imprime a la chula el donaire y solemnidad que la prenda tiene.[192] Qué duda cabe que documenta el autor magistralmente en su descripción las tiendas de géneros y tejidos así como los inicios y desarrollo de la confección seriada, elemento y característica fundamental en la historia de la moda del XIX,[193] fenómeno este por el cual comienza la homogeneización del vestido, emulando, en este aspecto, las clases populares a la pequeña burguesía: “… La decadencia del mantón de Manila empezaba a iniciarse, porque si los pañuelos llamados de talle, que eran los más baratos, se vendían bien en Madrid (…) y tenían regular salida para Valencia y Málaga, en cambio el gran mantón, los ricos chales de tres, cuatro y cinco mil reales se vendían muy poco…”.[194] Todo el capítulo II trata del comercio matritense representadas en las familias Santa Cruz y Arnáiz, ambas relacionadas con la importación de telas y productos orientales( chinoiseries), tales como abanicos, telas de nipis y seda, Madrás, objetos de marfil… Según Galdós el mantón de Manila, y en general el del tejido de seda chino decayó hacia 1845-1850 ; es explicable así el auge de otras prendas adoptadas por la mayoría de las clases sociales como los abrigos confeccionados o la manteleta, pieza externa femenina que gozó de cierto predominio entre las elegantes de la alta sociedad, aunque progresivamente se confeccionaría en tejidos menos costosos; no cabe duda que entre las clases populares, mantones, mantillas, rebozos o mantellinas se usaron respectivamente en la ciudad y zonas rurales.[195]

         En la historia de estas familias pertenecientes al comercio madrileño, el autor narra una profunda historia sobre los cambios acaecidos en el comercio y la industria textil; traza una realidad basada en el cambio de gusto de los españoles, acelerado o pronunciado por un cambio en la hegemonía de las rutas comerciales: la Real Compañía de Filipinas, liquidada en 1833 que facturaba los géneros de China, los crespones (incluido el mantón de Manila) y los tejidos orientales cedería ante el empuje de Inglaterra, Francia o Bélgica. Pero el leit motiv seguirá siendo el mantón “… la aristocracia los cedía con desdén a la clase media, y ésta, que quería ser también aristócrata, entregábalos al pueblo, último y fiel receptor de los matices vivos…”[196] incluso llega el autor a referirse a varios artífices, artistas y diseñadores de aquellos magníficos registros decorativos bordados en aquellos pañolones: Ayún, Senquá y King- Cheong, todos ellos nombres que cita Galdós y que no corresponden a autores conocidos.

         Hace el autor un espléndido retrato o recopilatorio de las características de la moda hacia mediados del siglo XIX:

·      La importancia de determinadas tonalidades por influjo de la industria de la confección europea: colores grises, pardos, verde botella, corinto…; estos matices que acentúan el sentido de sobriedad han sustituido a los rojos, amarillos, cadmio o verde.

·      La importancia del término novedades: la ropa blanca (realizadas en suaves tejidos de seda, lino o algodón como las batistas, holandas, madapolanes, el nansouk, las cretonas de Alsacia…), las crinolinas, símbolo de la indumentaria femenina y, sobre todo, “el imperio de la levita”, signo externo del burgués; era el momento en el cual la clase media acaparaba la administración del estado a través del empleo creado por el sistema económico administrativo.

         Pero es en el vestir femenino donde el autor hace un especial hincapié: “…origen de energías poderosas, que de la vida privada salen a la pública, y determinan hechos grandes. ¡Los trapos, ay! ¿Quién no ve en ellos una de las principales energías de la época presente, tal vez una causa generadora de movimiento y vida? Pensad un poco en lo que representan, en lo que valen, en la riqueza y el ingenio que consagra a producirlos la ciudad más industriosa del mundo, y sin querer, vuestra mente os presentará entre los pliegues de las telas de moda todo nuestro organismo mesocrático, ingente pirámide en cuya cima hay un sombrero de copa;…”.[197]

         A finales de los cuarenta, y esto se refleja magníficamente en los primeros capítulos de la novela, las costumbres en el uso de la ropa se fueron transformando paulatinamente; la utilización de determinadas prendas y el gusto importado se unieron a cierta educación en lo concerniente al cuidado y aseo del cuerpo; las novedades estaban representadas en la crinolina, algunas prendas determinadas de abrigo y lo concerniente a la ropa blanca como camisolas, chambras, cintas o enagüas, pantalones…: “Este Madrid, que entonces era futuro, se le representó con visiones de camisas limpias de todas clases, de mujeres ya acostumbradas a mudarse todos los días, y de señores que eran la misma pulcritud. De aquí nació la idea de dedicar la casa al género blanco, y arraigada fuertemente la idea, poco a poco se fue haciendo realidad.”.[198] Los avances técnicos prolongaban sus efectos también en el vestir así en el Madrid del Ochocientos no sólo el desarrollo industrial y mercantil sino otros como la construcción del Canal del Lozoya, que la intuitiva Isabelita Cordero consideraba el hito que inauguraría nuevas expectativas en cuanto a nuevos usos y costumbres relativos a la higiene.

         Esta historia de las familias Santa Cruz, Arnáiz y Cordero (comerciantes del viejo Madrid) es también la historia de las modas y costumbres en torno a mediados del XIX. Si cronológicamente el capítulo II se retrotrae al siglo XVIII, buscando y escarbando en los orígenes familiares, el panorama referido a los tejidos, modas, tiendas, nos remiten a la primera mitad del Ochocientos; aspectos y motivos vinculados directamente con la indumentaria tradicional femenina española pugna en esta narración con la novedad foránea, que no es más que la lucha entre la tradición popular castiza[199] y la internacionalidad y homogeneización de la moda: la levita masculina y la crinolina femenina frente a prendas arraigadas en la cultura casticista como el pañolón de Manila. Los siguientes capítulos encuadrados entre 1870-1874, narran la vida de varios personajes cuya existencia giró en torno a sus protagonistas femeninos: Jacinta, la burguesa sumisa (personificación de la Restauración) y Fortunata, el cuarto estado o pueblo llano como se narra en el capítulo IX.

         Cuando a finales de los sesenta la crinolina vaya perdiendo su amplia silueta, ciñéndose casi exclusivamente a la parte posterior de la falda, se adelantaría un paso más hacia la estilización y naturalidad de la figura femenina que vendría de la mano del polisón armadura y apósito que imperará ya en la década de los setenta, a él se van a adherir los tejidos formando pliegues, tableados, plisados, pouff, recogidos y drapeados. Maguelón Toussaint-Samat relaciona el fin del IIº Imperio con la desaparición de la crinolina y el advenimiento de la III República, época de sobriedad y ahorro con la irrupción del famoso polisón que realzaba, mediante la superposición de tejidos de diferente textura sobre dicho postizo, la parte trasera de la mujer de manera que “… se asemejan a centauras con las patas delanteras empinadas…”.[200]

         Es en la descripción del vestido de Jacinta, que contrastaría con unos párrafos anteriores donde se plasma la indumentaria popular de la huerta valenciana: “… los hombre con zaragüelles y pañuelo liado a la cabeza, resabio morisco ; las mujeres frescas y graciosas, vestidas de indiana y peinadas con rosquillas de pelo sobre las sienes”(I, 220-221), cuando por vez primera aparece en la novela el término: “Hablando así se quitaba el sombrero, luego el abrigo, después el cuerpo, la falda, el polisón…”.[201] Los grandes estudiosos de la moda han centrado sus objetivos en la evolución de estos artefactos que han definido la moda del siglo XIX pues constituyen el fundamento de una determinada silueta, la arquitectura o el esqueleto de tejidos y adornos, la estructura de una forma de vestirse.

         Hay que considerar los últimos años de la década de los sesenta (1867) como aquellos que marcaron la desaparición del miriñaque o crinolina. Hacia 1870 la moda se orientó hacia un reajuste de las faldas que disminuyeron  de diámetro  y se ajustaron a las caderas, ahuecadas por detrás gracias al polisón, mientras el talle se alargaba en punta realzando los senos; esta exagerada angostura sobreviviría algo más de diez años.[202] Cuando Galdós se refiere al miriñaque “…que los franceses llamaban Malakoff, invención absurda que parecía salida de un cerebro enfermo de tanto pensar en la dirección de los globos…”,[203] o cuando Toussant-Samat sugiere la transposición de la arquitectura del momento - Crystal Palace de Burton-[204] al armazón de la crinolina están yuxtaponiendo unas fórmulas constructivas que se contaminan mutuamente. Por ello, el cul de París sobre el cual se monta el polisón sería el estadio intermedio entre la crinolina y la silueta natural y podría extrapolarse su estructura y sentido estético con la arquitectura ecléctica y los neos  del último tercio del XIX.

         En España, como en el resto de Europa, los avances en la industria textil van a contribuir al desarrollo de una moda que, si bien no estaba patentada por la firma de un artista (modista/o) ni por el aval de la alta costura Parisina, llevará a las modistas seguidoras de la moda a componer las toilettes tanto de las damas burguesas así como de aquellas mujeres de extracción social más sencilla[205]. Importantes fueron los avances técnicos pero sería la popularización de la máquina de coser la circunstancia que propició la proliferación, desarrollo y estandarización de innumerables prendas que gracias a los patrones y a la facilidad y rapidez en la ejecución proporcionaría un uso extensivo de determinadas piezas. También Galdós alude a esa expansión industrial tan determinante en la historia del vestido decimonónico; en su viaje de novios Juan Santa Cruz y Jacinta visitarían la ciudad de Barcelona donde, entre otras maravillas, admiraron las soberbias fábricas de tejidos de Batlló y Sert[206] pero la burguesía adinerada, consumidora de la producción nacional, era adicta también, como lo era Jacinta, a los modelos importados: “…sus hermanitas solteras también recibían de ella frecuentes dádivas ; ya los sombreritos de moda, ya el fichú o la manteleta, y hasta vestidos completos acabados de venir de París…”.[207]

         Es también el gran momento de la consolidación de algunas costumbres específicas como el  cuidado de la ropa interior realizada en hilo de algodón, lino o seda por ser los tejidos idóneos, siempre guarnecida de labores de bordado o aplicaciones de encaje ; también se imponía el uso de esta o estotra textura, y eran las tiendas de mayor prestigio o las propias revistas de modas quienes difundían la última novedad : “- Señora, señora, no deje de ver las cretonas que han recibido los chicos de Sobrino…¡ Qué divinidad! -¿Rameaditas? Sí, y con golpes de oro. Eso es lo que se estila ahora”.[208] La Casa Sobrino también vendía géneros muy en boga entonces como el satén de algodón o el chinz estampado floreado que constituían el último grito, junto a las ya mencionadas cretonas, aunque no se especifica en el texto el uso que se daría a tales tejidos, presuponemos que servirían para confeccionar aquellos trajes denominados de estilo tapicero por su similitud a la decoración textil imperante en los hogares burgueses: delantales, colas, drapeados laterales y posteriores, accesorios sin fin que convertían las lisas estructuras en siluetas encopetadísimas.[209]

         En el capítulo IX  titulado Una visita al cuarto estado, es decir al mundo miserable de los barrios de Madrid, las figuras de Guillermina, arquetipo de piadosa y filantrópica Señora, y Jacinta, la joven burguesa esposa de Juan Santa Cruz, se contraponen no tanto en sentimientos y fundamentos morales, como en aspecto exterior: “El atavío de las dos damas era tan distinto, que parecían ama y criada. Jacinta se puso su abrigo, sayo o pardessus color de pasa, y Guillermina llevaba el traje modestísimo de costumbre…Dio Jacinta de cara a diferentes personas muy ceremoniosas. Eran maniquís vestidos de señora con tremendos polisones, o de caballero con terno completo de lanilla”.[210] La importancia de dicho armazón se conjugaría con otra, igualmente trascendente en la indumentaria femenina, así al describir una de las típicas y bulliciosas tiendas de la calle Toledo indica el narrador la exhibición de la mercancía en las fachadas, y entre esa mercancía: “…los corsés encarnados, negros y blancos que con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas…”.[211]

         En efecto, son el corsé y el polisón dos elementos que fundamentan la moda de 1870 a 1877; Antonio Soto, en 1935, describiría de manera gráfica lo complicado del atuendo femenino en lo concerniente a la ropa interior: pantalones de holanda con profusos encajes, enaguas almidonadas, polisón, corsé, cubrecorsé y chambra servían de base para el complicado traje femenino que confería cierto aire de envaramiento a la mujer[212] y será en esta década cuando adquiera su peculiar estructura, pese a ser un aditamento que de una forma u otra ha estado presente en cualquier etapa de la historia del vestido[213]. El corsé moderno, el que se confeccionaba en el siglo XIX, podría tener una doble lectura al querer expresar mejor la femineidad: senos altos, talle mínimo y caderas opulentas, Valerie Esteele, feminista, afirma que para la mujer del Ochocientos el corsé llegó a constituir no sólo una reafirmación de su sensualidad y femineidad sino la expresión de rechazo al papel doméstico y maternal[214]. A medida que fueron avanzando las modas y habida cuenta de los peligros que entrañaba la opresión del corsé (problemas circulatorios, lordosis, desviación de la columna, afecciones estomacales y hepáticas, abortos…), éste fue adaptándose con mayor naturalidad y una menor agresión al cuerpo de la mujer.

         En esa visita al cuarto estado se alude entre sus páginas, de chispeante y real descripción, a las diferencias existentes entre el vestido burgués, la moda propiamente de estilo importado y de factura francesa, y el traje sencillo de tradición popular con algún que otro trasvase de aquello que ya entonces se llamaba moda. Los comentarios jocosos de las mujerucas de una casa de vecinos y de la propia Guillermina, mujer desentendida de la moda y anclada en su traje oscuro de merino, liso, pañolón y mantón y zapatos de paño, ponen en evidencia la escasa popularidad de la que gozó el polisón, considerado como un elemento extraño a las modas castizas: “Señá Mariana, ¿ha visto que nos hemos traído el sofá en la rabadilla? ¡ja, ja, ja! Guillermina mirando a su amiga  apostillaría: “Esas chafalditas no van conmigo. No puedes figurarte el odio que esta gente tiene a los polisones, en lo cual demuestran un sentido… ¿cómo se dice?, un sentido estético superior al de esos haraganes franceses que inventan tanto pegote estúpido”[215]

         “Fortunata y Jacinta” contiene entre sus páginas las alusiones a otro rasgo fundamental de la indumentaria del siglo XIX: la sistematización genérica de la moda, la democratización de ciertas prendas, complementos y motivos decorativos por ello no hay que olvidar que la impronta tradicional de la indumentaria es ya residual y sólo algunas prendas concretas como el mantón o pañolón, la mantilla o algunos complementos suntuarios, como determinadas joyas sobrevivirán hasta nuestro siglo. La máquina de coser va a erigirse en la segunda mitad de siglo como el arma esencial para la mujer de escaso poder adquisitivo ya que accedería a realizar sus aspiraciones como la de verse ataviada a la última y a disponer de una ropa a imitación de las toilettes lucidas por grandes damas; la burguesa modesta entra así en un circuito de oferta/demanda hasta entonces insospechado pero también las poblaciones rurales enriquecen sus vestimentas con lenguajes distintos incorporando fórmulas decorativas retomadas de las modas urbanas e internacionales[216]: “Se componen mucho y tienen arriba la mar de figurines. Están haciendo dos trajes, y si vieras…no pude por menos de reírme; porque del terciopelo que les sobra hacen trajes para Niños Jesús y para Vírgenes. Todo lo aprovechan, y hasta una hebilla de sombrero que no puedan gastar, se la plantan a cualquier santo en la cintura.”[217] Es indudable que no puede negarse el carácter efímero de la moda y este atributo hace que ese sentido democratizador quede en cierto modo varado por otra cualidad asentada sobre la versatilidad, la novedad y la predilección por los nuevos dictados cambiantes de cada temporada, aquello que vino a denominarse la tiranía de la moda y que desde finales del siglo XVIII se hace evidente. También contribuyó a la homogeneización de la ropa, la confección, es decir, la ropa ya hecha y distribuida en los numerosos comercios especializados, pero igualmente era común que algunas mujeres atendiesen la demanda de determinados productos y se dedicarán a la venta directa de sombreros, cintas, mantones, fichús y novedades varias. Tal ocurre en esta obra, como en “La de Bringas” donde Refugio, hermana de Amparo Sánchez Emperador se dedicó durante un tiempo a estos menesteres. En “Fortunata y Jacinta” aparecerá la figura de Mauricia La Dura, una mujer marginada y dedicada ocasionalmente a “…correr pañuelos de Manila y algunas prendas…”[218] Las condiciones específicas que alentarían a la mujer perteneciente a la pequeña burguesía para contemporizar y estar al tanto de todas las novedades en materia de vestidos, iban a fundamentarse en el ahorro y el talento de componer: “Con su talento y su economía se había agenciado un abrigo de terciopelo, con pieles, que la más pintada no lo usara mejor. Y le había salido por poco más de nada, atendido lo que generalmente cuestan estas piezas… Le estaban arreglando una capota, que… vamos; el día que la estrenara había de llamar la atención…”[219]

         Pérez Galdós apuntará en esta obra hacia nuevos arquetipos femeninos, distintos a otras mujeres recreadas por él y hasta entonces inexistentes en la novela realista. En Aurora Samaniego, una viuda que durante muchos años había vivido en Francia: “… dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos independientes y mucho tino mercantil…”[220], el escritor forjará un tipo de mujer encajada en la sociedad industrializada, urbana y cosmopolita, con nuevos roles y distintos papeles que cumplir. La descripción que de ella se hace atiende a aspectos externos como su fisonomía peculiar y distintiva con respecto al resto de jóvenes: “…vestía con esa sencillez airosa de las mujeres extranjeras que se ganan la vida en un mostrador de tienda elegante, o llevando la contabilidad de un restaurant. Su traje era siempre de un solo color, sin combinaciones, de un corte severo y como expeditivo, traje de mujer joven que sale sola a la calle y trabaja honradamente”[221] Es un claro ejemplo de una obrera especializada, de una profesional; el mismo narrador advierte la impronta extranjera de aquel tipo de dama, incorporada al engranaje social a través de un trabajo remunerado, especialista en contabilidad o dependienta de unos grandes almacenes, tipo verdaderamente escaso en la sociedad española de la Restauración.

