I.S.S.N.: 1138-9877

Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 4-2001


SOBRE LAS GARANTIAS DE LOS DERECHOS SOCIALES DE LOS INMIGRANTES


Javier de Lucas

Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política


En la discusión acerca de los principios, objetivos e instrumentos de la política de inmigración, la dimensión jurídica suele ser presentada como un elemento secundario, frente a lo que es realmente importante: las relaciones sociales, el proceso de integración social de los inmigrantes (o rechazo). A ese respecto, se asegura, lo decisivo son las políticas públicas en el ámbito del trabajo, la vivienda, la educación, la salud, la cultura, etc.

No seré yo quien niegue el viejo aserto de que no se cambia la sociedad -los grandes fenómenos sociales- por decreto, pero me parece importante poner de relieve el error que se comete cuando se arroja la dimensión jurídica al desván de lo secundario. Por supuesto que el tratamiento de los procesos sociales complejos que suponen los actuales flujos migratorios requiere algo más que leyes o reglamentos. Pero no es menos cierto que sin las condiciones que ofrece -que debe ofrecer- el Derecho no hay apuesta viable por la integración y no hay legitimidad en las políticas que se adopten. La garantía de la igualdad en el reconocimiento y ejercicio de los derechos, el respeto a las reglas de juego del Estado de Derecho, es, en mi opinión, condición necesaria aunque insuficiente de una política de inmigración en serio. La cuestión es ¿qué derechos?

En estas páginas voy a apuntar algunos argumentos en torno al reconocimiento y garantía de los derechos sociales de los inmigrantes. No hablaré de otros derechos, no menos importantes (incluidos los políticos) a los que he dedicado atención en otros trabajos. Lo haré, además, en clave española, lo que significa tener en cuenta el marco jurídico vigente compuesto por la L.O. 4/2000 -en su versión modificada por la L.O. 8/2000, el 22 de diciembre de 2000- y por el Reglamento de aplicación de esa ley, de 20 de julio de 2001.

En todo caso, antes de presentar ese análisis me gustaría llamar la atención sobre tres tipos de prejuicios o, al menos, problemas, que comportan cierta comprensión previa de este debate desde la perspectiva liberal, que a mi juicio dificulta la comprensión cabal de la cuestión:

El primer problema es que no se toman en serio los derechos económicos, sociales y culturales como derechos. Esos derechos en particular los sociales, están afectados por la arremetida seudoliberal contra los derechos económicos sociales y culturales, que están siendo sustituidos gradualmente mediante una estrategia semántica pero tambien política, por otras nociones. Recordaré algunos de los pasos de esa argumentación: El punto de partida es que la crisis del Estado del bienestar evidencia que no se puede fomentar "irresponsablemente" expectativas ilimitadas de satisfacción de necesidades y menos aún de simples deseos que ni siquiera son necesidades, sino el ansia incontenible del ciudadano mal criado, consumidor irrefrenable e insatisfecho. El primer paso es negar la universalidad de sus destinatarios, como lo hacía por ejemplo la denominada y hoy casi olvidada "tercera via" de Blair: no derechos universales sino sólo derechos para los que los necesiten responsablemente. El segundo es el argumento clásico de las "libertades baratas", de la necesidad de evitar el calificativo de derechos cuando no hay medios para satisfacerlos, lo que obliga a negar su carácter de derechos en cuanto no son tales necesidades: no son equiparables a la libertad, a la vida. El tercero es rebajar su satisfacción al ámbito de los "servicios sociales", de forma que ya no son un deber de los poderes públicos. El cuarto, plantear su adquisición como mercancías mediante el fomento de una "actitud de previsión responsable": hágase planes de pensiones, suscríbase a una mutua de salud...

