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El tiempo de un bodegón

  • Autores: Alberto Ruiz de Samaniego
  • Localización: Exit: imagen y cultura, ISSN 1577-2721, Nº. 18, 2005, pág. 24
  • Idioma: español
  • Texto completo no disponible (Saber más ...)
  • Resumen
    • Ernst Gombrich se permite evocar la magia que la contemplación de los bodegones habría de suscitar en el espectador habituado a una realidad de cosas pasajeras: "Aquellas espléndidas visiones que eran festín de la mirada evocaban recuerdos y excepciones de festines disfrutados y fiestas por venir." Festín de la mirada, perpetuación del goce sensible más allá de toda temporalidad, pero, al tiempo, esta misma experiencia -que es también la de la fotografía- llevaría incorporada ella misma su desilusión, su melancolía, su desengaño. Pues, al cabo, como sugiere Gombrich, "los placeres que estimula no son reales; son mera ilusión. Probad a echar mano al sabroso fruto o al tentador jarro, y os daréis contra un frío y duro cuadro. Cuanto más hábil es la ilusión, más impresionante, en cierto modo, es el sermón sobre apariencia y realidad. Cualquier naturaleza muerta es ipso facto, una vanitas." Signo, entonces, de un tendencial romanticismo fúnebre que es incapaz de entender el estatuto de la belleza más que en su calidad de hallarse siempre amenazada. Estamos ante una sensibilidad todavía presente en muchos de los ejemplos de vanitas contemporáneos, como en la serie de velas de Manuel Vilariño, o también, aunque sea al modo de una cierta revisión irónica, tal como sucede con algunas obras de McDermott & McGough. Es, en fin, indudable que el afecto melancólico, esa transitoriedad con que se revela la fugacidad maravillosa de las cosas, acompaña casi siempre al género, de modo que la naturaleza muerta se correspondería con ese simbolismo peculiarmente equívoco de la tragedia más o menos inminente que subyace siempre en toda belleza. De ahí el énfasis en la representación de libros usados, flores marchitas, velas que se apagan, relojes, clepsidras, frutos que se estropean, o todo un universo simbólico que remite a la brevedad y la frágil insustancialidad de la vida: objetos de fumar y de juego, vino, monedas, instrumentos de música, cristalería fina, collares, pompas de jabón ; dimensión melancólica que hace evidente un ejemplo famoso: la representación de los cinco sentidos de Jan Brueghel de Velours, en el Museo del Prado: una personificación femenina del sentido de la vista que, rodeada de todas las conquistas de las ciencias, de cuadros, bustos y antigüedades suntuosas, incorpora el gesto clásico de la Melancolía, manifestando la resignación y el pesar que acechan al propietario de objetos al tomar conciencia de que la propia brevedad de la vida es lo que impedirá su disfrute y consumo duradero. Lo mismo ocurría, para Barthes, al contemplar una fotografía: ese acto se correspondería con un verdadero descenso al reino de los muertos, una experiencia de duelo y de radical pérdida, antes que nada de los sujetos y objetos amados. Una separación a la que ninguna intimidad parece resignarse, aunque justamente en el deseo de acompañar las cosas resida el dolor por su transitoriedad. Hay, en este punto, en la naturaleza muerta un claro sentido poético que muy pronto se impuso por encima de cualquier virtuosismo mimético, como si esos sus minúsculos incidentes -tal como por ejemplo acontece a menudo en la obra de Gabriel Orozco- aspirasen a dar testimonio de un anima minima que se siente afectada por lo que, aun innombrable, la sobrepasa y la marca con el sello de su fatalidad, incluso de su terribilitá -piénsese en el imaginario tremendo, por desbordado, de un Witkin o en la condición sacrificial de las criaturas que retrata Vilariño. No hay para nada, desde luego, en las obras más recientes del género, eso que también Roland Barthes había encontrado en la pintura de bodegones holandeses del XVII: el establecimiento triunfal del lugar del espacio del hombre y su imperio sobre los mil y un objetos de la vida cotidiana. La reciente humanidad que se determina y mide a partir del recuerdo de sus gestos y de la autoridad con que imprime vida a lo inerte, formándolo y manipulándolo. Tal vez eso todavía se podía encontrar en Sougez o Sudek, y singularmente en la pintura de bodegones de Cézanne -si acaso, como excepción ahora, en alguna imagen aislada de Evelyn Hofer, o un cierto clasicismo lumínico en Jeff Wall: una suerte de reconciliación entre las cosas y el mundo a través de la imagen, un sentido rebosante de paz rural y doméstica, de tranquilidad levemente crepuscular y dominical. No puede haberla, en medio de un mundo poblado de distracciones y demencia. El universo de fabricación contemporáneo excluye, evidentemente, eso que Barthes apreciaba en los holandeses: el brillo, como resultado de su gusto apacible por la cualidad más superficial de la materia; para incluir lo que precisamente en aquella pintura orientada hacia la felicidad estaba vedado: el terror. Se ha invertido el orden clásico, y lo que era el mundo sustantivo del hombre ha pasado ahora a manos de los objetos, tornándose la propia humanidad algo ciertamente plebeyo y adjetivo.