         La obra literaria más importante del siglo XIX español se convierte así en una especie de escaparate de la moda, donde el vestido se constituye en lenguaje social que registra a cada personaje en su clase o nivel correspondiente (burguesía, baja burguesía y cuarto estado)[222]; pero también presenta un aspecto latente que otros escritores habían alentado, como Ramón de Mesonero Romanos, y es la idiosincrasia del vestir español, patentizada en el espléndido capítulo dedicado casi por entero al mantón de Manila y en las manifestaciones coloristas de las tiendas que sacan sus chillonas piezas a la calle, frente a la sobriedad y las tonalidades discretas de la moda que llega de Europa, París para ellas y Londres para ellos. Otros autores han visto en esta obra cómo el vestido ha llegado a ejercer de lenguaje de la intimidad: determinadas situaciones de ánimo, defectos, virtudes, sentimientos, fobias… llegan a expresarse a través del vestido[223]. También la ropa abordaría connotaciones ambiguas cuando su uso llega a implicar un sentido viciado, cuando no expresa con nitidez, los valores netos de un personaje. Así el propio protagonista, Juan Santa Cruz, al iniciar sus amores con Fortunata llega no sólo a comportarse sino a vestir a la manera de la canalla madrileña: “El Delfín se encajó una capa de esclavina corta con mucho ribete, mucha trencilla y pasamanería. Poníase por las noches el sombrerito pavero, que, a la verdad, le caía muy bien, y se peinaba con los mechones ahuecados sobre las sienes…” (I, 187). O la misma Fortunata que accidentalmente y por poco tiempo accede a un nivel económico superior, trueca el empaque chulesco de mantón y botines por joyas y modas encopetadas a la manera de las señoras: “…¡Pobrecilla! Lo elegante no le quitaba lo ordinario, aquel no sé qué de pueblo…” (I, 433-434).

         Por todo ello, “Fortunata y Jacinta” refleja espléndidamente la moda de la segunda mitad del XIX, así como las fórmulas suntuarias aparejadas a dicho fenómeno con una visión retrospectiva empleando el lenguaje de la moda para expresar la vida cotidiana de la Restauración y ahondando en connotaciones de tipo estético, espiritual e histórico.

         “La Regenta”, paradigmática obra de Leopoldo Alas, Clarín escrita entre 1883-1885, está ambientada en indefinidos momentos de la Restauración, en la década de los setenta. Entra de lleno en la corriente del realismo español de fuerte contenido naturalista al igual que “La Desheredada” (1881) de Pérez Galdós, “Un viaje de novios” (1882) de Emilia Pardo Bazán,  “Tormento”, “La de Bringas” (1883-1884) y “Lo prohibido” (1884-1885). El personaje central es una mujer, Ana Ozores, ahogada por una sociedad hostil, inmoral, cretina e hipócrita y por su paradógico yo; entroncada con el prototipo del personaje central de “Madame Bovary”,[224] esto es, aislamiento moral del personaje que vive en un medio hostil, superioridad o conciencia de la misma con respecto a sus congéneres, ubicación en un lugar provinciano, insatisfacción general y hastío que conviven con un espíritu romántico y pensamientos exaltados y arrebatados, en Ana éstos son fundamentalmente la vía mística y la heroica, la primera coincidente con la ilusión religiosa y la segunda con la tentación sensual.

         La estructura de la narración se basa, entre otros elementos, en la descripción de los personajes: su aspecto físico, sus gestos y rasgos, y esta individualización alcanza, ¡cómo no! a sus vestidos: ellos proyectan algunos rasgos personales de los personajes; Obdulia gusta de lo extravagante y atrevido; Visitación es descuidada; Ana muestra un atavío recatado pero de una sensualidad mal reprimida.

         La novela se sitúa entre 1877-1880 aproximadamente; es un momento en que la sociedad española vive envuelta en “una crisis aguda de extranjerismo“[225]. En Vetusta, ciudad imaginaria donde discurre la acción, la imitación es el juego más seductor; se imitan las modas de Madrid o de París, pero los efectos son profundamente cursis y provincianos. En la ciudad de Vetusta el paradigma de la elegancia era la casquivana viuda Obdulia Fandiño: “Obdulia ostentaba una capota de terciopelo carmesí, debajo de la cual salían abundantes, como cascada de oro, rizos y más rizos de un rubio sucio, metálico, artificial… La falda del vestido no tenía nada de particular mientras la dama no se movía; era negra, de raso. Pero lo peor de todo era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el cielo. Aquella coraza estaba apretada contra algún armazón (no podía ser menos) que figuraba formas de una mujer exageradamente dotada por la naturaleza de los atributos de su sexo. ¡Qué brazos! ¡qué pecho! ¡y todo parecía que iba a estallar!…”.[226] La moda femenina a finales de los setenta apostaba por una silueta extraordinariamente estrecha, angostura que llegaría a límites insospechados, anécdotas como la que se cuenta de la emperatriz Isabel, que cosió sus trajes de amazona o aquella de la Baronesa María Wallersee que no se atrevió a tomar bocado temiendo que estallara su traje de novia, confirmarían los límites de dicha exageración[227]. El polisón, pieza que estaría unida a la moda española de la Restauración y que no desaparecerá del todo hasta bien entrada la década de los 90, constituye un elemento que realza las curvas femeninas, su sentido erótico aparece con claridad en esta novela: “La falda de raso, que no tenía nada de particular mientras no la movían, era lo más subversivo del traje en cuanto la viuda echaba a andar. Ajustábase de tal modo al cuerpo, que lo que era falda parecía apretado calzón ciñendo esculturales formas, que así mostradas, no convenían a la santidad del lugar…”[228]. La mención del calzado y de algunas prendas interiores como elemento subyugador de la mujer se aprecia en algunos novelistas españoles como Galdós o Clarín quien elaboraría un expresivo párrafo de fuerte contenido erótico: “El taconeo irrespetuoso de las botas imperiales, color bronce, que enseñaba Obdulia debajo de la falda corta y ajustada ; el estrépito de la seda frotando las enaguas; el crujir del almidón de aquellos bajos de nieve y espuma que tal se le antojaba a Don Saturno…; hubieran sido parte a despertar de su sueño de siglos a los reyes allí sepultados…”[229]. Escasas son, sin embargo, las descripciones suntuarias relativas a la moda femenina en general, a los complementos de ornato y a cualquier aspecto relacionado directamente con la coquetería en “La Regenta”; sólo se salva de dicho ostracismo el personaje de Obdulia, prototipo de fémina desenvuelta, viuda procaz, mujer provinciana barnizada de modernidad: “Un movimiento brusco de la dama, que traía falda corta, recogida y apretada al cuerpo con las cintas del delantal blanco, dejó ver a Paco parte, gran parte de una media escocesa de un gusto nuevo…; pero aquellos cuadros rojos, negros y verdes, con listillas de otros colores, le volvieron a la torpe y grosera realidad, y Obdulia notó en seguida que triunfaba”[230]. El capítulo XIII de la Primera parte, lo dedica Clarín a mostrar una reunión en casa de la marquesa de Vegallana, representante de la high life vetustense; la marquesa viste de: “…azul eléctrico, empolvada la cabeza que adornaban flores naturales que parecían, sin que se supiera por qué, de trapo, doña Rufina reinaba y no gobernaba en aquella sociedad tan de su gusto, donde canónigos reían, aristócratas fatuos hacían el pavo real, muchachuelas coqueteaban, jamonas lucían carne blanca y fuerte, diputados provinciales salvaban la comarca, y elegantes de la legua imitaban las amaneradas formas de sus congéneres de Madrid”[231]  Y es en este punto donde Clarín expresa mejor la idea de falta de identidad de los vetustenses en sus vestidos, modas, cultura, dando lugar a un mundo aparente y vacío, desprovisto de consolidadas estructuras morales, culturales y sociales; la expresión elegantes de la legua empleada por Clarín, viene a significar todo ello.

         No  ha de pasarse por alto un interesante fragmento en el cual se concentra el arraigo en el autor de la estética de la perversión y el gusto en recrear ambientes lujuriosos y sensuales, anticipándose a la estética Decadentista. La exposición voluptuosa de estos rasgos se advierte en el capítulo III donde se pormenoriza la alcoba de la Regenta, decorada, entre otros objetos insignificantes, con la presencia fascinante de una piel de tigre, elemento de fuerte implicación erótica[232].

         Clarín planteará a lo largo de la novela la tensión y el contraste entre los diferentes personajes femeninos a través de la manera de vestir o de utilizar determinadas prendas: “De pronto apareció Visitación la del Banco, que vestía un traje de organdí con flores de trapo por arriba y por abajo. El escote era exagerado.”[233]

         El decoro o la chabacanería son dos acepciones contrapuestas que coincidirán en personalidades tan dispares como Ana, la protagonista, y Visita. Para la primera, el vestido será una excusa para evidenciar su limpieza, su vida entregada a la espiritualidad y su alejamiento de todo aquello que pudiera ser contaminante, pero un diálogo entre la Regenta y el Magistral sobre el traje que ella habría de lucir en un baile, adquiere un tono de intimidad sospechosa: “-¿Hay que ir escotada? -Ps…no. Aquí la etiqueta es para los hombres. Ellas van como quieren; algunas completamente subidas -Nosotros iremos…subidos  ¿eh? -Sí, es claro… ¿Cuándo toca la catedral? ¿pasado? pues pasado iré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile.  -¿Cómo puede ser eso…?  - Siendo… son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la falda… y como pienso ir oscura… puedo llevar el cuerpo a confesar… y veremos el cuello al levantar la mantilla. Y quedaremos satisfechos  -Así lo espero. Don Fermín quedó satisfecho del vestido… El vestido, según pudo entrever acercando los ojos a la celosía del confesionario, era bastante subido, no dejaba ver más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes, que Ana llevó también a la iglesia para que se viera cómo hacia el conjunto”[234]

         Una serie de novelas describen de manera magistral la sociedad española en la época de la Restauración; “Lo prohibido” y “Cánovas” (EE .NN) de Benito Pérez Galdós e “Insolación” de la Pardo Bazán formarían un corpus dedicado a contar acontecimientos relacionados con la realidad histórica, interrelacionados o imbricados con atinados hilos argumentales para exponer la realidad cotidiana, el sistema de vida de la burguesía, sus modos de comportamiento, su educación, sus hábitos… En estas obras las alusiones a la ropa y al vestido serían una confirmación más sobre la importancia que dichas costumbre habían adquirido en un momento determinado de la sociedad española. “Lo prohibido“ aborda abiertamente la corrupción de la alta sociedad madrileña, a través de unos personajes nada arquetípicos y muy entroncados con los postulados zolescos; todo gira en torno al consumismo suntuario: espléndidas descripciones de ricos interiores y al buen gusto como un aditamento indispensable para moverse en una exquisita elite, y la importancia a los aspectos crematísticos, conforman una distinguida pero indolente sociedad cuyo protagonismo asumen en dicha novela varios personajes ( Luis María Bueno de Guzmán y su prima Eloísa). El marco es el Madrid del Nuevo Régimen consolidado, la Restauración.[235]

         Unos años más tarde, Emilia Pardo Bazán planteará una novela divertida con un trasfondo reivindicativo en “Insolación” (1889) donde la escritora resolverá  valientemente a través de sus páginas los temas de la doble moral sexual y la libertad femenina en una solapada sociedad, de comportamientos elásticos. La irrupción de una actitud feminista que aborda un tema tabú de forma más o menos desenvuelta, constituye un hito interesante respecto a la documentación del mundo femenino en el último tercio de siglo. También se advierte esa libertad de conciencia en las opiniones vertidas por la protagonista sobre cualquier materia; es una joven viuda, de importantes recursos, culta, cercana a los círculos aristocráticos donde las costumbres suntuarias en torno al mundo femenino son muy precisas. El personaje principal, Asís Taboada, se halla arraigada en las premisas de ese neocasticismo de las últimas décadas del siglo. Como en la pintura de Fortuny, manifestada a través de los pequeños cuadros de género o casacón, en ciertas élites se advierten como toque de distinción el empleo de mantillas, peinetas, vestidos de flecos, chaquetillas de caireles… “…aquí tiene Vd. a nuestra amiga la duquesa, con su cultura y su finura y sus mil dotes de dama; pues ¿No se pone tan contenta cuando la dicen que es la chula más salada de Madrid…?” [236]

         En “Insolación” se mencionan, como en “Pequeñeces” del Padre Coloma,[237] las demostraciones populares contra Amadeo I, cuando la aristocracia madrileña salió a la calle exhibiendo su animadversión palmaria por la nueva dinastía a través del lucimiento del más tradicional y castizo ropaje; en esta novela, al hacer recuento del peso de la moda castiza, se ha de tener en cuenta el hecho histórico y tan pintoresco que adoptó la gente elegante en adornarse con peinetas y mantillas, faldas o basquiñas de medio paso, caireles y flecos.

         En toda esta obra se advierte la impronta “casticista” que las clases dirigentes quieren imponer en todos los ámbitos de la vida, y entre estos también la moda. Ante las importaciones de gustos foráneos, franceses sobre todo, hay un intento de valorar todo aquello que enraíza con lo popular, con lo genuinamente español. La expresión “de Francia, los perifollos”, alude a la convicción total de que en materia de moda la última palabra habría de tenerla París; nuestra protagonista, sin embargo, se decanta por los rasgos de cierta elegancia internacional unidos a elementos de tradición española, un poco en la onda de lo acontecido en el siglo XVIII, aunque el fenómeno no es extrapolable. Las menciones a la indumentaria popular, de plena vigencia también para las clases altas, se repiten a lo largo de la narración: “…la duquesa tan sandunguera como de costumbre, hecha un cartón de Goya con su mantilla negra y su grupo de claveles…”.[238]

         El empeño de Doña Emilia en pintar a través de la palabra la figura de la mujer de raza, la auténtica mujer española, es convincente, pues regala al espectador/lector algún que otro tipo racial que más tarde perfilará en “La Quimera”. Aparecen en “Insolación” varios arquetipos descritos con todas aquellas características parlantes relativas a adornos y ropajes “… un puñal de níquel atravesado en el moño…” “… surgió de repente ante nosotros… una gitanuela de algunos trece años, típica, de encargo para modelo de un pintor: el pelo azulado de puro negro, muy aceitoso, recogido en castaña  con su peina de cuerno y su clavel sangre de toro…”.[239]

         Las dos últimas décadas están marcadas en materia de moda por la importancia y el eco que algunas zarzuelas tuvieron en la acogida de ciertos dejes suntuarios. El Marqués de Lozoya remarca la trascendencia de dichas obras musicales; aunque bien es cierto que en estas representaciones no se retrataba con fiabilidad la realidad del país mostrando una sesgada y epidérmica visión para captar modos de vida humilde. El estreno de “La verbena de la Paloma” fue un acontecimiento que puso de moda entre los selectos grupos sociales determinadas fiestas populares a la par que resurgieron los gustos por el mantón de Manila, pañuelos de crespón, mantilla de encaje, faldas de volantes realizadas en tejidos ligeros y sencillos como el percal.[240]

         La escritora se detiene en contadas ocasiones para referir algún comentario, harto ilustrativo, por boca de alguno de los personajes respecto a la moda y gusto internacionales. Los patrones del gusto marcados por París se evidencian en algunos comentarios expresivos: “…entretenía sus ocios pensando, por ejemplo, que el último vestido que le había mandado su modista era tan gracioso y menos caro que el de Worth, de la Sahagún…”.[241]  En general esta novela, que en su momento causó importantes revuelos, se centra en un episodio amoroso entre una viuda perteneciente a la aristocracia madrileña y un joven andaluz afincado en la gran ciudad; lo descriptivo se sumerge en un mundo lleno de detalles curiosos vinculados al Madrid popular: las fiestas de San Isidro, la pasión vivida entre figones y merenderos, y todo ello aliñado con el retrato de tipos deliciosos: “…se coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina, con ojos como carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón de lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar la cabeza de una criatura…”.[242]

         Tal y como apunta Baquero Goyanes, la importancia de los objetos y su descripción reside en su valor simbólico  aludiendo a la historia, al personaje y su esencia… [243] el carácter naturalista se advierte en esas expresivas enumeraciones que determinan la calidad de la protagonista: “… tenía que tomar el abanico, dejar el devocionario, cambiar mantilla por sombrero… Arreglarme el pelo, darme velutina, buscar un pañuelito fino, escoger unas botas nuevas que me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un sachet de raso que huele a iris…”.[244] La enumeración de detalles tan precisos manifiestan la propia personalidad de Asís, como si cada uno de sus gestos advirtiesen su desinhibición: “… sujeté el velo con un alfiler, tomé un casaquín ligero de paño, mandé a Ángela que me estirase la enagüa y volante…”[245] Su sentido hedonista plasmado a través del propio atavío, de su perfume y de sus gustos por todo aquello que ella considera auténtico explicaría  la tesis de la novela: un deseo espontáneo en disfrutar del amor y, especialmente, de la independencia.

         Pero si “Insolación” supone la visión y el análisis de una serie de acontecimientos en la vida de una mujer excepcional, por su circunstancia amorosa y rango social, también la época de la Restauración supone un handicap para las clases pequeño-burguesas, aquellas que se esforzaban en subir un escalón social expresado a través de la imitación del arte y las reglas de la elegancia aunque nunca dejasen de ser gente cursi. Galdós en uno de sus “Episodios Nacionales” señala expresivamente: “…a todos los que no tuviéramos exquisita hechura personal, en modales y ropa, nos miraban como raza inferior…”.[246] El término cursi de cariz despreciativo, fue tremendamente peyorativo en el siglo XIX; en algunas novelas de Galdós aparece casi como un insulto grave para definir a las personas de impostada elegancia. En “Cánovas” el narrador y protagonista hace un somero resumen de algunos detalles generales que expresan muy bien la moda burguesa durante la segunda mitad del XIX: “Sepan también las edades futuras que mi compañerita se arreglaba los corsés, echando piezas nuevas allí donde  hacían falta, renovando ballenas, ojetes y cordelillos. En cuanto a los polisones, ¡ay!, yo, Proteo Liviano, era el fabricante de aquellos absurdos aditamentos. Tras cortos y ensayos llegué a dominar el armadijo de alambres y crinolina, que hubiera causado vergüenza y horror a la Venus Calípige…”[247]

         En esta obra, el autor reafirma el concepto de lo cursi como el adjetivo empleado por las clases altas para definir a la pequeña burguesía.[248] En una de sus novelas anteriores “La de Bringas”, la protagonista se ofendió al ver que una dama de alcurnia, con la cual mantenía cierta e interesada amistad, la llamaba cursi[249], calificativo común a casi todo el pueblo llano que de alguna manera intentaba emular las costumbres exquisitas de la aristocracia.[250]

         En esta obra el autor analiza con aguda perspectiva histórica la esencia de la sociedad española de la Restauración; una sociedad donde primaban criterios fundados en el orden establecido por una “caterva elegante y santurrona” basada en:

·      El poder económico y social de una nueva aristocracia adinerada.