El segundo problema es que específicamente no se cree en los derechos sociales y culturales. Si apartamos la educación y el derecho de acceso a la cultura, en sentido genérico, lo demás no son derechos, sino como dice nuestra Constitución, principios rectores de la vida socioeconómica...Los derechos sociales y culturales en serio constituyen "derechos caros" a diferencia de las "libertades baratas" y eso es una noción que los seudoliberales no están dispuestos a aceptar. Menos aún si alguno de esos les suena a colectivo, tremenda herejía, pues sólo los individuos (y los individuos como islas, nada de dimensión social) son sujetos de derechos.

 

La negación de los derechos sociales como clave de una política de inmigración que no quiere reconocer a los inmigrantes.

El marco legal vigente en nuestro país, en punto a los derechos sociales de los inmigrantes, puede caracterizarse con los siguientes rasgos.

a) negación del principio de igualdad en el reconocimiento y garantía de los derechos de los inmigrantes, pues la igualdad pasa a ser un "criterio hermenéutico".

b) Disociación entre reconocimiento y ejercicio de los derechos sociales en función de la condición -administrativa- de irregularidad de la presencia de algunos inmigrantes en nuestro país: dicho de otro modo, a los inmigrantes irregulares se les reconocen los mismos derechos sociales que a los inmigrantes cuya presencia es regular, pero no su ejercicio. La ley 8/2000 lleva a cabo una discriminación en el reconocimiento y garantía de los mismos que pretende "justificada" y que, sin embargo, resulta inaceptable y, más incluso que discriminación injusta, propicia la exclusión. En efecto, hay que recordar, ante todo, que el reconocimiento y garantía de esos derechos humanos -algunos de ellos negados de forma injustificada a los extranjeros en la ley 8/2000, según trato de argumentar- no es una utopía deseable, ni aun siquiera una aspiración verosímil, en función de ideologías humanitaristas, es decir, de nuestra buena conciencia. Son una cuestión de justicia, más aún, de cumplimiento de la legalidad, en su escalón más importante, el de la legitimidad legalizada, la que recoge la Constitución. En efecto, su reconocimiento es un deber impuesto inexcusablemente por el artículo 10 de la Constitución vigente.

En particular, la discriminación entre derechos de los extranjeros y derechos de los ciudadanos en los términos en los que la recoge la ley, lejos de justificada, es contraria a la legalidad porque hoy ya resulta insostenible una interpretación restrictiva como la que pretende que la distribución de las esferas de derechos entre los ciudadanos y las distintas categorías de extranjeros basada en la ciudadanía (en realidad, en la nacionalidad y en la condición de trabajador útil en el mercado de trabajo formal), sea conforme a lo que dispone la Constitución en su artículos 10 y 13. Esa interpretación permite restringir a un pequeño grupo el elenco de derechos realmente universales y sólo reconoce el resto de derechos -la plenitud en el reconocimiento y garantía- a quienes puedan presentarse como ciudadanos. Semejante concepción de la ciudadanía y de los derechos es cada vez más a todas luces, como ha afirmado elocuentemente Luigi Ferrajoli, "la penosa cobertura de un privilegio". A nuestro juicio, como veremos, los principios del garantismo universalista y de la democracia inclusiva, aparentemente reforzados en una sociedad caracterizada por el proceso de globalización, hacen cada vez más difícil de aceptar esa discriminación en el reconocimiento y garantía de derechos -uno de los argumentos empleados en la L.O.8/2000- como discriminación "justificada". Al contrario, la igualdad en ese reconocimiento y garantía aparece cada vez más como exigencia insoslayable. Y lo que habría que justificar exhaustivamente son las limitaciones a esa igualdad.