      Este rasgo es, creo, particularmente evidente en nuestra tardomodernidad, donde ha reaparecido un cierto biografismo confesional, un yo débil que narra sus trastornos y con ellos, o por ellos, su propia afectabilidad (los casos del finlandés Esko Männikö y los viajes a través del abandono de Alec Soth son, en este sentido, suficientemente representativos). Es como si el autor, a partir del desvalimiento que pronuncia, tratase de mostrar en medio de esa precariedad existencial la herida de una difícil permanencia. De modo que, al manifestar su miedo a la vez que una cierta ternura, este tipo de confesión íntima y personal surgiese precisamente como efecto de haber abandonado el espacio protegido por los grandes sistemas y discursos que configuraron la Modernidad. El género de la naturaleza muerta es, en sí mismo, una clara relativización de todo poder material y propiedad, y de cualquier aspiración a una totalidad sistemática. Resulta, en verdad, un manifiesto enumerativo de lo fragmentario, de lo periférico, de las cosas bajas o secundarias de que hablara Vasari. El artista de bodegones muestra, así, su interés por los detalles inaprensibles y los despojos, por las dimensiones secretas, residuales o marginales de la visión y de la imagen, como si el margen y el matiz fuesen los recursos técnicos y perceptivos que permitiesen la inserción del trabajo más proyectivo de la imaginación. En este sentido, además, la naturaleza y la fotografía se compenetran a la perfección, desde el punto de vista de que el medio fotográfico es absolutamente conveniente para revelar un cierto carácter de abandono desordenado de los objetos, una atmósfera de instantaneidad e indeterminación; lo que es como decir el propio carácter fotográfico de la realidad representada. El bodegón contemporáneo manifiesta, antes que otra cosa, por tanto, una escena donde proliferan los desórdenes, los errores, debilidades y derrotas, un cierto destino de ruina cotidiana donde la vida despliega todo su velo de opacidad y el individuo parece haberse vuelto nada más que una instancia sometida a los engaños y a las inestabilidades que lo invaden siempre desde fuera. Habría que ubicar aquí la emergencia contemporánea de imágenes de una domesticidad cutre y desolada o de una identidad atemorizada en la tediosa insistencia de la seducción de su propia y siniestra mismidad colapsada en un egotismo regresivo, a menudo sin salida (es este un aspecto que los bodegones de Wolfgang Tillmans no dejan de revelar, como el dramatismo reiterativo de los mensajes sobre objetos caseros de Priscilla Monge). Habría que pensar también en el realismo sucio o en lo que se ha llamado arte abyecto, donde la estructura tradicional de separación entre el arte y lo real parece haberse desplomado, en una suerte de materialidad o fisicidad muy crudamente naturalistas, próximas a lo residual o a la categoría del asco y presentadas prácticamente sin ninguna mediación estética, sin detenerse ante lo fisiológico o lo obsceno, lo criminal o lo bestial, como si ya no hubiese un marco de representación capaz de contener ese empuje traumático.