·      Laxitud y corrupción generalizada.

·      Protagonismo exacerbado y ostentación de ese poder social, económico, cultural… a través del vestido y de la posesión de objetos suntuarios que marcarían un determinado status.[251]

         Si las novelas que evocan la vida cotidiana y en concreto la indumentaria del momento de la Restauración son ”Lo prohibido”, “Fortunata y Jacinta” y la Serie Final de los “Episodios Nacionales”, “La Regenta “ se circunscribe al mismo tiempo histórico pero marcado en el entorno hostil de una mujer acosada por una sociedad provinciana donde el vestido reviste carácter de atributo y símbolo, mientras que una certera aproximación a las últimas décadas de la centuria estarían representadas, entre otras, por “Insolación” obra polémica de la Condesa y “Su último hijo”, novela donde se mostrarán tres tipos femeninos enlazados y enraizados con otros personajes de la literatura española y europea.

         “Su único hijo” (1891) de Leopoldo Alas Clarín es una compleja novela cuya acción transcurre en tres etapas superpuestas: momento romántico hacia 1840-1850, la acción principal en 1860, y el momento histórico desde donde se narra la acción, hacia 1880. Menciones y detalles precisos en cuanto al ornato, modas, joyas o tejidos apenas existen; pero sus protagonistas femeninos representan tres caracteres, si no paradigmáticos de la literatura española del último tercio del siglo, sí tres sugestivos estudios sobre la mujer. Por una parte Emma Valcárcel como un arquetipo de mujer fatal[252] y también como una figura cercana a la creación estética del esperpento; Marta Körner como la joven europea de amplia cultura y de una cierta frivolidad atemperada por una moral conservadora y Serafina, la mujer utilizada, la víctima relegada al punto de mujer objeto, un personaje a caballo entre “el serafín y la diabla, entre la madre y la bacante”[253].

         La obra es un reflejo de la sociedad anterior a la Revolución del 68; la imagen más sugestiva de una mujer se refleja en el capítulo IX, aunque el autor no llega a describir ningún aditamento específico, aparecen, no obstante, algunas alusiones a prendas tradicionales como la mantilla de casco o los trajes de raso negro: “…la envidiaban no sólo los pobres, los que no podían permitirse el gasto que significaban aquellos diamantes y aquel vestido, sino también los dos o tres ricachones presentes que hubieran podido, sin hacer un disparate, presentarse aquella misma noche con algo tan bueno y todavía mejor…”.[254]

 

III.3. LA NOVELA FINISECULAR: DECADENTISMO Y MODERNISMO

 

         Novelas conectadas con los movimientos estéticos Fin de Siglo y las tendencias Decadentistas son:”La Quimera” y “Dulce dueño” de Emilia Pardo Bazán y “Femeninas” de Ramón del Valle Inclán.

         Ambientada en el último tercio del ochocientos, “La Quimera”  es una novela en clave, según palabras de Marina Mayoral, que reconstruye a través de retazos biográficos las vivencias de un malogrado pintor, Silvio Lago, sus entresijos emocionales, estéticos, artísticos imbricados en la sociedad madrileña de últimos de siglo. Una sociedad cosmopolita, elitista y profundamente inmoral.

         A través de sus personajes, arquetipos novelescos conectados con la estética fin de siglo, el lector se sumerge en un laberíntico argumento donde afloran los recursos lingüísticos de la literatura modernista y retazos naturalistas para mostrar:

·      El yermo inconformismo espiritual y estético del artista.

·      El estudio de costumbres de una sociedad elegante.

·      La muestra de dos arquetipos femeninos: la mujer fatal, y el ideal femenino espiritual (la heroina neo-romántica).

·      La aspiración del artista a un ideal estético y su exquisito inconformismo, siguiendo parámetros a la manera del protagonista de “A Rebours” de Huysmans o “El triunfo de la muerte” de D’Annunzio [255]

·      Estudio de psicología colectiva, y sobre todo, la creación del artista ante la crisis de valores culturales y artísticos imperantes desde el último tercio del Ochocientos.

         Interesa “La Quimera” como novela de costumbres porque capta a la perfección el ambiente cosmopolita del Madrid en torno a 1895-1900: la moda, las costumbres refinadas, los anhelos suntuarios, el culto a las apariencias de una élite muy alejada de los problemas sociales. Si el protagonista tiene su alter ego en el pintor gallego Joaquín Vaamonde, otros personajes, sobre todo femeninos, se inspiraron en personas conocidas.[256]

         Son pormenorizados y jugosos los alardes descriptivos de vestidos, joyas, peinados; también la documentación acerca de motivos relacionados con la propia moda: desfile de modelos, maniquíes, grandes almacenes, modistas… Esta conjunción de elementos sirve a la escritora para perfilar determinados caracteres. Fundamentalmente la alusión a la indumentaria se manifiesta en:

·      Enumeración de vocablos y términos específicos, a veces tomados del francés o inglés para denominar un determinado color, textura, tipología…

·      Relación de importantes personajes pertenecientes al mundo de la moda: Worht, Redfern…

·      Maridaje entre aspectos formales como la belleza o la elegancia con cualidades espirituales, como en el primer retrato descriptivo que se hace de Clara Ayamonte: ”El conjunto me satisface: los tonos marfileños de la piel los suavizan el encaje y la carlanca, de perlas redondas y menudas; el pelo liso es una nota intensa y dulce; las manos, admirables, de un dibujo perfecto ; y al considerarla atentamente, así en conjunto, comprendo el interés de su figura,…” (La quimera, p. 203) 

·      Recursos pictóricos empleados en la literatura donde no existen ambigüedades ni dobles lecturas como la descripción de Lina Moros o los tipos populares, como el de una  gitana:” Cualquier combinación con esta zíngara hace asunto. El pañolito de espumilla y el mazo de claveles tras la oreja; la montera y la chaqueta del torero; el cigarro entre los labios ; sobre todo, la tela de seda rayada, amarilla y marrón, imitando el tocado de las esfinges.”(La quimera, p.200)

         El vestido, el atuendo, la imagen pergueñada como pantalla a través de la cual emerge la personalidad, o una determinada actitud, de cualquiera de las dos protagonistas, Clara Ayamonte o Espina Porcel, manifiesta el sentido simbólico. Se desprende, pues, de la novela una amplia documentación acerca de la indumentaria femenina de finales de siglo, concretada en un ámbito reducido pero que vierte al investigador interesantes conocimientos al respecto:

·      Vocablos y términos específicos en relación con la moda : “bandós Cleo”, “bolsa de brochado”, “carlanca de perlas redondas y menudas”, “pailletes”, “paño prunne”, “vert amande”, “color rosa té”, “Watteau”, “terciopelo miroir”, ”capitolinos de rubí”, “brochado azul modernista”, “raso fofo”.[257] “…mamá empeñada en que yo me he de retratar con un traje azul y ella con su gran caparazón vert amande…”

·      En la novela aparecen nombres relacionados con la alta costura, modistas y diseñadores o inventores de fastuosos vestidos que ocuparon con sus creaciones un lugar privilegiado a través de encargos, talleres elegantes y desfiles y que formaron parte de un engranaje que giraba en torno al fenómeno social de la moda.

         Es en una escena desarrollada en París donde se manifiesta a través de uno de los personajes (Espina Porcel), el auge o declive de los artífices de la moda en el vestir : Worht, Paquín, Redfern…, todos ellos son descritos teniendo en cuenta su mayor o menor aceptación: “…¿a dónde me lleva vd.?… A casa de Paquín… No tiene demasiado talento; se repite que es un dolor…, pero al fin es el menos seco y amanerado de todos… Worth ya es enteramente un modisto de teatro, sólo sabe hacer trajes de aparato, de reina de baraja. Redfern, ¡pch! entiende algo el paño… En sedas y gasas calamidad… Laferriére se está echando a perder. Doucet… Un impertinente; tiene un premier español que ha sido modisto en Madrid, un joven linajudo, pero caprichoso y raro; sólo trabaja de buena fe para las familias reales… Yo, a veces, le hago infidelidades a Paquín con unas cosas nuevas que se me figura que tienen porvenir. Descubro estrellas. Boué es de mi escuela; nada pesado, nada que no pliegue… Es enemigo de estos bizantinismos y japonismos que les encantan a los yanquis; en su manía de buscar lo pasado, les hace ilusión de vestirse con dalmáticas y capas pluviales… Aborrezco ese genre. Me gusta otra cosa…Algo de poesía, de ensueño…”.[258]

         Este fragmento manifiesta en qué condiciones funcionaba el mundo de la alta costura a través de sus grandes hombres. En torno a principios de siglo se estaba configurando una nueva manera de concebir el vestido, de hecho, la moda ya no era un artículo de lujo, exclusivo de minorías, se consideraba también una manifestación del arte muy vinculada a los movimientos estéticos, sobre todo pictóricos. En la Exposición de París en 1900, los grandes modistos: Doucet, Drecoll, Paquín, Redfern…, se oponen a las fórmulas estereotipadas marcadas por la industria de los grandes almacenes frente a la creatividad manifiesta de unos verdaderos artistas.[259]

         En la última década del ochocientos, Worth, el gran creador de las siluetas femeninas del XIX (impuso el uso de la crinolina, hacia 1860 introdujo un vestido túnica, también recreó la figura femenina con polisón), se había convertido en el modisto de las grandes actrices; sus trajes de noche seguían teniendo aceptación, pero su trabajo había derivado a la creación de vestidos suntuosos y ricos para ser lucidos en acontecimientos precisos.

         Por otra parte, iban surgiendo nuevos nombres en el panorama de la alta costura: Paquín, presidenta de la Sociedad de Modas de la Exposición de 1900 en París. Trabajó con P. Iribe y L. Bakst; su gran innovación fue confeccionar un traje que permitiera su uso alterno para calle o noche; Redfern, cuya característica fundamental fue la de marcar la comodidad en los vestidos; el uso de paño de lana en los trajes de calle y la ropa destinada al deporte fueron sus logros más sobresalientes.[260]

         También Doucet alcanzó grandes éxitos con sus tejidos suaves de color y textura. En realidad todos ellos intentaron seguir los pasos iniciados por Worth al establecer una casa de modas y alcanzar el prestigio a través del diseño y confección de hermosas y ricas piezas que propiciaría la existencia de prestigio y de una importante clientela. 

         La escritora no ignora los entresijos de la vida elegante y menos la cotidianeidad en los salones y casas dedicadas a la confección de prendas para una clientela exquisita; gran parte del capítulo III lo dedica a retratar el fenómeno de la moda a través de un argumento estructurado sobre la visita a una famosa casa de modas (Paquín) entreverada con comentarios críticos, hechos por el personaje de Espina Porcel, sobre éste u otro modista; los artistas reseñados estarán en activo hasta 1890-1900.

         El empleo de giros como “aborrezco ese genre” por aborrezco ese estilo, y el profundo conocimiento de los gustos estéticos de determinada sociedad “…bizantismos y estos japonismos que les encantan a los yanquis…” delatan un estar al día en materia de moda y un tapado interés por frivolizar tales cuestiones.

         Sin perder la impronta de efemérides social, Dña. Emilia va adentrándose en otros aspectos implicados en el naturalismo descriptivo como este fragmento en el cual  se describe un desfile de modelos en Casa Paquín: “Daban la vuelta al salón, dejando desplegarse con armonía la cola, con esa ciencia del efecto de telas sobre las formas… Se volvían, para enseñar a cada señora la hechura del vestido o abrigo, de espaldas y de frente… Aquellos maniquíes vivos eran mujeres hermosas, más hermosas que su clientela tal vez; las envolvía el prestigio de la casa; … y bajo los caprichosos trajes que  un momento las cubrían, llevaban sayas bajeras baratas, adquiridas de ocasión en los Almacenes, calzado fatigado ya, camisas de tres días”.[261]

         Pintó la escritora con extraordinario realismo las paradojas y miserias de un mundo de oropel; bajo las ricas prendas se escondía la pobreza de unas mujeres que habrían de ganarse la vida luciendo unos trajes privativos para ellas, obreras de la moda.

         En este relato la novelista bien por desconocimiento, bien por manipulación de la realidad nos dice que en Casa Paquín regenta el negocio y atiende a la clientela un caballero “…de aspecto militar, bigotes mariscales, ojos negros y duros…”, cuando en realidad se trataría de Madame Paquín, modista que fundó su Salón en 1891 y que supo combinar el drapeado de tejidos para trajes de noche y el corte sastre para la mujer de gran actividad. Su casa subsistió hasta 1956, aunque ella se retiró en 1920.[262]

         Es posible que Pardo Bazán quisiera contraponer en una de estas escenas la creación artística del pintor, por una parte, y el diseño de bellos trajes y complementos, por otra; es decir definir la diferencia entre arte (la pintura) y artesanía  (la moda), y para ello discurre una escena vergonzosa para el pintor cuando Espina Porcel, fémina veleidosa, le insta a diseñar un traje para ella, comprometiendo su prestigio de artista delante del modisto: “…me he traído el dibujante, el compositor, el artista en elegancia…”.[263]

         El vestido también acomoda ciertos clichés, algunos tipos de belleza femenina; no ha de olvidarse que una parte importante de todo el texto lo dedica Doña Emilia a describir, por boca del pintor Lago, diferentes fisonomías de manera harto pictóricas y donde la belleza natural se implementa a una ostentación formal a través del aspecto externo (vestido, joyas, adornos, complementos…).

         A lo largo de la novela son numerosas las escenas donde se advierte a través de la indumentaria de los distintos personajes femeninos, la moda fin de siglo. Cuales eran los colores y tonalidades favoritos, las hechuras predilectas, las joyas y complementos adecuados, pero también es cierto que, a pesar de la homogeneización aparente de todas aquellas mujeres que van apareciendo y desapareciendo a lo largo de la historia de la novela (mujeres casi todas ellas pertenecientes a la alta aristocracia española), cada una de ellas es definida por su manera de vestir; es decir, su apariencia expresa de alguna forma su intimidad. Un ejemplo expresivo se advierte a través de dos modelos del protagonista, una gitana y una dama de la alta sociedad: “La de ahora no gasta corsé. Gitana            -auténtica-, y veinte años. Tipo de raza admirable. Pelo azul, aceitoso, mordido por peinetas de celuloide imitando coral; tez de cuero de Córdoba - negra soy, pero hermosa, hijas de Jerusalem”[264]

“Estaba vestida con alta coquetería, con ciencia de lo que conviene a su tez: funda azul pálido muy incrustada en encajes rojizos rebordados de perlitas, entre las cuales flojeaban hilos de amortiguado oro. Dos pesados borlones bizantinos, de perlas verdaderas, colgaban de los remates de su estola”.[265]

         La primera es un modelo al uso, un personaje de la calle trasladado al estudio del artista. Él, a través de los detalles y adornos dispuestos en su atelier compondrá un tipo de mujer racial y hasta pintoresca; se trata, pues, de un estereotipo usual en la iconografía pictórica: majas, chisperas, gitanas, vendedoras de flores…, tipos de hembras de pueblo.

         La segunda es la Condesa de Imperiales, hipotética modelo del pintor, que él aún no ha pintado. El protagonista desgranará parte de su fisonomía a través de su vestido y adornos. Si en el curso de este episodio el artista retrata de oficio a la mujer, el fragmento aquí presentado, ya la ha presentado al espectador en su total apariencia.

         Merece destacar el estudio sobre las dos protagonistas de la novela, Clara Ayamonte y Espina Porcel; ésta representa el arquetipo decadentista de la femme fatale, muy en consonancia con las corrientes estéticas europeas del momento (Moreau, Wilde, Huysmans…), la primera enlazaría con otras grandes protagonistas de la narrativa de Pardo Bazán, la Catalina Mascareñas de “Dulce Dueño”; personajes ambos que trascienden sus vidas a través de una espiritualidad absoluta.[266] Cuando una desaparece de la vida del pintor, aparece la otra; si la primera es un ser espiritual, recreado a la manera de las heroínas románticas, la segunda es una impostada personalidad que configura una diabólica imagen a través de su forma de vestir, sentir y vivir. Esta personalidad se advierte en principio a través de un sofisticado envoltorio que constituye su carta de presentación[267]

         “Aunque para salir a la calle la Ayamonte vestía con lisura, sin picantes y especias de ultra moda, dentro de su casa era refinada, y pendían en su ropero vaporosos deshabillés, y en sus armarios se apilaba un ajuar exquisito, nivoso. En aquella mañana, el crespón de China color rosa té de su watteau se plegaba incrustado de rombos de amarillenta guipure antigua, y calzaban sus estrechos pies chapines de raso sobre medias de seda, trasparentes de puro caladas y sutiles”.[268]

         Este fragmento resume a la perfección la personalidad de la espiritual Clara a través de las puntualizaciones de su estilo, basado en la lisura, es decir, sin artificio, de manera sencilla; recalca la exquisitez y agilidad de su personalidad a través de su ajuar: ropa blanca, de color y textura de nieve, su amplia bata, watteau, las medias blancas caladas. Es significativa esta apariencia justo antes de confesarle a su mentor y guía el deseo de ingresar en un convento de clausura.

         La aparición en escena de Espina Porcel se hace en el estudio del pintor Silvio Lago: “Me anuncia su presencia un ruge - ruge de sedería, de volantes picados y escarolados, un taconeo atrevido y menudo, un golpeteo de contera de sombrilla larga sobre el entarimado del pasillo, y comparo esta entrada bulliciosa con la majestuosa de la Flandes, y la bocanada de jaquecoso perfume, compuesto de varias esencias, que penetra al mismo tiempo que Espina…”.[269] Definen al personaje dos sensaciones que el narrador ha percibido, aún sin verla; de una parte, el ruge - ruge de sus ropas, sus pisadas sobre el suelo de madera al acceder al estudio del pintor, de otra, un vibrante perfume, dos sensaciones conectadas al aspecto suntuario.