En aplicación del criterio interpretativo enunciado en el artículo 10.2 de la Constitución, que equipara a los extranjeros con los españoles en el reconocimiento y disfrute de los derechos que pertenecen a la persona en cuanto tal, que le son inherentes y que resultan imprescindibles para la garantía de la dignidad humana, como la jurisprudencia constitucional ha venido manteniendo que el principio de igualdad no significa la atribución por igual a extranjeros y españoles de todos los derechos enunciados en el Título I, sino que habría que distinguir entre tres grupos de ellos. Un primer grupo, el de los derechos vinculados directamente a la garantía de la dignidad de la persona, es decir, a lo reconocido en el artículo10.1 de la Constitución: derechos como el derecho a la vida y a la integridad física y moral, a la intimidad, a la libertad ideológica, a la libertad individual, a la tutela judicial efectiva, son los derechos respecto a los que se reconoce la total equiparación entre ciudadanos y extranjeros. Un segundo grupo de derechos, entre los que el propio Tribunal Constitucional ha enunciado los de reunión, manifestación, asociación, educación, sindicación y huelga, "pertenecerán o no a los extranjeros según lo dispongan los tratados y las leyes, siendo entonces admisible la diferencia de trato en cuanto a su ejercicio". Finalmente, derechos que en modo alguno puede reconocerse a los extranjeros en cuanto tales, porque serían privativos de los españoles, entre los que figurarían los de participación política, aunque es de subrayar que incluso respecto a éstos se admite la excepción derivada del principio de reciprocidad o equiparación con el reconocimiento a los propios nacionales españoles en el país de origen del extranjero. De esos tres grupos o categorías de derechos, sólo el primero tendría régimen universal. Se trataría de un mínimo invulnerable de derechos que pertenecen a la persona, como tal, no en cuanto ciudadano, y que incluiría los derechos "imprescindibles para la garantía de la dignidad humana".

El problema estriba, como señala a mi juicio acertadamente el Fundamento II del Dictamen número 221 del Consell Consultiu de la Generalitat de Catalunya de 7 de febrero de 2001 (favorable a la interposición de un recurso de inconstitucionalidad contra la L.O.8/2000), en la interpretación restrictiva que puede derivarse de semejante pronunciamiento, al considerar que sólo esos derechos son imprescindibles para la garantía de la dignidad humana. Por el contrario, lo cierto es que, salvo que mantengamos una concepción paleoliberal, atomística más que individualista, hoy no se puede separar entre unos y otros derechos por lo que se refiere a su vinculación con la dignidad humana. No es posible sostener que no afectan a la dignidad humana derechos como el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda digna. Pero ¿qué decir, por ejemplo, del derecho al trabajo?

Aún más. Precisamente a la luz del mencionado criterio interpretativo que establece el artículo 10.2 de la Constitución en materia de derechos fundamentales y que obliga a atender a la interpretación que de esos Tratados internacionales hagan los Tribunales u Organismos a los que los propios Tratados atribuyen competencia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reiterado que la interpretación del artículo 1 del Convenio Europeo, que establece que "las Altas partes contratantes reconocen a toda persona dependiente de su jurisdicción los derechos y libertades definidos en el Título I del presente Convenio" y que es similar a lo dispuesto en el artículo 2º del pacto internacional de derechos civiles y políticos de 1966, incluye, indiscutiblemente, a los extranjeros. Asimismo, el Tribunal no deja de reconocer la posibilidad de establecer limitaciones en el ejercicio de tales derechos, es decir, restricciones, pero como de nuevo sostiene el mencionado Dictamen 221 (fundamento II in fine) en modo alguno eso comporta la posibilidad de excluir de ese ejercicio (menos aún, del reconocimiento) a "un grupo de personas previamente definidas".

En mi opinión, de todo lo anterior se desprende que carece de justificación la pretensión de restringir el régimen de igualdad universal a un núcleo mínimo de derechos. La lectura literal del artículo 14 de la Constitución que parece enunciar el principio de igualdad jurídica sólo para los españoles es difícilmente conciliable con una interpretación sistemática de la Constitución, a partir de lo dispuesto en el artículo 10.2. En segundo lugar, es asimismo injustificable una interpretación extensiva de la cláusula de configuración legal de los derechos de los extranjeros que ponga en riesgo su contendido esencial como tales derechos. Finalmente, las limitaciones en el ejercicio de derechos fundamentales amparadas en la creación de una categoría o grupo de personas previamente definidas con arreglo a un criterio administrativo, carece de amparo constitucional.