      La noción de abyección -adecuada por ejemplo para ciertas imágenes de Cindy Sherman- intenta justamente definir una serie de fenómenos cuyo carácter esencial es el derrumbe de la frontera entre interior y exterior; el desbordamiento de toda identidad subjetiva y el colapso del sentido, en manos de la emergencia irrefrenable de una inmundicia corporal o una escatología traumática y perturbadora que, paradójica y dolorosamente, acaba por convertirse en la única garantía de una experiencia de vida reducida a radical inconceptuabilidad e incomprensión. Tales prácticas artísticas, donde se aprecia la tendencia a redefinir la experiencia en términos de trauma, funcionarían al tiempo como indicios de una insatisfacción con el modelo discursivo de la cultura, gestos dirigidos contra la abstracción de una razón asfixiantemente teorética, y en especial como respuestas a las convenciones representacionales de la realidad social, singularmente el imaginario del consumismo, por no hablar además de una clara desesperación por la persistente crisis de enfermedad, contagio y muerte omnipresentes en nuestro tiempo. En este sentido, la naturaleza muerta actual pone en escena una interioridad en crisis, como vivencia oblicua del propio cuestionamiento que se ha producido del modelo humanista, permitiendo aflorar una finitud o mortalidad tremendamente acuciantes, reales -y gestando por ello una especie de pietas respecto del propio cuerpo de la identidad herida y de las huellas históricas con que el presente lo está marcando- a la vez que, en algunos casos se convierte en el vehículo de transmisión de contenidos simbólicos fuertemente dramáticos, a través de composiciones que reflejan la violencia y el propio dramatismo de la existencia -pienso de nuevo en Witkin o Vilariño, también en la obra de Hong Lei, o en el enfático marcaje de la decrepitud que encontramos en los vídeos de Sam Taylor-Wood-. En algunos de estos ejemplos la imagen se proyecta hacia el horizonte de lo trascendental, como en una suerte de nostalgia por categorías universales y fuertes del ser y la experiencia. Renacimiento de lo trascendente que resulta, claro, paradójico, en la medida en que este humanismo espiritual se despliega en el tenso registro de lo traumático o de un yo colapsado. Para todo ello es particularmente adecuado el género del bodegón, pues permite, de manera ciertamente literal, la reconsideración moral de lo concreto, del particular, de la vida más secreta y en suspenso en tanto que aquello irreductible a toda publicidad e intercambio, lo que constituye la latencia misma del terreno de lo público y del dominio espectacularizado de nuestro tiempo, sometido a todo tipo de mediaciones y manipulaciones genéticas y digitales. Es así que la naturaleza muerta ilumina magníficamente la especificidad irreductible de cada experiencia; determina, en cierto sentido, una concepción de la existencia ligada irreparablemente a una situacionalidad topológica muy concreta, lo que conduce hacia un trabajo infinito de interpretación que, preparada para captar lo específico y más singular de la materia, ha de ser consciente asimismo de la necesaria aprehensión precaria, insatisfactoria, de cada acontecer. Breve fábula, circunscrita y marcada por el sesgo subjetivo; forma de narración \"convivial\" donde el sujeto es asumido ya no como un inicio puro, y por ello su experiencia ha de encontrarse siempre en parte predispuesta y sugerida por todo tipo de usos, circunstancias y contextos o universos de fabricación que la anticipan y determinan (como esos tomates transgénicos, manipulados y plastificados, que retrata Jean-Luc Moulène, como las criaturas de plástico de Teresa Cavalheiro). He ahí, sin embargo y todavía, la evidencia de los objetos, llevados siempre a la luz de un primer término, tal como ya propiciara Caravaggio en la primera naturaleza muerta documentada como tal, el famosísimo cesto de frutas de la pinacoteca Ambrosiana. Acaso el primer ejemplo de una estética visual que no por casualidad culmina con el procedimiento fotográfico y que habría que conectar con el empirismo de un Berkeley (Esse est percipii): las cosas existen sólo en tanto pueden ser percibidas, para lo cual es necesaria la luz que ilumine la oscuridad, el estado universal del mundo. (¿)


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