         La vanidad femenina se manifiesta a través de los trapos y del perfume y este fragmento  resume directamente la piedra de toque de la moda femenina de la última década del siglo XIX. Desaparecido el polisón y cualquier apósito bajo la cintura, las faldas se irán adaptando paulatinamente al cuerpo mientras mantenía, a veces, la cola, incluso para trajes de calle. Las faldas se guarnecían de volantes de encaje, incluso para vestidos de calle como puede constatarse en la prensa periódica especializada del momento: “…la falda va adornada en la parte inferior con un volante de encaje…Falda campana, guarnecida de un ancho volante, dejando ver en la parte inferior un trasparente rosa, seguido de otros dos volantes más pequeños…”.[270]

         Parejo al mundo de la moda en el vestido corre el desarrollo de la cosmetología y perfumería; sabido es que la alta perfumería contaba desde la segunda mitad del XIX con varios nombres importantes: Guerlain, proveedor de la emperatriz Eugenia; Coty, cuya publicidad anunciaba ser el perfume usado por las mujeres fatales[271]. Una ojeada por la prensa ilustrada del momento, advierten de la importancia de algunas casas como Houbigant (eau de toilette, polvos), Rigaud y Cía, Royal Legrand, Guerlain, Perfumes Vuilton. Alguno de estos anuncios remiten a dichas casas: “Rêve d´Ossian. Perfume nuevo y delicado. L. Legrain, 11 Place de la Madeleine, París”. O este otro: “Luzbel aspiró con ansia / el aroma embriagador / de la colonia que a Orive / fama universal le dio / y amostazado y mohíno / murmuró : ¡Ira de Dios! / si llego a contar con esto / no se escapa San Antón”.[272]

         Pero es el retrato más explícito de Espina Porcel aquel donde sin referenciar prenda alguna, plasma la medida exacta de una personalidad seductora: “…percibo en ella bajo su estilo ultramontano y decadente, elementos de la mentira estética de otras edades. Sonríe como un Boucher y pliega como un Watteau.[273]

         Hay en la novela múltiples alusiones a la moda de finales de siglo[274] y un sinfín de acepciones y términos que provienen del vocabulario periodístico y de la prensa femenina: jaquette, strass, deshabillé, carlanca, traje Fuller: “…veíanse largas pellizas de brocado, guarnecidas con magníficos guipures; rotondas Loïe Fuller de terciopelo…”.[275]

         No quisiera prescindir de una obra que rebasa la cronología de este trabajo pero que considero relacionada con la “La Quimera” por sus espléndidas plasmaciones de la vida elegante y del mundo sofisticado en torno a la cotidianeidad de una mujer singular, me estoy refiriendo a la protagonista de la novela de Emilia Pardo Bazán “ Dulce Dueño”.

         Escrita en 1911, es la última de sus largas narraciones, en ella imperan como en muchas de sus obras, dos tendencias contrapuestas, de una parte, la espiritualidad y trascendencia religiosa, de otra, sentimientos vinculados a los placeres de la vida, el brillo y prestigio social, todos aquellos goces que en definitiva “la atan fuertemente a un mundo y a una vida de la que ha apurado todos los frutos”[276]. El argumento se genera desde un punto inicial cual es la vida de Santa Catalina de Alejandría, como ella, Lina Mascareñas es una mujer de gusto y formación exquisita; como la Santa, y tras recibir una cuantiosa herencia, va rechazando paulatinamente a los distintos pretendientes, los procos, que surgen en su vida y representarían las variadas posibilidades del amor terrenal que ella misma rechazaría. Cada uno representa un tipo de relación, la intelectual, el amor sensual y la basada en el poder. Su vida alcanzará la total plenitud cuando encuentre el amor ideal en su exaltada entrega a Cristo, aquel que desde entonces sería su Dulce Dueño.

         Lina es una mujer que alcanza la plenitud cuando decide optar por la vía espiritual, pero esa determinación había acabado con una existencia basada en la búsqueda; su ascendencia, su origen nebuloso, la infancia vivida casi apartada de la sociedad y una existencia casi miserable, la convierten en una mujer contradictoria aunque fuerte. El ser la heredera de una tía a la que casi no conoce pero a la cual se hallaría fuertemente enlazada por vínculos inconfesables, supone su afianzamiento y prestigio ante la sociedad y, sobre todo, su autoafirmación como mujer, si no hermosa, sí consciente de su atractivo. Su alto concepto de sí y un sentido exquisito del gusto, la llevan a envolverse en lujosos atavíos, a procurarse los mejores perfumes y a hacer de su aseo cotidiano un espléndido ritual.

         El sentido estético de la protagonista se advierte en el siguiente pasaje: “Todas las noches, a solas, encerrada en mis habitaciones, me doy una fiesta a mí misma. Me despojo de los crespones, visto trajes exquisitos, de color, y me prendo joyas. He hecho transformar y aumentar, a mi capricho, las de doña Catalina. Libres de sus pesadas monturas, ahora los brillantes y las esmeraldas son flores de ensueño o pájaros de extraño plumaje… Antes de todo, he entrado en el baño, preparado por mí, y en el cual he vertido a puñados las pastas suaves de almendra, los espumosos afrechos, y a chorros los perfumes, todo lo que el cuerpo gusta de absorber entre la tibia dulzura del agua.” (p. 127)

         Su sensualidad quedará pertrechada a través de alusiones a determinadas prendas de vestir o complementos, guantes sobre todo. La exaltación a su propia persona se determinará en largos párrafos donde menudearán los detalles más íntimos de su arreglo personal: “Descanso breves minutos. En seguida procedo al examen detenido de mi cuerpo y rostro, planteándome por centésima vez el gran problema femenino: ¿Soy o no soy hermosa?” (p.127).

         Paso a paso, Lina irá desmenuzando su interior, su sentido estético al enumerar su atavío, en el cual predominan las texturas cálidas y frágiles, los tejidos exquisitos que imperaron en los primeros años del siglo XX siguiendo seguían las pautas del Art Nouveau: “La camisa, casi toda entredoses, nuba mis formas prestándolas vaporoso misterio, y haciendo salir los brazos de entre la espuma… El corsé de raso mate, bordado, guarnecido de valenciennes, se adapta a mi torso, ciñe y recoge mi vientre pequeño…, y más abajo, la falda de surá complica sus adornos ligeros, ricos sin parecerlo, y diseña la silueta de la flor de la datura, arriba hinchado capullo, abajo despliegue de una campana ondulante”(p. 128).

         En los sucesivos capítulos, la protagonista incide en su aspecto, en la riqueza y modernidad de sus vestidos y adornos, tanto los exhibidos en sociedad como aquellas prendas disfrutadas en la intimidad del hogar. Un hedonismo triunfante se respira en esas alusiones a los modistas parisinos, a los guantes perfumados, al vestido y al tocado de importación, al crespón de china o al encaje Chantilly: “Yo no me presenté hasta un cuarto de hora antes de la señalada, vestida de gasa negra con golpes de azabache, mangas hasta el codo y canesú calado y las manos, cuidadísimas, endiamantadas, sin una piedra de color” (p. 167).

         Tras sucesivos fracasos sentimentales, Lina Mascareñas cambia de registros de forma muy convencional y poco convincente decantándose por la vida espiritual, por un Dulce Dueño al que consagraría el resto de su vida.

 

III.4. MODAS Y ECOS BURGUESES EN LAS CLASES POPULARES

 

         Carmen Bernis en uno de sus artículos[277], apunta la idea del influjo extraordinario que ejercieron las modas burguesas en los trajes populares. No se incluye en este capítulo la diversidad regional de la indumentaria, tema que excede nuestro cometido, sino la traslación a las capas de la sociedad de algunos elementos que en su día pasaron a formar parte de la guardarropía del cuarto estado, parafraseando a Galdós. Jóvenes obreras, otras dedicadas al servicio doméstico o a la prostitución más o menos encubierta, campesinas… Se han seleccionado tres novelas representativas del siglo XIX: “La desheredada” y “Fortunata y Jacinta” de Galdós y “La tribuna” de Emilia Pardo Bazán.

         Referencias se hallan en gran parte de la narrativa decimonónica: “La Regenta” “Insolación” “Pepita Jiménez” “Juanita la Larga” “Doña Luz” “La de Bringas” “Tormento”… Pero en aquellas tres se manifiestan con toda veracidad las costumbres en el uso de determinadas prendas y la asimilación de ciertos modelos o cánones estéticos.

         La primera y quizás una de las más importantes novelas de la segunda mitad del ochocientos es “La desheredada”, primera novela del ciclo de sus “contemporáneas” que supone la constatación de la narrativa realista basada en la descripción fiel y la transcripción veraz de la realidad, una obra “nacional de pura observación”,[278] lo que el autor denominaría “la gran novela de costumbres”.

         “La desheredada” narra las vicisitudes de una humilde joven que lucharía contra la sociedad por que fueran reconocidos sus orígenes aristocráticos. Tal argumento, que ella creerá hasta el final, no es sino una evidente falacia fruto de arbitrarios argumentos familiares que sumirán a esta mujer, Isidora Rufete, en la ciénaga de la prostitución.

         Los acontecimientos históricos de la narración se sitúan entre 1967-1973, tratando Galdós con éste y otros de sus escritos, novelar la vida de la Restauración desde la Revolución de “La Gloriosa”. Plantea el retrato de una nueva estructura social en formación ; como muchas de las heroínas Galdosianas (Rosalía Pipaón, Eloísa,…), Isidora Rufete queda atrapada en “la sociedad bazar” que le ofrece innumerables mercancías ; pero la estructura interna es mucho más compleja ya que la protagonista aspira a un ascenso en la escala social a la cual ella cree pertenecer. Su ideal es un engaño que a su vez le ha impedido aceptar cualquier opción para rehacer su vida como hubiera podido ser el matrimonio dentro de su clase social.

         Algunos autores apuntan el cariz quijotesco de Isidora, carácter que la aparta en cierto modo del resto de personajes femeninos de Galdós; y sobre todo, su fuerza trágica, su anhelo en ser ella misma, Isidora de Aransi, hija de la aristocracia; es indomable y lucha hasta el final, y cuando llega a saber, a ciencia cierta, la mentira que la ha envuelto durante toda su vida, se arroja al suicidio moral.[279]

         Las referencias a la moda son escasas aunque muy sugestivas y plasman certeramente el tipo popular de mujer cuya característica esencial podría ser su elegancia innata, a pesar de ciertas notas descuidadas para matizar explícitamente la pobreza y la falta de recursos; y es en la descripción de los zapatos donde mejor se avienen estos comentarios: “…ello es que su pañuelo rojo, sus lágrimas acabadas de secar, su gabán raído y de muy difícil calificación en indumentaria, su agraciado rostro, su ademán de resignación, sus botas mayores que los pies y ya entradas en días, inspiraban lástima…”.[280] El calzado tiene un sentido erótico y además en la obra de Galdós llega a materializar el poder adquisitivo, cualidad que enlaza con la narrativa realista europea donde la descripción de los calzados de los personajes entronca con un sentido fetichista[281] “…aquel día estrenaba botas ¡qué bonitas eran y que bien le sentaban!… hoy, al menos, no me verá con el horrible calzado roto que traje del Tomelloso… Y volvió a mirarse las botitas. Los documentos de que se ha formado esta historia dicen que eran de becerro mate con caña de paño negro cruzado de graciosos pespuntes…”.[282]

         La acción de “La Desheredada” transcurre durante el reinado de Amadeo I de Saboya; en algunos párrafos se plasma la protesta de la alta aristocracia contra el nuevo monarca, saliendo a la calle y manifestándose las damas ataviadas de mantillas blancas, episodio que también recogería el Padre Coloma en “Pequeñeces”: “…¡qué hermosas son las mantillas blancas! Es moda nueva, quiero decir, moda vieja que han desenterrado ahora… Creo que es cosa de política…”.[283]

         José Puiggarí en su curioso estudio sobre la historia del vestido señala que una de las características principales de la moda desde mitad de siglo es el eclecticismo con una imposición casi absoluta desde París. Con respecto al vestido en España apuntaría que tanto las élites sociales como la clase media se prodigaron en el uso de prendas específicas nacionales: capa, mantilla, guardapiés, lazos y flores naturales.[284]

         El escritor refleja la situación de las clases medias y su postura ante las novedades y modas; el siguiente párrafo retrata las vicisitudes de unas jóvenes amigas de Isidora al compartir varias prendas “…largos meses vivieron con un solo vestido bueno para las dos, un par de botines comunes y una pelliza blanca de invierno; de lo que resulta que cada día le tocaba a una sola niña salir a paseo con Doña Laura…”.[285]

         También se refleja la habilidad y ese deseo en imitar a las clases superiores a través de la reestructuración y conservación de viejas prendas: “…las de Relimpio se emperifollaban tan bien con recortes, deshechos, pingos y cosas viejas rejuvenecidas, que más de una vez dieron chasco a los poco versados en fisonomías y tipos matritenses…”.[286]

         En casi toda la narrativa galdosiana se advierte el fenómeno de la imitación en el vestir de la pequeña burguesía y clases trabajadoras que con delirio seguían todas las novedades impuestas por los grupos poderosos: “… la humanidad marcha con los progresos de la industria y la baratura de las confecciones, a ser toda ella elegante o toda cursi…”.[287] Estos eran los dos extremos en los que se movía el fenómeno de la moda: la elegancia y la cursilería. Isidora Rufete, una mujer del pueblo creída de su ascendencia aristocrática y antes de saber su auténtica verdad, su trágica realidad, traspone en su cuerpo, a través de la imaginación, lo que cree la total elegancia: “…¡cuándo verás en ti, garganta mía, enroscada una serpiente de diamantes, y tú, cuerpo, arrastrando una cola de gró!… Me gustan, sobre todas las cosas, los colores bajos, el rosa seco, el pajizo claro, el tórtola, el perla. Para gustar de los colores chillones ahí están esas cursis de Emilia y Leonor… ¡Cómo me agradan los terciopelos y las felpas de tonos cambiantes! Un traje negro con adornos de fuego o claro con hojas de otoño, resulta lindísimo… El buen gusto nace con la persona”.[288]

         María Zambrano apunta la valentía de nuestro autor al escribir historias de mujeres inmersas no en mundos ideales, románticos, sino en la realidad española, en una sociedad de coordenadas históricas específicas.[289]

         Víctima de su individualidad, la joven se presenta al lector como una mujer prometeica y rebelde contra una existencia que ella no cree verdaderamente la suya; su afán desmedido para que se reconozcan sus derechos de heredera no le impiden mostrarse como una mujer veleidosa, preocupada por los trapos y por las novedades en materia de moda; por una parte se muestra la exaltación chulesca: “… el peinado era una obra maestra, gran sinfonía de cabellos, y sus hermosos ojos brillaban al amparo de la frente rameada de sortijas, como los polluelos del Sol anidados en una nube. No le faltaba nada, ni el mantón de Manila, ni el pañuelo de seda en la cabeza, empingorotado como una graciosa mitra, ni el vestido negro de gran cola y alto por delante para mostrar un calzado maravilloso, ni los ricos anillos, entre los cuales descollaba la indispensable haba de mar…”.[290] Vuelve Galdós a insistir en un tipo de mujer de extracción social sencilla, de pobre atavío pero de esmeradísimo peinado: “…aquella gente tiene su lujo, su aseo y su elegancia de cejas arriba, y aunque se cubra de miserables trapos, no pueden faltar el moñazo empapado en grasa y bandolina, ni los rizos abiertos y planchados sobre la frente como una guirnalda de negras plumas…”.[291]

         Indiscutiblemente el peinado y el calzado constituyen para el autor no sólo el símbolo de la elegancia innata sino los rastros de la misma, aun descuidados otros aspectos. La exquisitez señorial de la joven Isidora se advierte en sus soliloquios donde deja fluir un decidido interés por la moda y un gusto refinado que ella cree innato en su persona: “…decididamente optaré por el canelo con combinación níquel, por el azul de ultramar y por el negro con combinación de brochado, oro y cardenal…En los sombreros no determino nada hasta no enterarme bien…”.[292]

         Estas imágenes depuradas donde la verdadera elegancia se advierte en las formas personales más que en un arreglo suntuario recuerdan a otras mujeres como Juanita la Larga, Doña Luz, o la misma Clara Ayamonte, protagonista de La Quimera, mujer que vestía con lisura, es decir, con sencillez. Estos tipos de hermosura sin afeites, distinguidos y sin artificio, son tradicionales en la historia de nuestra literatura, y Galdós también recrea tal imagen, aunque matizada: “…Venía (Isidora) compuesta con galana sencillez, respirando aseo y coquetería; pero todo el aseo del mundo, toda la gracia y sencillez no podían disimular la fea catadura del descolorido traje, ni menos ¡y esto era lo más atroz!, la desgraciadísima vejez y mucho uso de las botas, que no sólo estaban usadas y viejas, sino ¡rotas!….[293]

         Si “La desheredada” se encuadra entre el reinado de Amadeo I y la Restauración, “Fortunata y Jacinta” abarcaría un tiempo más dilatado, desde 1869 hasta 1876, con un argumento que describe la burguesía del momento; en páginas anteriores se ha intentado recopilar todos los datos relativos a la moda burguesa a través de la descripción de las ropas femeninas; sin embargo se ha optado por matizar desde aquí algunas consideraciones apuntadas por el autor sobre la adaptación de las modas burguesas a las capas sociales más desfavorecidas; Fortunata se apareció por primera vez a Juan Santa Cruz con: “… pañuelo  azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón…”[294] Detalle importante de “las madrileñas de pueblo” era también el calzado; ya Galdós en otros escritos señalaba que el peinado y el zapato eran las dos bases sobre las cuales se sustentaba la elegancia y el decoro de la artesana, de la mujer perteneciente a las capas bajas de la sociedad, del “cuarto estado”, de la proletaria : “…eran éstas de mantón pardo, delantal azul, buena bota y pañuelo a la cabeza…”[295]

         Estas tendencias urbanas que poco tienen que ver con lo que sistemáticamente ha venido en llamarse “trajes populares” conectados directamente con fórmulas regionales o localistas, pasarían a formar un cliché definido ya a finales de siglo, gracias a algunas manifestaciones artísticas, como la alta comedia y la zarzuela; el estreno de algunas de éstas, “La Verbena de la Paloma” a finales de siglo, supuso un éxito espectacular; la burguesía e incluso las capas altas de la sociedad dieron en imitar formas y maneras de estos tipos a través de giros expresivos, adopción de algunas prendas específicas de chulas y chulos como faldas de percal con volantes o flecos bajeros, mantón de Manila, americana ceñida o cuello bajo.[296]