Lo grave, pues, lo que priva a este marco jurídico en mi opinión del mínimo de legitimidad es ese mensaje sobre la inmigración que nos envía: a los ciudadanos, haciéndoles ver que el lugar "natural" de los inmigrantes no es el de los derechos reconocidos y garantizados plenamente y en condiciones de igualdad, sino el de la precariedad, la inseguridad en su status jurídico, que no es garantizado por los tribunales, sino que está en manos de una administración a la que se dan competencias discrecionales si no arbitrarias, mediante el recurso a conceptos jurídicos indeterminados y el recorte de las capacidades de control y revisión judicial de sus actuaciones. Contra lo que pretende el mensaje de "cultura de la legalidad", con esta ley, con esta pretensión de efectuar tales distinciones tajantes entre categorías de derechos reconocidos a los inmigrantes según su situación administrativa, no se proporciona legalidad, sino inseguridad, y en realidad la filosofía es la contraria de la propia del Estado de Derecho, que tiene como núcleo el carácter garantista y expansivo en el reconocimiento de los derechos humanos. El lugar de la inmigración es el del "fuera de la ley" (delincuente) o, al menos, el de "extramuros de la ley". Por eso la inmigración es asunto de Ministerio de Interior, no prioritariamente de políticas sociales ni, a fortiori, interministeriales. Ese es el mensaje de la ley a los propios inmigrantes, a los que no sólo se sitúa bajo sospecha, invirtiendo el principio básico de presunción de inocencia, sino que se les explica que nuestro modelo de inmigración es la inmigración invisible, la más próxima al viejo concepto de Gastarbeiter, del trabajador que hace su trabajo y desaparece sin dejar huella y sin apenas coste. Una sociedad que no quiere inmigrantes, sino sólo mano de obra dócil y barata.

El problema de esta reforma es la vuelta a la concepción de los años 80, en un contexto que no tiene nada que ver. Esta no es una ley para construir política de inmigración, sino una ley de policía de extranjería, una ley en clave nacional, cuyos destinatarios auténticos son los ciudadanos españoles a los que se transmite el mensaje de que el gobierno quiere defender la sociedad española, su nivel de vida, su bienestar (por eso asegurar el mercado de trabajo con el mínimo coste y ahí es donde juega el viejo argumento de que los derechos sociales son derechos caros), y su seguridad (por eso necesita el fobotipo: el irregular, la mafia que le permita reafirmar la apuesta por la "cultura de la legalidad") que no reconoce que España es un país de inmigración. Y es así porque no se quiere tomar en serio la presencia de los inmigrantes, o, para ser más exactos, no se quiere ser consecuente con lo que ello exige. Preocupa el "tráfico", no su estancia entre nosotros que no se quiere aceptar. Por eso los inmigrantes son extranjeros.

En aras de esa política de firmeza, de imperio de la ley, se acosa administrativa, policial y jurídicamente a los inmigrantes y se comunica a la opinión pública que se está "haciendo algo", que se lucha por frenar la invasión, el desbordamiento, la competencia por el mercado de trabajo de forma desordenada. Se les desestabiliza social y jurídicamente, se les convierte en sujetos precarios, se propicia su exclusión institucionalmente. Por eso la cuestión de los derechos no es central, y la de los derechos políticos, la presencia pública de los inmigrantes, algo que no se puede plantear. Y la verdad es que el test de la integración es el reconocimiento de los derechos: cuando los inmigrantes tienen derechos, se integran.

La ley nunca fue concebida como una ley de consenso, sino como expresión del firme compromiso del partido del Gobierno con sus votantes, más aún que con la sociedad española. Es una mercancía política en la lucha partidista., en el regateo político, electoral. Se contribuye así al ruido, no al debate sobre la inmigración. Por eso el modelo de esta política es la "política " que practica el Ayuntamiento de El Ejido y que han denunciado1

, entre otros, Ubaldo Martínez Veiga y Emma Martín, Juan Goytisolo y Sami Naïr: economía sumergida y apartheid, o, como resumía el alcalde de esa floreciente población, J. Enciso, "a las siete de la mañana, todos los inmigrantes son pocos; a las siete de la tarde, todos sobran".