         La visión que ofrece Pérez Galdós a cerca de la indumentaria de estas clases sociales, casi menesterosas, bien podrían enlazar con otros aspectos tratados anteriormente. Ya se hizo alusión a las “tapadas” en la literatura del XIX a través de “La familia de Alvareda”; parece que fue común desde el siglo XVI el taparse la mujer el rostro con un manto o con mantilla, si bien el origen no es del todo claro, si fue costumbre de todos los estamentos sociales y en todo el territorio nacional.[297] En “Fortunata y Jacinta” aparece un eco desvaído, una reminiscencia ya degenerada de aquellas tapadas: “…encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón; parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz. Algunas eran agraciadas…”.[298] En esta misma novela, el autor relata un episodio sumamente descriptivo que conecta con los postulados naturalistas de raíz pintoresquista; esto sucede en el extraordinario acontecimiento de llevar el viático a una moribunda, Mauricia La Dura, recreándose el autor con total acercamiento a la realidad. Se hace recuento pormenorizado de todos los detalles relativos a la preparación del ornato y arreglo de casas, elaboración de altares, aseo de los asistentes pobres y congregación de gentes de distinta clase social vinculadas, de alguna forma, con la moribunda. Entre los grupos de personas destacan: “… dos mujeres muy bien vestidas a la chulesca, con mantón color café con leche, delantal azul, falda de tartán, pañuelos de color chillón a la cabeza, el peinado rematado en quíquiriquí con peina de bolas, el calzado de la más perfecta hechura y ajuste…”.[299]

         Dentro del panorama literario del Naturalismo “La Tribuna” de Emilia Pardo Bazán es un auténtico “estudio de costumbres locales”[300] donde se narra la vida de Amparo, joven perteneciente a la miseria suburbana, su actividad laboral en la fábrica de tabacos y su vida amorosa, todo ello insertado en una sociedad efervescente en torno al 68, es decir, desde el derrocamiento de Isabel II hasta la proclamación de la I República en una ciudad, Marineda (La Coruña). Las alusiones al modo de vestirse la mujer son similares a los apreciados en “Fortunata y Jacinta” y “La desheredada”: “… penetró airosa con bata de percal claro y pañolón de Manila de un rojo vivo que atraía la luz de gas, el rojo del trapo de los toreros. Su pañolito de seda era del mismo color…”.[301] Conocedora Doña Emilia de todos aquellos adminículos relacionados con el embellecimiento mujeril, recoge los sencillos y paupérrimos afeites de Amparo: “…y reunió un ajuar digno de la reina, a saber: un escarpidor de cuerno y una liendrera de boj; dos paquetes de orquillas, tomadas de orín; un bote de pomada de rosa; medio jabón “aux amandes améres” con pelitos de la barba de los parroquianos… Un frasco, casi vacío, de esencia de heno, y otras baratijas del mismo jaez…”[302]

         Esta obra reseña las contrastadas modas y vestimentas entre la burguesía y el proletariado de Marineda. Es rica en descripciones de tipos populares, niños, jóvenes trabajadores y clases adineradas. Interesante es el contrastado aspecto entre la joven burguesa (representada por Josefina) y la trabajadora (Amparo), interesada la primera en “sacar novedades”, como el uso de traje corto impuesto tras la Revolución del 68 y que constituía una nueva formulación suntuaria acorde con los tiempos frente al traje largo, con cola, anticuado y punto de referencia de una época cercana pero ya pasada; Josefina usaba invariablemente el abanico en conversaciones ligeras, vestía túnica de seda corta ribeteada de bellotitas de pasamanería y su vestido remataba en un ruedo de glasé, usaba un velo de rejilla y un lazo o pouff negro sobre la parte posterior de la cintura para remarcar caderas y nalgas. Amparo vestía enagua de lienzo y justillo de dril, una tela fuerte y tosca, calzaba zapatos vastos de becerro y sus faldas interiores solían ser refajos de bayeta ocultos por un vestido de tartán.

 

III.5. OTROS ESTEREOTIPOS.

 

         Si la narrativa de tradición realista o de registros naturalistas ha proporcionado bases suficientes para determinar aspectos cotidianos, íntimos, psicológicos y sociales de la mujer española del siglo XIX a través de su imagen externa, de su forma de vestir, de sus afeites, de sus joyas, de su pobreza y humildad…, en fin, su apariencia. No quisiera cerrar este capítulo con la mera reflexión hacia la figura inevitable de Don Juan Valera, autor de tres novelas de nombre femenino, (nada original, por otra parte, si tenemos en cuenta los títulos de Galdós, por ejemplo): Pepita Jiménez, Doña Luz y Juanita La Larga. El autor bosqueja unos personajes mujeriles encuadrados en una realidad profundamente idealizada; son mujeres de carne y hueso pero prototipos de la acción de la espiritualidad, de la belleza interior que emerge con sencillez a unos cuerpos nada atildados, a unas apariencias faltas de artificio. Es la belleza límpida, con lisura, parafraseando a la Pardo Bazán, en el vestir y una total correspondencia equilibrada entre los deseos íntimos, las intenciones y las acciones. La raíz de estos modelos se halla en la tradición heredada del Siglo de Oro, y permitiéndome ser arriesgada, en algunas figuras femeninas de la literatura clásica universal; la formación literaria del autor, su conocimiento de textos clásicos y sus referencias a los mismos han sido harto reconocidos por los críticos[303]. De cualquier forma, tanto la tradición literaria como los arquetipos existentes en la sociedad configurarían unas heroínas que como prolongación de los modelos románticos se insertaron en la narrativa del XIX, cuidando muy bien sus creadores aquellos aspectos psicológicos y sus correspondientes coordenadas sociales y culturales.

         Pepita Jiménez se publica cuando la efervescencia del realismo y del naturalismo comenzaban a dar sus maduros  frutos “Le ventre de Paris” de Emilio Zola (1873), “Ana Karenina” de Tolstoy (1876); “Pepita Jiménez” es una novela inmersa dentro de lo que fue el debate nacional en torno a idealismo-realismo y a los aspectos irreconciliables de ambos espíritus; su acogida tras la publicación fue importante dentro y fuera de España.[304]

         Se trata de una narración integrada dentro de los parámetros realistas junto a un latente y profundo idealismo; su protagonista es una joven viuda en cuya persona se acrisolan las más variadas virtudes, y que se ve involucrada en un asunto amoroso con un futuro sacerdote, a la sazón hijo de su pretendiente; el autor se muestra lacónico en cuanto a situar espacial y temporalmente la acción, aunque no cabe duda de la ascendencia andaluza de paisajes, vida cotidiana, costumbres, modos de vida y ambiente rural.

         La figura de Pepita aparece en no pocas ocasiones comparada a otras legendarias de la mitología, como la maga Circe[305]                         “… porque los tiene grandes, verdes como los de Circe, hermosos y rasgados… Los ojos de Pepita, verdes como los de Circe tienen un mirar tranquilo y honestísimo…”.[306]

         La figura legendaria de Circe ha inspirado varias obras literarias: “La Circe” de G. Battista Gelli (1549), “Circe” de Lope de Vega (1624), y la tragedia de Corneille “Circe”. Algunos pintores “fin de siglo” vieron en la figura de esta maga los registros correspondientes de la mujer fatal[307]. Waterhouse, F. Rops, y Levy  Dhurmer encontraron en la figura de Circe una inspiración inusitada, configurando su figura con todos aquellos elementos definidores de “la femmme fatale”.

         El  protagonista, Luis de Vargas, compara a Pepita con mujeres bíblicas, algunas de ellas paradigmáticas como Judith o Jael: “… sueño que me divide la garganta como Judit al capitán de los asirios, o que me araviesa las sienes con un clavo como Jael a Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del Cantar de los Cantares, y la llamo con voz interior, y la bendigo, y la judgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos, Paloma mía y hermana…”[308]. Ambas, Judit y Jael son dos mujeres fuertes del Antiguo Testamento que sedujeron a los enemigos de su pueblo para asesinarlos después (Holofernes fue decapitado por Judit y a Sísara le fue clavada una clavija por Jael).

         La figura de Judith es esencialmente importante a lo largo del XIX; si tradicionalmente por la Iglesia Católica e incluso por la iconografía cristiana ha sido considerada una prefiguración mariana (las pinturas de Cranach, Botticelli, Veronés, Caravaggio, Tintoretto…, nos presentan a una heroína triunfadora del mal), también su figura fascinó a algunos artistas de finales del XIX como Gustav Klimt o Franz von Stuck que transformaron en seductora imagen a una de las mujeres más importantes del Antiguo Testamento[309]. Termina en este párrafo Luis de Vargas aludiendo a la esposa del Cantar de los Cantares, recopilando algunos apelativos que recibe la Esposa del Esposo, marcando definitivamente la presencia de textos literarios antiguos.

         Pero el sistema de alusiones se cierra con la inspiración de modelos poéticos del Cuattrocento: “…será para mí como Beatriz para Dante, figura y representación de mi patria, del saber y de la belleza…”.[310]

         Algunos autores han visto en el personaje femenino de Pepita Jiménez un hermoso símbolo de naturalidad y verdad humana[311].

         Los aspectos sobre indumentaria se centran en contadas ocasiones en el análisis que hace Valera sobre el traje doméstico, cotidiano de las zonas rurales de la Andalucía cordobesa, que no tiene por qué ser distinto al de cualquier otro lugar del país.

         Una ojeada a la moda hacia 1868-1870 nos sitúa en un momento en el que la crinolina y el miriñaque junto a las colas eran objeto de sabrosos comentarios en cualquier diario de provincias: “…pues ahora con tanto enredo / y esos aros de tonel / me parece una mujer/ la campana de Toledo / aproximarme no puedo / pues bien en las pantorrillas / dan tan fuerte reflegón / que nos producen dolor / o bien nos hacen cosquillas[312]. Puiggarí, pocos años después ahondaba sobre el artificioso miriñaque, apósito llegado del extranjero que desacreditaba el buen gusto adulterando la genuina elegancia española[313]

         La moda en la pequeña clase media provinciana seguía sus propios esquemas, retomando esta o aquella novedosa prenda y adaptándola a otras autóctonas, tradicionales y de naturaleza castiza como bien lo refleja Valera “…vestidas a lo místico, si bien con suma pulcritud y elegancia. Llevaban trajes de percal de vistosos colores, cortos y ceñidos al cuerpo; pañuelos de seda cubriendo las espaldas, y descubierta la cabeza, donde lucían abundantes y lustrosos cabellos negros, trenzados y atados luego, formando un moño en figura de martillo, y por delante rizos sujetos con sendas horquillas por allá llamados caracoles…Sobre el moño o castaña ostentaba cada una de estas doncellas un ramo de frescas rosas…”.[314]

         La importancia del peinado es decisiva a la hora de crear una imagen tipo de la mujer española, aquella que basa su elegancia en la sencillez y en la falta de artificios. Por ello serán las obreras y las hijas del pueblo descritas por Galdós (Isidora, Fortunata…) y ahora idealizadas por Valera, las que luzcan hermosos peinados basados en la naturalidad donde sólo el caracol o rizo aportan un gesto de coquetería. E. Bornay apunta la plasmación desde finales del XIX y en la primera mitad del XX, del tipo de peinado español a través de la pintura[315].

         Pepita distinguida del resto de la mayoría de mujeres de su pueblo “… no afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de las ciudades; mezcla ambos estilos…” “…y aunque su traje no se distingue del de las aldeanas, sí la realza el detalle exquisito de llevar guantes…”.[316]

         Ya se ha señalado la ambigüedad temporal de la obra sin poder rastrear una correspondencia entre el tiempo de la historia novelesca y el tiempo histórico, tal como sucede en los procesos temporalizadores de la novela realista. Valera siempre alude a la sencillez y compostura en el vestir de Pepita cuyas formas no diferían de aquellas usadas por las criadas; también destaca la ausencia de joyas y adornos, aunque matizando aspectos diferenciales como el uso de guantes y trajes de montar, como otras heroínas de Valera. Estas concomitancias entre algunos personajes femeninos creados por el escritor quedan definidos en su aspecto exterior y se corresponden con otros rasgos afines: independencia económica, entorno familiar que no corresponde al tradicional, mujeres que viven retiradas de los acontecimientos sociales, desdenes amorosos hacia los lugareños,[317] mujeres, como señala Carmen Bravo Villasante, que se hallan dentro de registros literarios y que probablemente tendrían muy poco que ver con las auténticas[318].

         En “Doña Luz” como también lo fue en “Pepita Jiménez” y lo será en “Juanita la Larga”, el equilibrio entre los rasgos costumbristas y el idealismo poético darán como resultado la concreción de unas mujeres envueltas en la naturalidad y la espiritualidad. Las escasas referencias a los detalles de vestimenta se centran fundamentalmente en cómo los habitantes de Villafría veían a Doña Luz, comparando su belleza a la de una hurí: “…cuando Doña Luz iba por la calle con Juana, su anciana criada, o cuando iba a la Iglesia, grave, silenciosa, vestida toda de negro, con basquiña y mantilla, decían algunos mozos estudiantes…”.[319]                    

         También recogió Valera algunas costumbres extendidas por toda España como fue el uso del mantón de Manila, los abanicos con motivos orientales tan populares entre todas las clases sociales: “…para ellas o pañolones bordados, que llaman en mi tierra de espumilla y de Manila en Madrid, o abanicos chinescos…”.[320] Le interesó, sobre todo, al escritor crear arquetipos muy definidos: la limpieza y la sencillez orgullosa son dos características de las mujeres de Valera. En Juanita vuelve a reiterarse la imagen que acrisola rasgos realistas y elementos idealizados; el retrato de la protagonista corresponde al tipo recreado por el autor en otras heroínas: torneadas manos, pulcritud en el vestir, sencillez…: “…su pelo negro, con reflejos azules, estaba bien cuidado y limpio. No ponía en él ni aceite de almendras dulces ni blandurilla de ninguna clase, sino agua sola con alguna infusión de hierbas olorosas para lavarlo mejor. Lo llevaba recogido muy alto, sobre el colodrillo, en trenza, que atada luego, formaba un moño en figura de dos triángulos equiláteros que se tocaban en uno de los vértices…”.[321] Se advierte en la novela algunas interesantes referencias al gran mundo de la moda y de las revistas de actualidad: “…casi siempre tenía una o dos oficiales que cosían para ella, y ella cortaba vestidos, con tanto arte y primor como Worth o la Donat en la capital de Francia…con mucho sigilo, vamos tú y yo a hacerle una levita nueva, según el último figurín de La Moda Elegante e Ilustrada…”.[322] Son evidentes, pues los retazos costumbristas y de qué forma se habían filtrado en la vida cotidiana los álbumes de la moda, las novedades, en fin, de la elegancia. Recoge Valera en la narración esos rasgos de la compostura en días solemnes donde la mantilla ocuparía, sin lugar a dudas, lugar preferente, aun cuando ésta ya a finales del siglo, momento cronológico de la historia de Juanita, era adorno en franca decadencia y utilizada exclusivamente en actos de solemnidad o grandes fiestas: “…porque tú irás con tu mantilla de tul bordado, y me emprestarás o regalaras la otra que tienes de madroños, que me está como pintada…”.[323]

         En la novela se recoge el ambiente de fiesta en Villafría, ideal de cualquier pueblo cordobés; la descripción de los atuendos de mujeres, jovencitas de todas las clases sociales deja bien patentes las costumbres al uso en materia de vestimenta: “…ninguna iba con la cabeza descubierta; todas, si no tenían mantilla, llevaban mantones de lana ligera, o bien pañuelos que denominaban allí seáticos, o sea, percal lustrosísimo que imita la seda. Las damas pudientes ya provectas vestía trajes negros u obscuros de tafetán, de sarga malagueña, o de alepín o de cúbica, y las señoritas, sus hijas, iban con trajes de muselina  o de otras telas aéreas y vaporosas, pero ninguna sin mantilla, ora de tul bordado, ora de blonda catalana o manchega…”.[324]

         También se advierte cómo en los medios rurales no se consideraba decoroso en una mujer el engalanarse con ropas no acordes a un determinado nivel social: “…la desvergonzada Manuela se ha encajado en la Iglesia no vestida humildemente, según su clase, sino con el lujo escandaloso de las mujeres cortesanas…”.[325]

         Aunque “Juanita la Larga” trata de las relaciones idealizadas de una mujer con su entorno, también se hallan en la obra rastros costumbristas que reflejan los modos de vestir, las costumbres suntuarias de la España rural del último tercio del XIX.

 

GLOSARIO

 

 

 

A

 

ABANET : banda o faja del sumo sacerdote judío.

ABANILLOS : pliegues como los del abanico.

AGRAMÁN: en general se denomina a la tela de lino o cáñamo.

AGREMÁN : adorno de pasamanería en forma de cinta.

AIGRETTE : pluma alta de garceta para adornar el moño o sombrero.

ALAMAR : presilla o fleco de pasamanería.

ALFARDA : adorno usado antiguamente por las mujeres.

ALJABA : receptáculo que se lleva colgado del hombro.

ALEPÍN : tela antigua de lana muy fina.

ALHAREME : tocado usado por los musulmanes.

ALMALAFA : traje moro que cubre desde los hombros a los pies.

ALMANACA : pulsera de origen árabe, empleada por la mujer.

ALMILLA : prenda de vestir ajustada a la parte superior del cuerpo, con o sin mangas.

ALVANEGA : cofia o red para cubrir la cabeza y recoger el pelo.

ARMADOR : jubón, prenda de ropa.

AMICULUM : vestido corto y ajustado.

ANABOLADIRUM : vestidura que se ponía sobre las espaldas.

 

 

 

B

BANDOLINA : substancia mucilaginosa usada para fijar el pelo.

BANDÓS CLEO : peinado a lo Cleo de Merode de finales del XIX con raya en medio y recogido hacia atrás.

BAREGE : tela de vestido semitransparente con punto muy abierto, se emplea también para velos.

BASQUIÑA : prenda de vestir a modo de falda que cubre desde la cintura hacia abajo.

BATÍN : traje largo y cómodo para estar en casa.

BATISTA : tela casi transparente de hilo o algodón empleada para prendas delicadas.

BAYETA : se denomina a distintas telas de lana, bastas y con algo de pelo.

BLONDA : encaje de seda con dibujos.

BOLSA DE BROCHADO : bolsa de seda con aplicaciones a relieve de oro, plata o torzal.

BOTARGA : pantalón ancho y largo usado antiguamente.

BRIAL : vestido de seda femenino que cubre desde los hombros a los pies.

BROCHADO : tela de seda con alguna labor de oro o plata.

BULLÓN : adorno en forma de bulto para ahuecar el vestido.

 

 

 

C

 

CABÁS : capazo, cestilla o bolso usado por la mujer.

CACHEMIR : tela de lana muy fina.

CAIREL : fleco de adornos para vestidos.

CAMBRAY : tela blanca de algodón muy fina, oriunda de esta ciudad.

CAMISOLA : prenda interior con cuerpo sin mangas y pechera bordada.

CAMISOLINA : camisa femenina reducida al cuello y la pechera.

CAMOCÁN : cierto brocado de Oriente, empleado en España en la Edad Media.

CANELO : tejido color canela.

CAÑAMAZO : tejido con hilos muy separados empleado para bordar.

CAPITOLINOS DE RUBÍ : puntas de pedrería (rubíes) empleadas como adorno.

CAPOTA : sombrero femenino que cubre la nuca y los lados, con o sin alas.

CARLANCA : especie de collar ancho y ceñido al cuello.

CARRIK : abrigo con varias esclavinas superpuestas, de principios del XIX.

CASACA WATTEAU : casaca abierta en la espalda por pliegues a falla.

CATORCENO : tela antigua cuya urdimbre era de catorce hilos.

CICLATÓN : vestidura de lujo en forma de túnica o manto usada en la Edad Media.

COLETO : vestido de piel ajustado al cuerpo.

COLODRILLO : Parte posterior inferior de la cabeza ; pescuezo.

COTÓN : tela de algodón estampada de variados colores.

COTONÍA : tela blanca de algodón formando cordoncillo.

CORPIÑO : prenda femenina sin mangas que cubre el cuerpo hasta la cintura.

CORSÉ : prenda interior  femenina, con ballenas que ciñe desde la cintura a los muslos.

CRESPINA : redecilla antigua que servía para recoger el pelo y como adorno.

CRESPÓN : tela granulosa de seda cuya urdimbre es muy retorcida.

CRETONA : tela fuerte de algodón con estampados.

CRINOLINA : Tela clara y rígida hecha de crin para ahuecar.

CUADRILONGO : se aplica al tipo de pañuelo de forma rectangular.

CÚBICA : se denominaba a la tela de lana más fina que la estameña y más gruesa que el alepín.

 

 

 

CH

 

CHAL : prenda de lana que se pone sobre los hombros y la espalda.

CHALINA : chal estrecho o corbata ancha con lazada usado por la mujer.

CHAMBRA : vestido ancho interior femenino que cubre la parte superior del cuerpo.

CHANELA : calzado femenino, especie de chapín, usado en tiempo de lluvia.

CHAPINES : calzado femenino con suela de corcho usado antiguamente.

 

 

 

D

 

 

 

DALMÁTICA : túnica blanca con mangas anchas y cortas, original de Dalmacia

DAMASCO : tela de seda con dibujos brillantes en fondo mate.

DESHABILLÉ : salto de cama de seda o encaje.

DIJE : cualquier joya o aderezo que se lleva colgado de una cadena.

DRAPEADO : especie de pliegue suelto en horizontal o vertical.

 

 

 

E

 

 

 

EFOD : vestido corto  de lino y sin mangas empleado por sacerdotes judíos.

ENCAJE : tejido reticular que se rellena formando dibujos.

ESCARPIDOR DE CUERNO : peine de cuerno con púas gruesas y largas.

ESPIGUILLA : fleco con picos; bordado espigado hecho en costuras para refuerzo.

ESPOLÍN : tela con flores esparcidas.

ESPUMILLA : tela de crespón muy fina.

ESTAMBRE : tela de hebras largas de vellón, rala y brillante.

ESTAMEÑA : estambre asargado, negro o pardo, empleado para hábitos.

ESTOPA : parte basta del lino o cáñamo.

 

 

 

F

 

 

FELPA : tela semejante al terciopelo, de pelo más largo, de seda, lana u otra fibra.

FERRERUELO : capa corta sin esclavina usada en el Renacimiento.

FICHÚ : pañoleta de hilo.

FILADIZ :tela de seda que se saca del capullo roto.

FOULARD : tela de seda muy fina con dibujos estampados.

FRANELA : tela de lana o algodón con un poco de pelo en una de sus caras.

 

 

 

G

 

 

 

GAMARÓN : tabardo, traje sin forma para caminar.

GANTE : especie de lienzo crudo.

GASA : tela de seda fina y vaporosa para vestidos y adornos.

GAYAS : listas de telas de colores.

GLASÉ : tela de seda gruesa y rígida y de brillo apagado.

GONELA : la saya o el vestido de fuera, llamado así antiguamente en Aragón.

GORGUERA : tira almidonada para el cuello con pliegues abiertos hacia arriba y abajo.

GREGUESCO : pantalón muy ancho que llegaba a media pierna.

GRO : tela de seda semejante al glasé pero más gruesa empleado para cintas.

GUARDAINFANTE : armazón alrededor de la cintura para ahuecar la falda.

GUARDAPIÉS : brial o falda de mujer.

GUEDEJA : mata de pelo larga.

GUIPUR : encaje de bolillos formado por varios hilos alrededor de los cuales se forma con otro hilo una especie de ojal.

 

 

 

H

 

HERRERUELO : capa no muy larga con cuello y sin esclavina de origen militar.

 

 

I

 

 

IMPERTINENTES : lentes con mango que se arriman a los ojos para ver.

INDIANA : tela de hilo o algodón estampada por el derecho.

 

 

 

J

 

 

 

JAQUETA : chaqueta.

JUBÓN : prenda de vestir que cubre hasta la cintura.

JUSTILLO : prenda interior sin manga que ciñe el cuerpo sin bajar a la cintura.

 

 

 

L
 
 
 
LECHUGUILLO : cuello y puños almidonados y con encañonados.

LIENDRERA DE BOJ : peine muy espeso de puas muy finas.

LÍNEA : ropa confeccionada con lino.

LINO : planta cuya fibra sirve para hacer tejidos de hilo.

 

 

 

M

 

 

 

MALAKOFF :nombre francés del miriñaque.

MAHÓN : tela de algodón de calidad color canela que venía de Nankín a Mahón.

MANGAS DE YUPLA : mangas de velo que colgaban del hombro.

MANTELETA : vestido antiguo de mujer consistente en esclavina con puntas largas.

MANTELLÍN : mantilla de tela para la cabeza.

MANTELLINA : mantilla de tela para la cabeza.

MANTILLA : prenda que se pone sobre la cabeza y cae sobre los hombros.

MADAPOLÁN : tela blanca de algodón de buena calidad.

MADRIL : en la antigüedad túnica talar.

MITÓN : guante que sólo cubre la mano y no los dedos.

MIRIÑAQUE : armadura de tela con aros de metal para ahuecar la falda.

MOARÉ : tul de seda formando cordoncillo que hace aguas.

MULETÓN : cierto tipo de refajo.

MUSELINA : tejido fino y ligero especialmente de seda.

 

 

 

N

 

 

 

NANSONK : algodón fino parecido a la batista para lencería y ropa interior femenina.

NIPIS : tela fina y transparente color paja tejida en Filipinas y sacada de la napa.

 

 

 

O

 

 

 

OCUPIATA : tipo de bordado frigio hecho con la aguja.

ORGANDÍ : tela de algodón transparente y muy rígida.

OTOMÁN : tejido de cordón con el hilo de la urdimbre más grueso que el de la trama.

 

 

 

P

 

 

 

PAILLETES : lentejuelas para guarnecer el vestido.

PALETINA :parte lisa de la charretera de la que prende el fleco.

PALETÓ : nombre de abrigo de paño largo y entallado.

PALLA : vestido talar de mujer.

PALMILLA : cierto género de paño, el mejor el de color azul.

PAÑO PRUNNE : paño color ciruela, granate.

PAÑOLÓN : mantón de seda.

PARDESSUS : tipo de abrigo de finales del XIX tanto para hombre como para mujer.

PATERNOSTRES : en la Edad Media cuentas de collar.

PARTIDOR : barilla o aguja para partir el cabello.

PELLIZONES : pieles para vestir.

PEPLOS : manto, velo de mujer con bordados.

PERCAL : tela de algodón corriente con estampados y ligamento tafetán.

PERCALINA : de menos calidad que el percal con brillo empleada para forros.

PERIZOMA : cinto, faja. 

PETALUUM : hojuela de metal.

PILLENUM : sombrero, casquete.

PIQUÉ : tela de algodón formando dibujos en relieve de canutillos o bordones.

PODERIS : túnica sacerdotal empleada en la antigüedad.

POLISÓN : armazón femenino sujeto a la cintura para ahuecar la falda.

POPELÍN : tela de algodón puro con algo de brillo, especial para camisas.

PORDEMÁS : tipo de abrigo usado en  Edad Media.

POUFF : especie de recogido de distintos materiales para adornar el vestido.

PRENDEDERO :broche con el que se recogían las faldas.

 

 

 

Q

 

 

 

QUERMES : insecto parecido a la cochinilla empleado antiguamente para tintar. 

QUINETE : tela de lana basta procedente de Amiens.

 

 

 

R

 

 

 

RANDA : encaje antiguo de bolillo.

RANDILLA : encaje puesto como adorno, también de bolillos.

RANGLÁN O RAGLÁN : tipo de manga del cuello a la muñeca con costuras diagonales.

RASETE : cierto tipo de raso de calidad inferior.

RASO : tela de seda de superficie muy lisa y brillante.

RASO FOFO : tela de seda lisa, brillante y esponjosa.

REBOZO : prenda con la que se cubre la parte inferior del rostro.

REDINGOTE : prenda de abrigo antiguo, abrigo sin mangas.

RIDÍCULO : bolso de señora para llevar pañuelo y cosas pequeñas.

RODETE : moño en forma de rueda.

ROPILLA : en el siglo XVI se denominaba a las vestiduras de cierta riqueza o categoría.

ROUCHÉ : transparente.

RUAN : tela de color estampada en colores que se fabricaba en Rouen.

 

 

 

S

 

SABOYANA : falda abierta que antes usaba la mujer.

SACHET : bolsito o neceser pequeño.

SAGATI : tela de lana parecida a la estameña con urdimbre blanca y trama de color.

SAGO : vestido antiguo galo y casaca militar romana.

SALSERUELA : recipiente de tocador para mezclar ungüentos de belleza.

SARDIO : tela de color blanco, negro y rojo oriunda de Sardes.

SARGA : tela cuyo tejido forma líneas diagonales.

SATÉN : tela de seda o algodón parecido al raso, pero de calidad inferior.

SERICA : tela confeccionada con seda.

 

 

 

T

 

TABINETE : tela de algodón y seda empleada para calzado de señora.

TAFETÁN : tela de seda muy tupida y de lustre apagado.

TAFILETE : piel de cabra muy fina  y curtida para zapatos.

TARTÁN : paño tupido de lana, de bandas cruzadas y rayas de colores.

TERCIOPELO : de doble urdimbre y trama de seda formando gazas que cortadas forman pelo.

TERCIOPELO MIROIR : terciopelo muy brillante.

TEXILLO : ceñidor para abrochar el manto.

THERISTRUUM : traje de verano ; traje de pudor.

TIMPANION : piedra preciosa con forma de tambor frigio.

TIRAZ : tejido rico de seda de época califal, incluye entre otros motivos el nombre del dueño.

TISÚ : tela de seda entretejida con hilos de plata y oro.

TOQUILLA : prenda de punto en forma de capa puesta sobre los hombros.

TRABILLA : tiras empleadas para ajustar la prenda de vestir.

TRAJE FULLER : trajes vaporosos con vuelos y caídas introducidos por la bailarina americana Loïe Fuller.

TRASCOL : falda de cola usada antiguamente por las mujeres.

TRASPORTÍN : colchones que se ponían debajo del colchón principal.

TUL : tejido reticulado parecido al encaje que forma agujeros.

 

 

 

V

 

 

VALONA : cuello muy grande vuelto sobre la espalda y pecho.

VELMEZ : túnica acolchada para soportar la armadura.

VELUTINE : polvo de arroz preparado al bismuto empleado como cosmético.

VERDUGADO : prenda usada por la mujer bajo el vestido para ahuecarlo.

VERDUGO : pendiente en forma de aro.

VERT AMANDE : verde almendra, verde muy claro.

 

 

W

 

 

WATTEAU : estilo de vestido de finales del XIX con espalda plisada y ceñido corpiño.

 

 

Y

 

 

YUPLAS : mangas que cuelgan del hombro.

 

Z

 

 

ZAGALEJO : falda puesta debajo de la que se ve.

ZARAZA : tela de algodón con dibujos o listas de colores para faldas oriunda de Asia.

ZARCILLO : pendiente en forma de aro.

 

 

 

 

 

 

 

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[1] “Gusto general de la gente, o conjunto de usos, costumbres y tendencias, circunscritas a una época determinada en cualquier aspecto: vestido, mobiliario, literatura, arte…, si no se especifica otra cosa, se entiende la moda en el vestido…” MOLINER, M. Diccionario de uso del español. Madrid 1988, p. 433.

[2] HONOUR, H. El Romanticismo. Madrid 1986, p. p. 199-225.

[3] VON BOEHN, M. La moda. Historia del traje en Europa. Estudio preliminar del Marqués de Lozoya, Salvat Editores, S.A. Barcelona, 1928, p.VII.

[4] CARLO ARGÁN, G. El arte moderno I. Fernando Torres. Valencia 1977, pp. 9-11.

[5] LA ILÍADA, raps.VI, Club Internacional del Libro, Madrid, 1991, p. 99.

[6]  La Odisea. Canto III,  Bruguera. Barcelona, 1978, p. 83.

[7] Ibídem. Canto VII, p.144.

[8] Ibídem. Canto X,  p. 198.

[9] Ibídem. Canto I, p. 52-53. Canto V, p. 120

[10]  La Odisea.  Bruguera. Barcelona 1978, Canto XVI, p. 308.

[11]  La Ilíada.  Opus cit. raps.III, p. 54

[12] BIBLIA DE JERUSALEM. Descle de Brouwer. Bilbao 1967, p.7.

[13] BOUCHER, F. Historia del traje en Occidente desde la antigüedad hasta nuestros días. Barcelona 1967, p.7.

BEAULIEU. M. El vestido antiguo y medieval. Barcelona 1971, p. 25.

LAVER, J. Breve historia del traje y la moda. Cátedra. Barcelona 1988, p.16

[14] OVIDIO NASON, P. Las metamorfosis. Espasa Calpe. Madrid 1972, p.42.

[15]  PETRONIO, C. El Satiricón. Libros Río Nuevo. Barcelona 1987, p.10.

[16]  Ibídem, pp. 113-114.

[17]  Ibídem, p.181.

[18] BIBLIA DE JERUSALEM. Opus cit. Salmo 48,8 e Isaías 23,1.

[19] CABO, A. VIGIL, M. Historia de España. Alfaguara. T. I. Alianza Universidad. Madrid 1981, p. 330.       

[20] GARCIA BELLIDO A. España y los españoles hace dos mil años según la geografía de Estrabón. Espasa Calpe. Madrid 1968. C. III, 4-17.

[21]  BERNIS, C. “Los trajes populares en el siglo XIX” en  La España del siglo XIX vista por sus contemporáneos. T.I. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid 1988, p. 418.

[22]  MANGAS, J. “Las referencias a la imagen ibérica en los autores antiguos” en La sociedad ibérica a través de la imagen. Ministerio de Cultura. Madrid 1993, pp.184-189. LOS ÍBEROS. Ministerio de Cultura, Madrid, 1998

[23] Ya SEMPERE Y GUARINOS en Historia del luxo y de las leyes suntuarias (1799) hace referencia al vestido de los pueblos primitivos de la Península.

EL CONDE DE CLONARD en  Discurso histórico sobre el traje de los españoles desde los tiempos más remotos hasta el reinado de los Reyes Católicos. Memorias de la Real Academia de la Historia. Madrid 1869; especial mención merece JOSÉ PUIG en su obra Monografía histórica e iconográfica del traje; EL MARQUÉS DE LOZOYA igualmente nos muestra magníficos preámbulos adaptados a nuestra Península  en la serie de  MAX VON BOEHN.

[24] ISIDORO DE SEVILLA, SAN. Las Etimologías. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid 1994, p. 463.

[25] Ibídem p. 467.

[26] LOZOYA, MARQUES DE, “Estudio preliminar” en La moda, historia del traje en Europa desde los orígenes del cristianismo hasta nuestros días. De MAX VON BOEHN.Salvat. Barcelona 1928, p. 9.

[27] BERNIS, C. Indumentaria medieval española. C.S.I.C. Instituto Diego Velázquez Madrid, 1956. “Miniaturas de Pedro Marcuello” Archivo Español de Arte. Nº 97 Madrid, 1952. “Indumentaria femenina del siglo XV: la camisa de mujer” ARCHIVO ESPAÑOL DE ARTE. Nº 119 Madrid, 1957. “Pedro Berruguete y la moda” ARCHIVO ESPAÑOL DE ARTE. Nº 125, Madrid, 1959. “Modas moriscas en la sociedad española del siglo XV y principios del XVI”BOLETÍN DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA CXLIV, Madrid, 1959 pp.199-228. “Las pinturas de la sala de los Reyes de la Alhambra. Los asuntos, los trajes, la fecha” CUADERNOS DE LA ALHAMBRA. Nº 18, Granada, 1982. “Traje, aderezo y afeites” MENÉNDEZ PIDAL, G. La España del siglo XIII leída en imágenes. REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA. Madrid, 1986. Trajes y modas en la España de los RR.CC. (2 vol. I Las mujeres, II Los hombres). Instituto Diego Velázquez, CSIC. Madrid, 1978.

[28] DÍAZ, J. Romances. CD. Madrid, 1988.

[29] MENÉNDEZ PIDAL, R. Flor nueva de romances viejos. Madrid 1968, pp. 262-263.

[30] MENÉNDEZ PIDAL, R. opus cit. pp. 251-252.

[31] Ibídem. p. 175.

[32] Ibídem. p.  237.

[33] BERNIS, C. “Las pinturas de la sala de los Reyes de la Alhambra: los asuntos, los trajes, la fecha” CUADERNOS DE LA ALHAMBRA nº 18. Granada. 1982. DOZY, R. Dictionaire des noms des vetement chez les arabes. Amsterdam 1845, pp.113-170. ARIÉ. R. “Quelques remarques sur le costume des musulmans d´Espagne au temps des nasrides”. Revista de estudios islámicos. Madrid, 1965-1966, pp. 103-117.

[34] RIQUER DE M. Introducción al Cantar de Mío Cid. Madrid 1995, (15ª edición) pp. 9-19.

[35] RIQUER DE, M. opus cit, p.22.

[36] MENÉNDEZ PIDAL, R. Cantar de Mío Cid. Texto, gramática y vocabulario, 3 vol. Espasa Calpe. Madrid. Clásicos Castellanos, nº 24.

[37] No han sido superados los trabajos de Carmen Bernis en Indumentaria Medieval Española. C.S.I.C. Madrid.

[38] FERNÁNDEZ VILLAMIL, C. Las Artes aplicadas. Madrid 1971, p.338.

[39] RUIZ, J. Libro del buen amor. Club internacional del libro. Madrid 1991.