 


¿Razones para la esperanza? Sobre el status de los derechos sociales en el marco de la UE

Con todo, y frente a lo que reza la propaganda oficial, creo que hay elementos positivos en la aparente inflexión que se observa en la política europea (paradójicamente más que en las legislaciones nacionales y, desde luego, más que en la española) a partir de varios elementos:

En primer lugar, las posibilidades (ciertamente ambiguas todavía, pues de momento parece afirmarse la prioridad policial) que ofrece la definición de la política de inmigración como parte del primer pilar, de acuerdo con el Título IV del Tratado de Amsterdam; las recomendaciones de Tampere de octubre de 1999 (en la medida en que la exigencia de "trato justo" a los nacionales de terceros países incorpora la recomendación de asimilación en el reconocimiento de derechos -se habla de situación "comparable" a los ciudadanos de la UE, es decir, todavía no se habla de equiparación-, y se reconoce que el respeto a la diferencia cultural es básico).

En segundo término, y es a lo que voy a prestar atención ahora, la comunicación 757 de 22 de noviembre de 2000 de la Comisión Europea en la que se perfilan los elementos de una "nueva política de inmigración europea", que permitirían hablar de una "ciudadanía cívica" (epígrafe 3.5). Si la considero significativa es porque pone el acento en el objetivo de "integración de los nacionales de terceros países" que acuden como inmigrantes (epígrafe 2.5), y, sobre todo, por la afirmación de la integración como un "proceso bidireccional que implica la adaptación tanto por parte del inmigrante como de la sociedad de acogida", lo que supone el reconocimiento de que los deberes son mutuos (aunque falte el reconocimiento de la asimetría en la situación de ambas partes respecto a la exigibilidad de esos deberes) y por los medios que apunta como elementos de integración: el beneficio en las condiciones de vida y trabajo, la lucha contra la discriminación, el racismo y la xenofobia, los programas específicos de inmigración a todos los niveles (nacional, regional y local, empezando por este último, pues "la clave del éxito se encuentra en el establecimiento de medidas en niveles muy bajos, basadas en asociaciones entre los muchos actores que deben participar") y, muy específicamente, en dos criterios: "la igualdad respecto a las condiciones de trabajo y el acceso a los servicios" y "la concesión de derechos cívicos y políticos a los migrantes residentes a largo plazo".

Entre todos esos elementos, que no puedo analizar ahora en su complejidad, considero positivas sobre todo dos propuestas de la Comunicación 757 que podrían desarrollarse, puesto que se formulan, como las que hemos visto, solo de forma muy general, y permitir así avanzar en la transformación de la ciudadanía que he tratado de recordar en estas páginas. La primera es un paso importante en el camino hacia la obtención de un estatuto de residente europeo para los inmigrantes que, cumplidas determinadas condiciones, puedan ser equiparados en sentido estricto, es decir, en términos de igualdad de derechos, a los ciudadanos europeos. Se trata de la recuperación de la idea de que ciudadano es el que habita en la ciudad (por más que hoy sólo parece que podamos aspirar a reconocer esa condición a quien "vive y trabaja"), no sólo el que nace en ella. La segunda, vuelve a la idea misma de democracia de las ciudades.

En primer lugar, la recuperación del estatuto de residente. Hacer radicar la condición de ciudadano en la de residente, en lugar de la de nacional, es un paso extraordinariamente importante. Pero hay que comenzar por hacer asequible esa condición. Y el problema es la circularidad entre permiso de residencia y trabajo, que concurre como factor negativo pues contribuye a levantar una barrera casi infranqueable desde el punto de vista del proceso de integración de los inmigrantes como ciudadanos. El primer problema del acceso a la ciudadanía desde la inmigración es simplemente llegar, entrar legalmente, y la circularidad en cuestión (junto con la existencia de economía sumergida) es la razón fundamental de que se opte por una vía clandestina o ilegal de acceso. Es preciso dar carta de legalidad a la inmigración que viene a buscar trabajo, mediante visados con este propósito y permisos de residencia que acojan a los inmigrantes que tratan de conseguir ese objetivo. Algo que sólo la legislación italiana recoge2

. La Comunicación 757, en su epígrafe 2.4 in fine reconoce la conveniencia de este tipo de visado y, por tanto, de una nueva categoría de residencia no directamente vinculada al permiso de trabajo. Y, desde luego, esa situación de residente inicial, a la búsqueda de trabajo, debe llevar aparajado un status de seguridad, de garantía en los derechos que le corresponden.

En segundo término, la idea de "ciudadanía cívica" que se enuncia tímidamente en el apígrafe 2.5 de la mencionada Comunicación 7573

, debe ser desarrollada. Esa ciudadanía cívica debe comenzar por el reconocimiento de que el residente (aunque sea sólo residente temporal y no definitivo o permanente) en la medida en que paga impuestos y contribuye con su trabajo y con sus impuestos, con su presencia como vecino y no sólo como trabajador a la construcción de la comunidad política, comenzando por la primera, la ciudad, tiene no sólo derechos civiles e incluso sociales, sino políticos: derecho a participar al menos en ese nivel. El primer escalón de la ciudadanía cívica sería de nuevo el primer escalón de la idea europea, las ciudades, la comunidad política municipal.

La crítica que puede formularse es la excesiva prudencia con la que se aborda esta iniciativa: según el modelo gradualista adoptado, este reconocimiento es sólo un objetivo a largo plazo, al alcance sólo de aquellos residentes que adquieran la condición de residente permanente (y ni siquiera como contenido del status de inmigrante residente permanente). De otro, se ve más bien como un paso para la nacionalización, insistiendo en la univocidad de ciudadanía y nacionalidad. El derecho de ciudadanía cívica en este primer ámbito no puede ser una aspiración que se otorga sólo al inmigrante que alcanza finalmente el satus de residente permanente. Si no, seguimos manteniendo status de esclavitud o, al menos, de infraciudadanía. Por supuesto que eso no es el objetivo a largo plazo. Al contrario, en mi opinión, se trata de hacer posible el status de residente permanente (y es cada vez más inaplazable la demanda de homogeneizar esa condición en el ámbito europeo), esto es, que quien alcance esa condición por el transcurso de un período razonable de tiempo y la voluntad manifiesta de integración en un Estado miembro, tenga derecho a disfrutar de la condición de tal en todo el espacio de la UE, y entre los elementos de ese status debiera entrar no sólo la equiparación en derechos como la libre circulación, sino también en el derecho al sufragio municipal y europeo. Derechos civiles, sí, pero derechos sociales y políticos, como prueba de la voluntad de integración en serio, de una verdadera ciudadanía inclusiva.

 

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1

Cfr. por ejemplo el libro de U. Martínez Veiga, El Ejido. Discriminación, exclusión social, racismo, Madrid, la Catarata, 2001, o el trabajo de Goytisolo y Naïr, Peajes de vida, Madrid, El País/Aguilar, 2001.

2

Un análisis detallado del modelo italiano, en el libro de Angeles Solanes, 2001.

3

"La Carta de derechos fundamentales podría constituir una referencia para el desarrollo del concepto de ciudadanía cívica en un Estado miembro concreto (con un conjunto común de derechos y obligaciones básicas) para los nacionales de terceros países. El permitir a los inmigrantes adquirir esta ciudadanía una vez transcurrido un período mínimo de dos años podría ser una garantía suficiente para que muchos inmigrantes se establezcan con éxito en la sociedad o podría ser un primer paso hacia la adquisición de la nacionalidad del estado miembro en cuestión".

 

I.S.S.N.: 1138-9877

Déposito Legal: en trámite

Fecha de publicación: noviembre de 2001