[40] Ibídem. p. 118. Cántico de Serrana.

[41] Ibídem. p. 114.

[42] Ibídem. p. 52. “Con mujer non te empereçes, non te enbuelvas en tabardo, del vestido más chico sea tu ardid alardo”. Un tabardo es traje externo sin forma fija que se usaba para el camino.

[43] MARQUÉS DE LOZOYA. Opus cit. T.I. p.10.

[44] BERNIS, C. “Las miniaturas de El Cancionero de Pedro Marcuello” Archivo Español de Arte, XXV. Madrid,1952, p.8.

[45] BERNIS, C. “Indumentaria española del siglo XV: la camisa de mujer”. Archivo Español de Arte nº 119. Madrid,1957, p.188.

[46] Ibídem, p. 107.

[47] BERNIS, C. “Pedro de Berruguete y la moda”. Archivo Español de Arte nº 125. Madrid, 1959.

[48] TALAVERA DE, H. Tratado provechoso…, parte III, cap. V, fol 65, 66, 67. Biblioteca del Escorial, obra citada por Carmen Bernis en el artículo ya citado “Pedro de Berruguete…”.

[49] REINOSA DE, R. Coplas de las Comadres. Publicadas por Bartolomé y Gallardo en Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos. T. IV. Madrid 1989.Citado por Carmen Bernis en Trajes y modas en la España de los Reyes Católicos C.S.I.C. Madrid 1978, p. 51.

[50] CASTILLO DEL, H. Cancionero general II. Valencia 1511. Madrid, Sociedad de Bibliofilia 1882. P. 39. Citado por Carmen Bernis en Trajes y modas en la España de los  Reyes Católicos Instituto Diego Velázquez C.S.I.C Madrid 1978, p. 52.

[51] MARTÍNEZ DE TOLEDO, A. Arcipreste de Talavera. Austral. Edición Marcela Ciceri. Madrid 1990, pp. 16,17.

[52] Ibídem. Donde una dama enumera pormenorizadamente aderezos y afeites de otra. Libro II. Cap. II. De como la muger es murmurante e detractadora. pp. 170-171.

[53] Ibídem. p. 175.

[54] FERNÁNDEZ VILLAMIL, C. Las Artes Aplicadas II. Madrid 1982.

[55] LAVER, J. Opus cit. p. 324.

[56] DE CASTIGLIONE, B. El Cortesano. Prólogo de A. Crespo. Círculo de Lectores. Barcelona. 1997, pp. 7-28.

[57] Ibídem pp.173 s.s.

[58]  La relación de este viaje la publicó el hispanista francés Alfredo MOREL FATIO en su obra España en el siglo XVI y XVII. Heilbroon 1878.

[59] GARCÍA MERCADAL, J. Viajes por España. Alianza. Madrid 1972, p.112.

[60] BERNIS,C. Indumentaria española en tiempos de Carlos V. Instituto Diego Velázquez. C.S.I.C. 1962.

“La Dama del Armiño y la moda” Archivo Español de Arte. Tomo LIX, nº 234, 1986.

[61] El último trabajo de Carmen Bernis ha sido El traje y los tipos sociales en El Quijote Ed. El Viso, Madrid, 2001.

[62] BERNIS, C. “El traje de viudas y dueñas en los cuadros de Velázquez y su escuela” Miscelánea de Arte, Instituto Diego Velázquez. C.S.I.C. Madrid 1982.

[63] CERVANTES, MIGUEL DE. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Libro II. Cap. XXXVIII. Ministerio Educación y Ciencia. Barcelona 1966, p.812.

[64] Ibídem. Historia de Cadmio. Libro I, P. 230.

[65] VON BOEHN, M. La moda. Historia del traje en Europa. Tomo III, Siglo XVII. Estudio preliminar del Marqués de Lozoya. Barcelona 1928, p.12.

[66] VON BOEHN. M. opus cit, p. 5 y ss.

[67] ALCALÁ-ZAMORA, J.N. La vida cotidiana en la España de Velázquez. Col. Historia 14. Madrid 1989. Pp.65 y ss. Cita así mismo a R. del ARCO Y GARAY en “La sociedad española en las obras de Cervantes”. Madrid 1951.

[68] LA JOYERÍA ESPAÑOLA. De Felipe II a Alfonso XIII Ministerio de Educación y Cultura, Madrid, 1988, págs. 22 y ss.

[69] CERVANTES, M. DE. Novelas ejemplares. Edición, prólogo y notas de F. RODRÍGUEZ MARÍN Espasa-Calpe, Madrid, 1969, p. 178-3.

[70] BERNIS.C. “El traje de la Duquesa Cazadora tal como lo vió Don Quijote”. Revista de dialectología y tradiciones populares. Volumen LIII. 1988, pp. 59-66.

[71] Ibídem. p. 66.En dicho artículo se hace referencia a la “Premática de los Cotoneros” de F. de Quevedo.

[72] ALBORG, J.L. Historia de la literatura española. Madrid 1983, p. 617.

[73] QUEVEDO, F. Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. ( Zaragoza, 1626) Club Internacional del Libro. Madrid 1991, p. 117.

[74] BERNIS, C. “La moda en los retratos de Velásquez” en El retrato en el Museo del Prado. Madrid 1991, p. 274.

[75] Ibídem, p. 282.

[76] FERNÁNDEZ VILLAMIL, C. Las Artes Aplicadas/2 Madrid, 1982, p. 411.

[77] BERNIS, C. “Velázquez y el guardainfante” en Velázquez y su tiempo. Madrid 1991, p. 49.

[78] JOUVIN, A. El viajero de Europa. Denys Thierry. París, 1672.

[79] GARCÍA MERCADAL. J. Viajes por España. Opus cit. p.176.

[80] Ibídem p. 228.

[81] Ibídem, p. 187.

[82] Ibídem, p. 188.

[83] Ibídem, p. 188.

[84] BERNIS, C. “Velázquez y el guardainfante” VELÁZQUEZ Y SU TIEMPO. Madrid, 1991, p.54.

[85] Ibídem, p. 191.

[86] Ibídem, p. 191-192.

[87] HERRANZ RODRÍGUEZ, C. “Moda y tradición en tiempos de Goya” VIDA COTIDIANA EN TIEMPOS DE GOYA. Ministerio de Educación y Cultura, Madrid, 1996, p.74

[88] OSSORIO DE LA CADENA, S. La virtud en el estrado, visitas juiciosas. Salamanca 1739. Citado por Carmen Martín Gaite en Usos amorosos del XVIII en España. Anagrama, Barcelona 1989.

[89] LAVER, J. Breve historia del traje y la moda Ensayo Arte Cátedra, Madrid, 1988, p.155

[90] FERNÁNDEZ DE MORATÍN, N. “La petimetra” en TEATRO ESPAÑOL, HISTORIA Y ANTOLOGÍA Aguilar, 1943, Tomo V

[91] CRUZ Y CANO, R. de la Teatro, o colección de los saynetes, y demás obras dramáticas. El careo de los majos Madrid en la Imprenta Real, 1788, Tomo VI, p.185

[92] HERRANZ RODRÍGUEZ, C. Opus cit. p. 79

[93] MARTÍN GAITE, C. Usos amorosos del XVIII en España. Anagrama. Barcelona 1994, p. 25 y ss.

[94] CLAVIJO Y FAJARDO, J. El pensador matritense. Discursos críticos sobre todos los asumptos que compreende la sociedad civil  Con Real Privilegio que tiene Don Pedro Ángel de Tarazona. Barcelona por Francisco Generas Impresor, Bajada de la Cárcel. 1762-1767 Tomo IV, Pensamiento LI, pp. 252 y ss.

[95] Ibídem. p. 98.

[96] CRUZ CANO, R. de la Opus cit. Las escofieteras Tomo X, Madrid en la Imprenta Real, 1791,p.195 

[97] MARTÍN GAITE, C. opus. Cit. p. 227.

[98] Ibídem. p. 228

[99] CLAVIJO Y FAJARDO, J. Opus cit. Tomo I. p. 314.

[100] MARTIN GAITE, C. opus cit. 90. Cita el libro de KANY C.E. Life and manners in Madrid.1750-1800. Berkeley  1932.

[101] Ibídem. p. 46. Cita al Marqués de Valdeflores en Colección de diferentes escritos relativos al Cortejo. Madrid, 1764, p. 25.

[102] TORRES VILLARROEL D. Sueños morales, visiones y visitas con D. Francisco de Quevedo. Madrid 1974, 2 vol. Tomo I, p. 79.

[103] CRUZ Y CANO, R. de la Opus cit. pp.200-202

[104] HERRANZ RODRÍGUEZ,C. Opus cit. p.210

[105] CLAVIJO Y FAJARDO, J. Opus cit. Pensamiento LV. Sobre los gastos de Bodas, y Carta de un peluquero pp.346-347 

[106] CRUZ Y CANO, R. de la Colección de sainetes tanto impresos como inéditos. El espejo de la moda. Con un discurso preliminar de Don Agustín Durán y los juicios críticos del los Sres. Martínez de la rosa, Signorelli, Moratín y Hartzenbusch. Tomo II, Madrid Imprenta de Yenes, 1843, pp.421-431.

[107] LEIRA SÁNCHEZ, A. “El vestido en tiempos de Goya” ANALES DEL MUSEO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA. Nº IV, Ministerio de Educación y Cultura, Madrid, 1997, pp.157-187. La autora realiza en este trabajo una reflexión sobre la exposición La vida cotidiana en tiempos de Goya (1997).

[108] La Real Orden de Marzo de 1799 prohibiendo el uso de basquiñas que no sean negras…Novísima Recopilación 1-18, t. 13, 1.6, Madrid. 1806-1807.

[109] DE ISLA, J.F. Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes.  Espasa Calpe. Madrid 1992.Tomo I. Cap. I, pp.152-153.

[110] BERNIS, C. “Los trajes populares” en La España del siglo XIX vista por sus contemporáneos. T. I dirigido por Gonzalo Menéndez Pidal. Centro de estudios constitucionales. Madrid 1988, p. 418.

[111] Ibídem, p. 438

[112] STOR, A. “El tapado y las tapadas” LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA Y AMERICANA 1896, Tomo I, p. 323

[113] DE ISLA, J. F. opus cit. Tomo I. p. 527.

[114] LOZOYA, MARQUÉS DE. Opus cit. Tomo IV, p. 6.

[115] LEIRA, A. “El vestido femenino y el Despotismo Ilustrado: el proyecto de un traje nacional” CONFERENCIA INTERNACIONAL DE COLECCIONES Y MUSEOS DE INDUMENTARIA, Museo Nacional de Pueblo español, Madrid, 1993, p. p. 237- 241

[116] MICHAUD, S. “Idolatrías: representaciones artísticas y literarias” HISTORIA DE LAS MUJERES EN OCCIDENTE. EL SIGLO XIX. DUBY, G. y PERROT, M. Tomo IV, Taurus Ediciones, Madrid, 1993 p. p. 135, 154.

[117] ALBORG, J.L. Historia de la literatura española. El Romanticismo Editorial Gredos, Madrid, 1982, p. p. 30-31. Cita el autor dos corrientes contrapuestas: PEERS, A. Historia del movimiento romántico español 2 vol. Madrid 1927 y CASTRO, A. Les Grands Romantiques Espagnols s. a. (1927).

[118] MAYORAL, M. “Las amistades románticas: un mundo equívoco” HISTORIA DE LAS MUJERES Opus cit. p. p. 613-627

[119] CABALLERO, F. La familia de Alvareda. Col. Austral. Espasa Calpe, Madrid 1960, p. 19. 

[120] RODRIGUEZ., J. DE LA CRUZ. “Las tapadas en Canarias. Correspondencia con la Península Ibérica y América”. CONFERENCIA INTERNACIONAL DE COLECCIONES Y MUSEOS DE INDUMENTARIA  ICOM. Madrid 1993. Hace un estudio sistemático del origen de las tapadas cuyo apogeo se da en el siglo XVIII. PINELO, L. Velos antiguos y modernos en los rostros de las mujeres, sus conveniencias y daños. Ilustración de la Real Premática de las tapadas. Madrid 1641. SEMPERE Y GUARINOS, J. Historia del luxo y de las leyes suntuarias de España. Tomo. II, Madrid 1788. (Atlas, Madrid 1973). PUIGGARI. A. “Modas estrafalarias en tiempos de Calderón” LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA Y AMERICANA Madrid, 1881. Tomo.I. pp. 343 y ss. STOR, A. Opus cit. Madrid, 1896.          

[121] CABALLERO, F. opus cit. Cap. V, p. 29.

[122] BERNIS, C. “Los trajes populares” en  La España del siglo XIX vista por sus contemporáneos de MENÉNDEZ PIDAL, G. Centro de Estudios Constitucionales. Tom. I. Cap. XII. pp. 418 y ss.

[123] LARRA, M. J. de Artículos de costumbres. Austral. Madrid 1994, p. p. 165-166.

[124] LARRA, M.J. de Opus cit. p.263

[125] LARRA, M. J. de “La diligencia” publicado en Revista Mensajero,16 de abril de 1835  Opus cit.  p. 317.

[126] DE LARRA, M.J. “Modos de vivir que no dan de vivir” en Revista Mensajero Madrid, 1835, p. p.363 y 366.

[127] UCELAY DA CAL, M. Los españoles pintados por sí mismos, (1843-1844). Estudio de un Género costumbrista. F.C.E. México 1951, p. 17. y MESONERO ROMANOS, R. de  Escenas y tipos matritenses. Cátedra. Madrid 1993, p. 37 y ss.

[128] MESONERO ROMANOS, R. de “Las costumbres de Madrid” en Cartas Españolas, 1832. Opus cit, p. 123.

[129] FLORES, A. “Las modas y las hijas, o nuevas aplicaciones industriales” en  Ayer, hoy y mañana o la fe, el vapor y la electricidad. Cuadros sociales de 1800, 1850 y 1893, dibujados a la pluma por Antonio Flores. Montaner y Simón. Barcelona 1893. Vol. II, P. 341.

[130] MESONERO ROMANOS, R. opus cit. p, 125.

[131] Ibídem, p. p.138-139.

[132] REMENTERIA Y FICA, M. “Sobre la voz lechuguino y sus consecuencias” en Correo literario y mercantil. Madrid 1928. Define la voz lechuguino, como una acepción despreciativa y denigrante.

[133] MESONERO ROMANOS, R. de Diario de Madrid. Madrid, Julio de 1835. Opus cit.  p. 226.

[134] MESONERO ROMANOS, R. de Semanario Pintoresco Español, publicado en 1837. Opus cit, p. p. 298-299.

[135] Ibídem, p. p. 305-306.

[136] MESONERO ROMANOS, R. de, publicado en Seminario Pintoresco Español,  1837 p.340.

[137] MESONERO ROMANOS, R. de, publicado en Semanario Pintoresco Español, 1841 p. 440.

110  ALBORG, J. L. Historia de la literatura española. Tom. IV. Madrid 1982, p. 519.

[138] ALBORG, J. L. Opus cit. p. 703. El autor cita como una de las novelas de Martínez Villergas la obra Misterios de Madrid, título que varía de la obra comentada aquí, Madrid y sus misterios.

[139] ALBORG, J. L. Opus cit. p. 520

[140] BORNAY, E. Las hijas de Lilith. Cátedra. Madrid 1990, p. 280.

[141] BÉCQUER, G.A. Leyendas y Narraciones. Club Internacional del Libro. Madrid 1991, p. 132.

[142] Ibídem, p. 172.

[143] Ibídem, p. 39.

[144] DUBY, G, y PERROT, M. Opus cit. Taurus. Madrid 1993, pp. 133 y  ss.

[145] FUCHS, E. Historia ilustrada de la moral sexual. Alianza. Madrid 1996,  p. 145. Texto citado por el autor del jurista alemán Ihering.

[146] MESONERO ROMANOS, R. de Memorias de un setentón edición, introducción y notas de José Escobar y Joaquín Álvarez Barrientos, Editorial Castalia, Madrid, 1994, pp.363-367

[147] En 1851, Mesonero publicó en  Semanario Pintoresco Español“ su articulo “El Prado y la sociedad madrileña en 1825 “; el 6 de Mayo de 1860 salió a la luz en La España el mismo artículo ; hacia 1862 lo incluye de nuevo en la serie Tipos, grupos y bocetos bajo el título de “Fisonomía de nuestra sociedad en 1825”

[148] ESCOBAR, J. “El sombrero y la mantilla, moda e ideología en el costumbrismo romántico español” en Revisión de Larra Les belles lettres, París, 1993, pp. 161-165.

[149] PUIGGARÍ, J. Monografía, historia e iconografía del traje. Barcelona 1886, p. 266.

[150] GARCÍA MERCADAL, J. Opus cit. p. 348.

[151] Ibídem, p. 350.

[152] Ibídem, p. 352.

[153] RUBIO JIMÉNEZ, J. Introducción a  ALARCÓN, P. A.  El Sombrero de tres picos. El capitán Veneno  Espasa Calpe, (P. E. 1938) Madrid, 1997, p.18.

[154] PÉREZ GALDÓS, B. La familia de León Roch. Alianza Editorial. Madrid, 1985, p. 26.

[155] Ibídem, pp. 108-109.

[156] Ibídem, pp. 262-264.

[157] PÉREZ GALDOS, B. Tormento Alianza Editorial, Madrid 1996, p. 66. La insistencia de Galdós en mostrar el cuidadoso esmero con que estas mujeres tratan su calzado, erigiéndolo en parte fundamental de su atavío, se tratará más adelante.

[158] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit. Alianza Editorial. Madrid  1996, p. p. 133-134.

[159] PÉREZ GALDOS, B. La de Bringas. Cátedra. Madrid 1994. Edición de Alda Blanco y Carlos Blanco Aguinaga, p. 24

[160] MONTESINOS, J. F. Galdós. 3 vol. Castalia, Madrid 1968-1973. Citado en p. 19 de la introducción de Alda Blanco y Carlos Blanco Aguinaga.

[161] PÉREZ GALDÓS, B. La de Bringas. Opus cit, pp. 305-308.

[162] Ibídem, p. 96.

[163] Uno de los aspectos importantes de la moda del XIX es la aparición y desarrollo de las tiendas de confección (La belle jardiniére, de París fue la primera en su género). Pérez Galdós insertará en varias obras suyas,  Fortunata y Jacinta por ejemplo, importantes tiendas de tejidos y ropa.

[164] Ibídem, pp.  98-103.

[165] BERNIS, C. “El traje burgués” en La España del siglo XIX vista por sus contemporáneos. De MENÉNDEZ PIDAL, G. Centro de estudios Constitucionales, Madrid 1988, p. 474.

[166] MAX VON BOEHN, opus cit. tomo VII, P. 97.

[167] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit, p. 119-120.

[168] Ibídem, pp. 120-121-123.

[169] Ibídem, p. 124.

[170] ALVARADO, F. “La paz de Murcia”. Año VIII. Viernes 21-04-1865.

[171] PÉREZ GALDÓS, B.  Opus cit.136.

[172] Ibídem, pp. 155. 163.

[173] LAVER, J. Opus cit. p. 190.

[174] PÉREZ GALDÓS, B.  Opus cit. p. 44

[175] PÉREZ GALDÓS, B. Lo prohibido. Edit. José Francisco Montesinos. Madrid 1991, pp.133-134.

[176] ARANDA HUETE, A. “Panorama de la joyería española durante el reinado de Isabel II” BOLETÍN DEL MUSEO E INSTITUTO CAMÓN AZNAR. LXVIII. Zaragoza 1997, p. 5.

[177]  Creo que es en La de Bringas donde por vez primera se cita a Worth en la narrativa española del XIX. Así, al referirse a una costurera, Rosalía comentará :”Es una infeliz sin pretensiones, pero le da palmetazo al célebre Worth, no te creas…” p.121.

[178] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit. p. 135.

[179] Ibídem, p. 136.

[180] VON BOEHN, MAX. Opus cit. p. 132.

[181] PÉREZ GALDÓS, B. Lo prohibido. Opus cit. p. 152.

[182] Ibídem, p. 307.

[183] Ibídem pp. 328-329.

[184] Ibídem pp.375. 438.

[185] VON BOEHN, M. Introducción del Marqués de Lozoya. Opus cit. p. 11.

[186] PÉREZ GALDÓS, B.  opus cit. p. 149.

[187] PÉREZ GALDÓS, B. Fortunata y Jacinta. Edición de Francisco Caudet. Cátedra, Madrid 1994, Primera Parte, p. 57.

[188] FAUGER, D. “Dostoievsky and romanticrealism” Chicago 1967.

[189] BLANCO AGUINAGA, C. “Entrar por el aro: restauración del “orden” y educación de Fortunata” en La historia y el teatro literario. Tres novelas de Galdós Editorial Nuestra Cultura, Madrid, 1978. p. p. 49-94.

[190] El catálogo EL MANTÓN DE MANILA, publicado con motivo de la exposición celebrada en Granada (Junio’98) bajo el patronazgo de la Fundación Caja de Granada, Fundación Loewe, Fundación Rodríguez Acosta y Festival Internacional de Música y Danza de Granada, recopila una serie interesante de piezas de los siglos XIX y XX, de pintura, artes gráficas y fotografía alusivas al tema y, sobre todo, incluye un muy acertado texto de Caroline Stone en el cual señala aspectos tales como centros productores, tipologías y cronología, técnica, simbología,… 

[191] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit. Primera Parte, p. 127.

[192] Ibídem, p. 128.Cita a RODRÍGUEZ SOLÍS, E. en Majas, manolas y chulas. Madrid 1899, pp. 183-190.

[193] MARTÍN ROS, R. M. “Moda e industria 1880-1939” pp. 21-26. En Moda en sombras. Ministerio de Cultura, Madrid 1991.

[194] PÉREZ GALDÓS, B. Fortunata y Jacinta. opus cit. Primera Parte, p. p. 134-135.

[195] BERNIS, C. “Los trajes populares” opus cit. p. 438.

[196] PÉREZ GALDÓS, B. Fortunata y Jacinta. Opus cit, Primera Parte, p. 150.

[197] Ibídem,  Primera Parte, p. 153.

[198] Ibídem, Primera Parte, p. p. 154-155.

[199] CASTIZO: Aplicado al lenguaje, tradiciones, costumbres, rasgos y demás manifestaciones de un país o región; genuino, propio, puro. MARÍA MOLINER. Diccionario de uso del español. Gredos, Madrid 1988, p. 549.

[200] TOUSSAINT-SAMAT, M. Historia técnica y moral del vestido.Complementos y estrategias. Alianza Editorial. Madrid 1994, p. 139.

[201] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit. Primera Parte, p. 222.

[202] VON BOENH, M. opus cit. tomo VII, p. 89.

[203] PÉREZ GALDÓS, B.  Opus cit. Primera Parte, p. 155.

[204] TOUSSANT-SAMAT, M. opus cit, p.136.

[205] MARTÍN ROS, R.M. opus cit, p. 21.

[206] La industria textil catalana contribuyó al avance técnico y creativo de sus productos. Ramón Batllé fue fundador de la primera escuela de teoría de tejidos. Domingo Sert fue un gran innovador de la industria textil en España. Batllé fue autor de Fabricación de tejidos con telar mecánico. En Fortunata y Jacinta. Opus cit. p.213.

[207] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit, Primera Parte, p. 250.

[208] Ibídem,  p. 258.

[209] FERNÁNDEZ VILLAMIL, C. opus cit,  p. 599.

[210] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit, Primera Parte, pp.316-317.

[211] Ibídem, p. 317.

[212] SOTO, A.  El Madrid de la Primera República, Madrid, 1935, p.19. Obra citada en Fortunata y Jacinta Primera Parte, p. 317, nota 230.

[213] La primera fábrica de corsés se instaló en Bar-le-Duc en 1832. El producto estaba realizado en tela y provisto, al mismo tiempo, de ballenas metálicas según TOUSSAINT-SAMAT.M. en la obra antes citada, p.199.

[214] STEELE, V. Fashion and erotism Oxford University Press, 1985.

[215] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit. p. 322.

[216] KNIBIENHLER, I. “Cuerpos y corazones” DUBY, G. y PERROT. M. opus cit. p. 324.

[217] PÉREZ GALDÓS, B.  Opus cit. Segunda Parte, p. 112.

[218] Ibídem, p. 67. En Tormento Refugio se dedica al oficio de costurera y en La de Bringas aparece este mismo personaje ejerciendo de mujer de calle más o menos encubierta y tenedora o corredora de chucherías y novedades para la mujer: “…me ha mandado un cajón grandísimo de sombreros, fichús, pamelas, lazos, corbatitas, camisetitas…preciosidades. En Madrid no se ha visto cosa de tanta novedad y buén gusto ; también he recibido casquetes de paja y tela, cinta de mil clases, plumas, marabús, egretas, penachos, amazones, toques, alones, colibrises, esprís… y cuanto Dios crió…”

[219] Ibídem. Segunda Parte, p. p. 152- 153.

[220] Ibídem. Segunda parte, p. 217.

[221] Ibídem, p. 288.

[222] SQUICCIARINO, N. El vestido habla, consideraciones psico-sociológicas sobre la indumentaria Cátedra, Madrid, 1990

[223] CAÑAS BEJARANO, D. “El lenguaje de la moda en Fortunata y Jacinta” MODA Y SOCIEDAD. ESTUDIOS SOBRE: EDUCACIÓN, LENGUAJE E HISTORIA DEL VESTIDO. Emilio J. García Wiedemann y Mª Isabel Montoya Ramírez (editores) Centro de Información Continua de la Universidad de Granada, 1998, p. p. 173-184.

[224] GAULTIER, J. Le boverysme. Hacia 1913. El autor lo llama y acuña con el nombre de síndrome Bovárico.

[225] VON BOOEHN, M. Opus cit. Tomo VIII. 1879-1914, p. 12.

[226] ALAS  CLARÍN L. La Regenta I, Edición Juan de Oleza. Cátedra. Madrid 1995, p. 177.

[227] VON BOEHN, M. Opus cit. Tomo VIII, 1879-1914, p. 132.

[228] ALAS  CLARÍN, L. Opus cit. I, p. 180.

[229] Ibídem, p. 181.

[230] Ibídem. I, p. 406.

[231] Ibídem. I, p. 568.

[232] BORNAY, E. Las hijas de Lilith Ensayos Arte Cátedra, Madrid, 1990, p. p. 295 y s. s. En las artes plásticas y en la literatura finiseculares, aquellas representaciones que giran en torno a las afinidades de la mujer con animales, la bestia, constituirían un argumento muy utilizado. P. Ribera, Gauguin, E. Munch abordaron la temática de la unión mujer-tigre. Hacia la mitad del siglo, algunos pintores que realizaron obras dentro del llamado género Orientalista ofrecerían composiciones de interiores enjoyados con figuras femeninas sobre pieles de tigre como, verbigracia, La Odalisca del pintor murciano Juan Martínez Pozo.  

[233] Ibídem. II, p. 372.

[234] Ibídem, p.  361-362.

[235] PÉREZ GALDÓS, B. Opus cit. p.20.

[236] PARDO BAZÁN, E.  Insolación. Austral. Madrid 1991, p. 55

[237] COLOMA, L. de Pequeñeces. Cátedra. Madrid 1987, p. 131.

[238] PARDO BAZÁN, E. opus cit  p. 102.

[239] Ibídem, p. p. 73, 82.

[240] VON BOEHN, M. Opus cit. Introducción del Marqués de Lozoya, p. XVI.

[241] PARDO BAZÁN, E. Opus cit. p. 99.

[242] Ibídem, p 76.

[243] BAQUERO GOYANES, M. “La novela naturalista española: E. Pardo Bazán” Publicaciones Universidad de Murcia, 1955, pp. 11. 132. 136.

[244] PARDO BAZÁN, E. Opus cit. p. 61.

[245] Ibídem, p. 26.

[246] PÉREZ GALDÓS, B. Cánovas EPISODIOS NACIONALES. Serie Final, Obras completas, Tomo III, Aguilar Madrid, (1964), 1966, p. p. 1346-1347                                            

[247]Ibídem. p. p. 1346.

[248] Ibídem “La llamada gente cursi es el verdadero estado llano de los tiempos modernos” p.1346.

[249] PÉREZ GALDÓS, B. La de Bringas. Opus cit, p.292.

[250] MOLINER, M. opus cit. p.847. “ Aplicado a personas, a sus actos o dichos, y a cosas, se dice de lo que, pretendiendo ser elegante, refinado y exquisito, resulta afectado, remilgado, ridículo”.

[251] PÉREZ GALDÓS, B. Introducción de José Montesinos a Lo prohibido, opus cit  p. p. 7-41.

[252] VALIS, N. “The decadent visión in Leopoldo Alas” Baton Rouge, London, Louisiana ST. VP. 1981.

[253] ALAS CLARÍN, L. Su único hijo Edición de Juan de Oleza, Cátedra, Madrid, 1990

[254] Ibídem, p. 319.

[255] WHITAKER, S. “La Quimera de Pardo Bazán y la literatura finisecular” Madrid, Pliegos, 1988, p. p. 34-39. Hace referencia a HUYSMANS, J. K. en Au Rebours. Cátedra. Madrid, 1984 y D´ANNUNCIO, G. en El triunfo de la muerte. Maucci S.A. Barcelona.

256 ALMAGRO SAN MARTÍN, M. La pequeña historia. Cincuenta años de vida española (1880-1930)  Afrodisio Aguado, Madrid, 1954, p. 83. El autor alude directamente a la Condesa de San Félix como protagonista de “La quimera”.

           

 

[257] PARDO BAZÁN, E. La Quimera . Cátedra, Madrid 1991.pp. 195. 202. 203. 218. 315. 338. 337. 204.

[258] Ibídem, p. 439.

[259] FERNÁNDEZ VILLAMIL.C. opus cit. p. 710.

[260] O¨HARA, G. Enciclopedia de la moda. Destino. Barcelona 1994, p. p. 213. 240.

[261] PARDO BAZÁN, E. Opus cit. p. 441.

[262] O´HARA,G. opus cit, pp.213-214.

[263] PARDO BAZÁN, E. Opus cit. p. 443.

[264] Ibídem, p. p. 199-200.

[265] Ibídem, p. 330.

[266] CLEMESSY, N. Emilia Pardo Bazán como novelista. T.I. F.U.E. 1981, p. 392. Citado por Marina Mayoral, p. 77 de La Quimera.                         

[267] LIVAK, L. Erotismo fin de siglo Barcelona 1970. Antoni Bosch, pp.141-149. Citado por Marina Mayoral en La Quimera opus cit  p. p. 77-78.

[268] PARDO BAZÁN. E. Opus cit. p. 315.

[269] Ibídem, p. 332.

[270] La moda elegante Madrid 6 Mayo 1894. Año LIII. Explicación del figurín iluminado nº 17 p. 203. MAX VON BOENH, señala en su obra antes citada, p. 49. Tomo VIII, la importancia de volantes y encajes en los trajes de calle, visita y soirée.

[271] El fascinante mundo de los perfumes, Planeta-Agostini-Fabri. Barcelona 1996, p. 185.

[272] La moda elegante opus cit. Año LXIV. Nº 38. 14-10-1905, p.455.

[273] PARDO BAZÁN, E. La Quimera. Opus cit, p. 333.

[274] GUTIÉRREZ GARCÍA, Mª A. “Notas sobre la indumentaria de la Quimera”. Verdolay Nº 8.

      Murcia 1997.

[275] PARDO BAZÁN, E. Opus cit. p. 493.

[276] MAYORAL, M. “Introducción” a Dulce Dueño Editorial Castalia, Madrid, 1989, p. 31.

[277] BERNIS MADRAZO, C. “Los trajes populares”. Opus cit, 418 y ss.

[278] BONET, L.Benito Pérez Galdós, ensayos de crítica literaria. Barcelona 1972. Citado en Fortunata y Jacinta. Edición de Francisco Caudet. Cátedra, Madrid 1994, p.16.

[279] ZAMBRANO, M. “La mujer en la España de Galdós” Revista cubana 1943, p. p. 74-97.

[280] PÉREZ GALDÓS, B. La desheredada. Alianza Editorial. Madrid 1997, p 22.

[281] MEDINA MORALES, F. “El calzado en Madame Bovary” MODA Y SOCIEDAD. ESTUDIOS SOBRE EDUCACIÓN, LENGUAJE E HISTORIA DEL VESTIDO. Centro de Formación continua de la Universidad de Granada, 1998, p. p. 417 y ss. García Wiedermann, E.J. y Montoya Ramírez, Mª I. (edit.). Basándose en los diversos estudios de Vargas llosa, el autor apunta la extraordinaria seducción que el zapato femenino ejercía sobre Flaubert.

[282] PÉREZ GALDÓS, B. La desheredada opus cit. pp. 61-62.

[283] Ibídem, p. 79.

[284] PUIGGARI, J. Monografía histórica e iconográfica del traje. Juan y Antonio Bastinos Editores. Barcelona 1886.

[285] PÉREZ GALDÓS, B. La desheredada. Opus cit. p.135.

[286] PÉREZ GALDÓS, B. La desheredada. Opus cit  p. 135.

[287] Ibídem, p, 136.

[288] Ibídem, p. 166.

[289] ZAMBRANO, M.  opus cit. p. 84.

[290] PÉREZ GALDÓS, B.La desheredada. Opus cit. p. 318. El haba de mar era un opérculo de ciertos caracoles marinos, de color rojo en una de sus caras, empleado en mercería y joyería asignándosele además propiedades curativas.

[291] Ibídem, p. 44.

[292] Ibídem, p. 392.

[293] Ibídem, p. 185.

[294] PÉREZ GALDÓS, B. Fortunata y Jacinta. Opus cit. p. 182.

[295] Ibídem, p.189.

[296] VON BOEHN, M. La moda, historia del traje en Europa. Opus cit “Estudio Preliminar” del Marqués de Lozoya, pp. XV-XVI. “Retrato veraz del vestido de raíz popular pero comprendido sistemáticamente en la vida cotidiana del Madrid de la segunda mitad del ochocientos es aquel que comprende: el mantón, delantal, falda de percal o tartán, pañuelo y calzado bien compuesto. 

[297] RODRÍGUEZ, DE LA CRUZ, J.”Las tapadas en Canarias…” opus cit. p. p. 225-228.

[298] PÉREZ GALDÓS, B.Fortunata y Jacinta. Opus cit. pp.233-234.

[299] Ibídem, pp. 189-190.

[300] SÁNCHEZ GUILLÉN, A. “proletariado y burguesía en La Tribuna. Cómo visten, cómo trabajan, cómo viven” MODA Y SOCIEDAD. ESTUDIOS SOBRE EDUCACIÓN, LENGUAJE E HISTORIA DEL VESTIDO, Emilio J. García Wiedemann y Mª Isabel Montoya Ramírez (editores) Centro de Formación Continua de la Universidad de Granada, Granada 1998, p. 571. La autora recurre a las palabras citadas por la Pardo Bazán en el prólogo a la primera edición de La Tribuna.

[301] PARDO BAZÁN, E. La Tribuna. Opus cit p.151.

[302] Ibídem, p. 102.

[303] VALERA, J. Pepita Jiménez. Cátedra Madrid 1992, pp. 11-21.

[304] Ibídem. Ver aspectos acerca del autor y su obra en la introducción de Leandro Ramos, pp.9-84.

[305] HOMERO. La Odisea. Libro X. Circe, pricesa de la isla de Eaca. Acogió al fugitivo Ulises, y a sus compañeros los convirtió en cerdos.

[306] VALERA, J.  Opus cit. pp. 190. 242.

[307] BORNAY, E. Opus cit. pp. 171-177.

[308] VALERA, J. Pepita Jiménez. Opus cit, pp. 254-255.

[309] BORNAY, E. Las hijas de Lilith. Opus cit.pp. 203-218.

[310] VALERA, J. Pepita Jiménez. Opus cit, p.259.

[311] PÉREZ RIOJA, J. A. Diccionario de símbolos y mitos Tecnos. Madrid 1980, p. 345.

[312] LA PAZ DE MURCIA. “Guerra a las colas y miriñaques” Murcia 1866.

[313] PUIGGARI, J. Opus cit, p 264.

[314] VALERA, J.  Opus cit, p. 187.

[315] BORNAY, E. La cabellera femenina. Cátedra. Madrid 1994, pp. 156 y ss.

[316] VALERA, J.  Opus cit. pp. 170. 177-178.

[317] VALERA, J. Doña Luz. Austral, Madrid 1990. Introducción de E. Rubio pp.20-21.

[318] BRAVO VILLASANTE, C. Biografía de Don Juan Valera. Aedes. Barcelona 1959, p.283.

[319] VALERA, J. Doña Luz. Opus cit. p.58.

[320] Ibídem, p. 99.

[321] VALERA, J. Juanita la Larga. Alianza. Madrid 1993, p. 33.

[322] Ibídem, pp. 25. 71.

[323] Ibídem, p. 70.

[324] Ibídem, p. 81.

[325] Ibídem, p. 111.